ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN
DOI: https://doi.org/10.24142/raju.v14n29a10

Revista Ratio Juris, Vol. 14 N.º 29 (julio-diciembre de 2019),
pp. 225-252 © UNAULA ISSN: 1794-6638 / ISSNe: 2619-4066


DIALÉCTICA DE LA CULTURA EN EL PENSAMIENTO DE ADORNO


DIALECTIC OF CULTURE IN ADORNO’S THOUGHTS


Recibido: 20 de junio de 2019 - Aceptado: 15 de agosto de 2019 - Publicado: 30 de diciembre de 2019





Rubén Darío Zapata Yepes

Magíster y doctor en Filosofía, Comunicador Social y Filósofo de la Universidad de Antioquia, Economista de la Universidad Nacional de Colombia, director del periódico El Colectivo. Docente investigador Universidad de Antioquia, Medellín. CvLAC: https://scienti.colciencias.gov.co/cvlac/visualizador/generarCurriculoCv.do?cod_rh=0001537408, Google Scholar: https://scholar.google.com/citations?user=scgzp64AAAAJ&hl=es, Orcid: https://orcid.org/0000-0003-2549-5831, Correo electrónico: rumiantez@yahoo.es


Resumen

La cultura, en tanto manifestación de la actividad del espíritu en oposición a la actividad material, se ha entendido, generalmente, como expresión del progreso humano, que nos aleja de la barbarie. Adorno somete este concepto a un riguroso análisis dialéctico y descubre que la barbarie misma puede estar encarnada en la cultura, y que esta, como bien sucede con la industria cultural, puede estar al servicio de la dominación antes que al de la emancipación. Sin embargo, no renuncia a su espíritu utópico. Este texto explora no solo la crítica de Adorno al concepto tradicional de cultura y su complicidad con la barbarie, sino también las indicaciones en el pensamiento del mismo autor para comprender las posibilidades emancipatorias de la cultura.

Palabras clave: Cultura, dialéctica, espíritu, barbarie, dominación, utopía, emancipación, libertad.


Abstract

Culture, as an expression of spirit´s activity in opposition to material activity, has been generally understood as an expression of human progress which keeps us from barbarism. Adorno submits this concept to a rigorous dialectical analysis and discovers that barbarism itself can be embodied in culture. And culture, as it happens with cultural industry, may be servant to domination instead of emancipation. However, it doesn’t renounce its utopian spirit. This paper explores not only Adorno’s critique to the traditional concept of culture, and its complicity with barbarism, it also discusses the indications in Adorno’s thought to figure out emancipatory possibilities of culture.

Key words: Culture, dialectics, spirit, barbarism, domination, Utopia, emancipation, freedom.





INTRODUCCIÓN


La cultura es un ideal de la civilización occidental, la expresión más elevada del espíritu humano, manifestación y medio al mismo tiempo de la libertad, aquella que nos aleja progresivamente de la barbarie. Por cultura puede definirse, en principio, al menos como lo entiende Adorno, la producción libre del espíritu, aquella que va más allá de la necesidad inmediata. Pero la cultura ha llegado a creerse efectivamente libre del reino de la necesidad, de sus condicionamientos materiales, y eso la ha hecho ciega ante su propia falta de libertad. Esto es lo que marca la dialéctica de la cultura, según Adorno, el hecho de que en ella se exprese la aspiración más elevada del espíritu, pero al hacerse ciega a sus condicionamientos sociales y materiales termina poniéndose al servicio de las condiciones existentes, en vez de aspirar a su transformación; así somete el espíritu al mundo objetivo de la producción y de las estructuras sociales existentes. Tal como Benjamin supo ver que todo expediente cultural es un expediente de barbarie, Adorno pudo comprobar que la misma cultura podía llevar al fracaso de las esperanzas revolucionarias, frenar la revolución o incluso ser regresiva; las evidencias históricas las encuentra en el fascismo alemán y en la sociedad de masas norteamericana, prefabricada por la industria cultural. Con todo y ello, no cabe renunciar al potencial emancipador que sigue albergando la cultura y por eso las investigaciones de Adorno se concentran en demostrar hasta dónde la cultura moderna se ha vuelto regresiva, al mismo tiempo que evidencia en ella las posibilidades de desatar el espíritu de su yugo.

Como la sociedad misma, la cultura es uno de esos conceptos que no pueden recogerse plenamente en una definición. No obstante, en primera instancia, podemos decir que cultura es el mundo que resulta del despliegue del espíritu humano en su esfuerzo por liberar la existencia de los dictados que le imprime la necesidad simple y llana de subsistir. En este despliegue le sirven al espíritu, como referentes, las ideas de libertad y autonomía de los sujetos, indispensables para construir un mundo realmente humano, libre del poder que sobre la existencia ejerce la naturaleza, y sin opresión ni antagonismo social.

La constatación que hace la Escuela de Fráncfort, a mediados del siglo pasado, es que la actividad del espíritu, es decir, las construcciones culturales, no han conducido realmente a la conquista de la libertad y a la autonomía, sino que han reforzado los mecanismos de opresión y profundizado los antagonismos sociales. Esto podría resumirse diciendo que el espíritu moderno que anima la sociedad capitalista no avanza hacia la constitución de la humanidad, sino que se hunde cada vez más en la barbarie. Siguiendo a Benjamin, cada expediente cultural es a la vez un expediente al que asoma una nueva forma de barbarie.


EL CARÁCTER CONTRADICTORIO DE LA CULTURA


Adorno fue uno de los pensadores del siglo pasado que reflexionó con más ahínco y dedicación acerca de los fenómenos culturales de su tiempo, e intentó explicar este movimiento que, sin tapujos, calificó de regresión del espíritu. De hecho, de su autoría es el desolador pasaje de Dialéctica de la Ilustración (Horkheimer y Adorno, 1998) titulado “Industria cultural”. Y posterior a este, publicó dos tomos del libro Crítica de la cultura y sociedad (2008), en donde, sin cambiar para nada la radicalidad de su análisis, avanza algunas tesis sorprendentes.

Adorno explica el fracaso de la cultura, en su promesa de libertad y autonomía para los sujetos, por el tipo de racionalidad que sustenta el proyecto ilustrado de la sociedad occidental. Aunque es justamente la Ilustración la que, haciendo suyos los ideales griegos y alimentándolos con su apuesta por el progreso, mejor recoge el impulso del espíritu en busca de independizarse de las condiciones naturales de la existencia humana, el modelo de racionalidad instrumental sobre el que se sostiene, que avanza hacia el dominio de la naturaleza, termina entregando el espíritu justamente al poder natural, incluso al constituir a la sociedad misma como una segunda naturaleza totalizada, que subyuga toda manifestación singular del espíritu y toda pretensión de diferenciación.

Esa razón instrumental, puesta al servicio del dominio, ha configurado una sociedad injusta, opresora, antagónica y, por todo ello, irracional. Y en una sociedad antagónica la cultura misma, el espíritu, termina marcado con ese antagonismo y termina reproduciéndolo. “Ninguna sociedad que contradiga a su propio concepto, al concepto de humanidad, puede tener la conciencia plena de sí misma” (Adorno, 2008, p. 9). En esta sociedad, la cultura termina siendo falsa conciencia, ideología que legitima justamente ese orden social injusto. “La cultura, entendida como el súmmum de la autoconciencia de una sociedad antagonista no puede despojarse de esa apariencia (de legitimidad), como tampoco esa crítica de la cultura que compara la cultura con su propio ideal” (Adorno, 2008, p. 10).

Aunque las aspiraciones de la cultura de trascender la realidad cosificada son reales y legítimas, se tornan artificiales cuando operan con la lógica de la racionalidad instrumental y conducen a una idea de falsa reconciliación. Lo que logran es producir una falsa totalidad. Para Adorno, este tipo de razón es realmente una reducción, amputación, de la razón verdadera; excluye de su oficio la reflexión crítica que intenta explicar y comprender los procesos sociales, llenos de contradicciones y diferencias. La razón instrumental no solo no es capaz de aprehender estas contradicciones y diferencias, sino que las borra.

Por eso, aunque la pretensión de la cultura es el progreso del espíritu hacia la constitución de una verdadera humanidad, de una sociedad reconciliada, la cultura misma no puede asumirse como sacrosanta. Tal y como lo ve Adorno, la cultura misma es neutra con respecto a los fines de las acciones racionales, ella no encarna intenciones fijas preestablecidas, sino que a través de ella los sujetos históricamente dados persiguen objetivos determinados. En este sentido, descubre Adorno que los agentes portadores de poder económico, apoyados en la razón instrumental, usan la cultura misma, que era el supuesto medio de independización y autonomía, como medio de control y manipulación de masas.

La cultura termina, pues, asumiendo en su seno la contradicción que le incuba la sociedad antagonista. El doble carácter de la cultura, que la hace antagónica, se expresa en su necesidad y a la vez imposibilidad de liberarse de las condiciones materiales de existencia. Es decir, las expresiones culturales tratan en todo momento de liberarse del estigma de la subsistencia, ser un impulso para que el espíritu vaya más allá de los condicionamientos de la vida real; no obstante, dichas expresiones culturales están determinadas, más allá de lo que se piensa, por las condiciones reales de existencia.

Así expresa Adorno (2008) este antagonismo de la cultura:

Solo sustrayéndose a la praxis, que se ha convertido en lo contrario de sí misma, a la producción permanente del “siempre lo mismo”, solo dejando de estar al servicio del cliente por orden de los que mandan, solo sustrayéndose a los seres humanos se mantiene la cultura fiel a los seres humanos. Pero esta concentración en la sustancia absolutamente propia… fomenta al mismo tiempo el vaciamiento de esa sustancia. En cuanto se retira de la realidad la punta del espíritu que se dirige contra ella, cambia el sentido del espíritu pese a estar siendo conservado rigurosamente. Al resignarse frente a la fatalidad del proceso vital y especialmente al cerrarse como uno más de los ámbitos especiales, el espíritu secunda a lo meramente existente y acaba convirtiéndose en algo que meramente existe (p. 14).

Ninguna obra de arte auténtica, reconoce Adorno, y en general ningún producto genuino del espíritu, se agota jamás en sí mismo, en su seren-sí. Siempre está en relación con el proceso real de vida de la sociedad, del que se apartaba. Pero la insistencia de la cultura en su independencia y la autonomía con respecto al mundo de la producción, de la subsistencia, es lo que remite a la idea de libertad que debería realizarse. De esta manera, el resultado de la contradicción es que la libertad es solo una promesa ambigua de la cultura, “mientras su existencia dependa de la realidad embrujada, en última instancia del control sobre el trabajo ajeno” (Adorno, 2008, p. 13).

Toda cultura ha sido, hasta hoy, producto de una injusticia. Y lo peor es que solo puede salir adelante si se perpetúa esta injusticia, que ha sido previamente producida en la esfera de la producción material. La injusticia consiste en que millones de seres humanos, excluidos de la actividad del espíritu, dedican su vida a esa praxis burda que garantiza la subsistencia, para que un grupo selecto se pueda dedicar tranquilamente al despliegue del espíritu. Pero Adorno advierte que allí donde la cultura niega la separación real de la praxis material, e intenta simular una vinculación inmediata con ella, retrocede por detrás de su concepto.

Allí donde la cultura se ha entendido como conformación de la vida real ha destacado unilateralmente el momento de acomodación y ha impedido que los hombres se pulan y cultiven mutuamente. Así, la cultura se ha orientado a formar protectoramente la existencia natural (Adorno, 2008, p. 15).

Y es que la cultura, en su ambigüedad, tiende tanto a domar al hombre animal, mediante su adaptación mutua, y a la vez intenta oponerse a la presión del decrépito orden que el mismo hombre ha construido. Así, asegura Adorno en su Teoría de la pseudocultura (2010), la sociedad plenamente adaptada se convierte en aquello que la cultura quería superar: “mera historia natural darwinista, que premia la ‘survival of the fittest’” (p. 144).

Para Adorno, es el espíritu alejado de lo meramente existente quien puede determinar lo meramente existente en su negatividad, pues mientras algo de él se mantenga vinculado a la reproducción de la vida, el espíritu se reducirá a ese nexo. En ese sentido, la actitud antivulgar de los griegos era a la vez arrogancia de quien no se tiene que ensuciar las manos en el trabajo, y sentido utópico expresado en la imagen de una existencia libre de la coacción que hay en todo trabajo. “La antivulgaridad, al dar la expresión a la mala conciencia y proyectarla a las víctimas como su bajeza, denuncia al mismo tiempo lo que les sucede: el sometimiento de las personas a la forma vigente de reproducción de su vida” (Adorno, 2008, p. 17).

No deja de ser claro, sin embargo, que en la exaltación de la cultura como espíritu, la cultura glorifica la separación socialmente impuesta entre trabajo corporal y espiritual, con lo que justifica la injusticia social que esta implica, mediante las relaciones de dominación que la sostienen. Pero también la adaptación representa el esquema mismo de la dominación. La sujeción y el mando, por su parte, se extienden sobre otros y finalmente sobre todo el proceso vital de la sociedad. Como consecuencia, la naturaleza vuelve a triunfar siempre sobre su domador.

Y es que, al fin de cuentas, casi todos los productos culturales son el resultado de una actividad que está radicalmente separada de aquella que se realiza para ganarse la vida, y que, sin embargo, es valorada como más valiosa. Así, mientras el trabajo asalariado tiene que encontrarse siempre a disposición de la economía, la posibilidad de autorrealización y autoconocimiento solo pueden encontrarse, supuestamente, en el ámbito de lo cultural; es decir, en el trabajo intelectual que no se contamina con la sucia economía. Pero, precisamente esta separación somete la cultura a las leyes de una sociedad antagonista.

El doble carácter de la cultura brota del antagonismo social. Pero es justamente la cultura la que promete curar este antagonismo, constituir una humanidad reconciliada; no obstante, en tanto que mera cultura, es incapaz de curar dicho antagonismo. “Ni siquiera puede curar por sí misma sus propias heridas, expresadas en la falta de autonomía de la cultura con respecto al orden social imperante, en tanto que mera cultura” (Adorno, 2010, p. 145). Así, la fuerza emancipadora de la cultura solo puede preservarse allí donde se mueve dialécticamente entre estos dos extremos sin paralizarse en ninguno. Allí donde mantiene la conciencia de su dependencia de las condiciones reales de producción de la vida social, sobre todo de que su existencia se debe a la injusta separación entre el trabajo corporal y el espiritual, excluyendo a la gran mayoría de la actividad del espíritu, propiamente dicha, y apartando a los otros al nimbo fantasioso del espíritu puro; pero a la vez, mantiene el impulso de ir más allá de estas condiciones reales para vislumbrar las posibilidades de un mundo distinto, no entregado a los antagonismos sociales y dependiente cada vez menos, la humanidad toda, de la praxis amarrada a la finalidad de la subsistencia. Así logra vincular la cultura su dimensión crítica del mundo existente con la dimensión utópica que la impulsa hacia la verdadera humanidad.

Estas dos dimensiones son las que quedan amputadas, o anuladas, en su fuerza por la paralización de la cultura en uno de sus extremos. Y esta paralización es la que promueve, precisamente, la sociedad capitalista en sus antagonismos, en su intento por transformarlo todo en mercancía, incluso la cultura que queda convertida en “bienes culturales” que se ofrecen al público. Esta separación la lleva a cabo el mercado, mediante la diferenciación entre alta cultura, para el consumo de las élites, y baja cultura, o cultura popular, para el consumo de las masas. La primera está encumbrada al mundo del espíritu y apartada de la producción real de la vida social, la segunda, groseramente atrapada en las redes del mundo existente. Tal vaciamiento de la capacidad crítica y utópica de la cultura se lleva a niveles inimaginables por la industria cultural, en su intento de masificar el acceso a los bienes culturales.

Siguiendo a Adorno, Zamora (2001) deja ver que el potencial utópico de la cultura, materializado en crítica social, solo se puede desplegar cuando incluye la autocrítica, la reflexión sobre sus propias condiciones sociales de existencia y sobre las razones de su fracaso al intentar humanizarlas. Pero esto es justo lo que impide la industria cultural, que atrapa bajo la envoltura de mercancía todos los productos culturales hasta corromper su propio contenido sustancial y penetrar las formas mismas de producción intelectual y artística.


INDUSTRIA CULTURAL


A través de la industria cultural, para este caso expresada en la racionalidad del mercado, se extiende, a los escenarios de difusión y circulación de la cultura, la racionalidad instrumental de la Ilustración, apoyada en las nuevas tecnologías. No debe entenderse esto como una satanización de Adorno a las nuevas tecnologías, incorporadas en las expresiones culturales, sino a la forma como estas se han puesto al servicio de la racionalidad del dominio, desde la configuración misma de la cultura.

El término “industria cultural” es acuñado por Adorno en Dialéctica de la Ilustración, en donde evidencia este fenómeno y realiza, a partir de él, un diagnóstico desolador sobre el porvenir de la cultura. Y es, en términos enfáticos, un contrasentido en el que se manifiesta la contradicción misma que ha alcanzado la cultura y la sociedad del capitalismo avanzado, pues la cultura se refiere justamente a la actividad del espíritu dirigida a aquellos objetos por definición inútiles, que no son producidos en función de satisfacer necesidades propias de la subsistencia; la industria, en cambio, es la expresión más elevada de la eficiencia productiva de los bienes dirigidos a garantizar la subsistencia, de ella está excluido, por definición, todo lo inútil.

Posteriormente, la burguesía misma se apropió del concepto, depotenciando la capacidad crítica con que lo había pensado Adorno. En este sentido, los mismos gobiernos, y algunos gremios artísticos, presentan a la industria cultural como uno de los sectores más promisorios de la economía contemporánea. Para la muestra, la Confederación Internacional de Sociedades de Autores y Compositores publicaba en su portal web, con entusiasmo, el 3 de diciembre de 2015, que, “con unos ingresos de 2,25 billones de dólares, las industrias culturales y creativas representan el 3% del pib mundial y dan empleo a 29,5 millones de personas” (“Las industrias culturales y creativas estimulan la economía mundial y crean 29,5 millones de empleos en todo el mundo”, 2015). Según esta organización, los ingresos de las industrias culturales y creativas han superado a los del sector de servicios y telecomunicaciones y generan más empleo, en los países desarrollados, que el sector automotriz. Un estudio realizado por esta organización, en conjunto con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), concluye que:

Las industrias culturales y creativas constituyen unos importantes motores de las economías de los países desarrollados como en desarrollo. De hecho, estas se encuentran entre los sectores del mundo que crecen más rápidamente. Además, influyen en la generación de ingresos, la creación de empleo y las ganancias por exportaciones. Estas pueden forjar un futuro mejor para muchos países del mundo (“Las industrias culturales y creativas estimulan la economía mundial y crean 29,5 millones de empleos en todo el mundo”, 2015).

Para que ello ocurra así, es decir, para aprovechar al máximo el potencial de las Industrias Culturales y Creativas, el informe advierte que los creadores deben recibir una remuneración justa por el uso de sus obras creativas, de manera que esto sea un estímulo que los impulse a seguir contribuyendo con su “trabajo” a la cultura y la economía.

Esta lógica ha hecho carrera también en las perspectivas de las organizaciones de la sociedad civil y los Estados, que intentan vincular el desarrollo de la industria cultural, como un sector económico, con el desarrollo de los países. Por ejemplo, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AEACID) publicó, en 2009, un estudio sobre los potenciales de las Industrias Culturales y Creativas, en clave de cooperación para el desarrollo, realizado por el colombiano Germán Rey. Uno de los propósitos fundamentales de este trabajo, según se enuncia desde su introducción, es establecer el aporte de las creaciones culturales al desarrollo socioeconómico de los países. Según Rey (2009):

Existe una economía que tiene como centro a la creación, y que se manifiesta a través de diversas expresiones, desde las industrias culturales hasta las nuevas tecnologías. Atrás van quedando las concepciones de la cultura como gasto o como lujo, y se acentúan sus posibilidades como inversión rentable, tanto económica como socialmente hablando (p. 57).

Para Rey es algo digno de celebrar que el encuentro entre cultura, tecnología e industrialización haya permitido a la creatividad ocupar uno de los centros de interés de la economía, en la medida en que involucraba a la gente en su misma cotidianidad.

Las capacidades de producción, la maleabilidad a la convergencia de medios, el aumento de la oferta cultural, su inscripción en diversos soportes tecnológicos (desde la escritura hasta lo digital), las transformaciones de las prácticas sociales del consumo, que se fueron expandiendo globalmente, son todas causas del auge de la denominada “economía creativa” (Rey, 2009, p. 57).

Esta celebración de las Industrias Culturales y Creativas, como motores de la economía moderna, es lo que ha dado impulso a la famosa economía naranja,1 que hoy se impulsa como estrategia de desarrollo en varios países subdesarrollados, entre ellos Colombia.2 De hecho, se reviste el discurso del mercado de la cultura de tintes académicos y se realizan investigaciones empíricas y teóricas para dar cuenta de su potencial.3 Tal vez sea esta primacía del uso depotenciado, que la burguesía hace de algunos conceptos de Adorno, en otro tiempo portadores de una enorme carga crítica, la que ha hecho decir, no sin razón, a un filósofo de la talla de Robert Hullot-Kentor (2011), que “la industria cultural es uno de los conceptos de Adorno cuyo espíritu ciertamente ha desaparecido” (p. 3). Pero, precisamente, sostiene Hullot-Kentor, el hecho de que un concepto en otro tiempo tan poderoso, como el de industria cultural, haya enmudecido en su dimensión crítica, es lo que permite comprender el destino de la cultura en tiempos actuales. Por todas partes resuenan las palabras de industria cultural como una especie de esperanto que todo el mundo reconoce, pero lo que tiene de común este concepto con el descubrimiento realizado por Adorno y Horkheimer es apenas su carácter homofónico. Ya no significa una expresión crítica para dar cuenta de una actividad cultural mediada por el mercado y por tanto envuelta en el nexo cosificador de la economía capitalista, cuando su promesa era justamente la de emanciparnos de ese nexo. Así, la cultura, en tanto es sometida a una transformación industrial, en función de la acumulación de capital, se convierte en una fuerza de regresión social y se vuelve contra sí misma.

Eso no puede movernos a renunciar al concepto de industria cultural como categoría de análisis que nos permita entender, desde una perspectiva crítica, la dinámica de la cultura hoy y su imbricación con el dominio económico y, en general, con la totalidad social. Y es que, finalmente, como bien ilustra Mateu Cabot, el concepto de industria cultural no puede verse como un mero apéndice en la teoría crítica de Adorno, ya que en dicho concepto, antes bien, se resume una situación que en el actual estado de desarrollo caracteriza, por un lado, “la extrema mercantilización de lo que antaño pareció conservar cierta autonomía” y, por otro, “el desfallecimiento del que en la época clásica de la filosofía europea era llamado ‘sujeto’ o ‘individuo’” (Cabot, 2011, p. 130). Con ello, la industria cultural ha puesto la cultura, en tanto producción industrial y masificada, al servicio de lo que ha venido a llamarse cultura de masas, en donde el individuo se difumina como la simple cifra de una multitud homogénea y homogenizante.4 Rastreando el origen de este término, en Dialéctica de la Ilustración, Cabot (2011) lo explica del siguiente modo:

Dos son, por tanto, los elementos subrayados en este texto: por un lado, la organización administrativa capitalista de la cultura y la modificación por vía subliminal del aparato físico-psíquico humano, a través de la represión de aquellos elementos económicamente no rentables; por otro lado, la facilitación de esquemas de percepción, emoción, etc. que cumplan eficientemente con lo necesario para convertir el individuo en consumidor de la mercancía cultural. Estos dos elementos se ensamblan armónicamente en la cultura del siglo XX y XXI, en todo tipo de cultura, pues toda ella es mercancía (cultural), aunque existan diferencias en el interior del conjunto. La manipulación de los individuos, utilizando los mecanismos disponibles y económicamente eficientes, es la condición para igualar la demanda a la oferta (p. 142).

Y es que, con la aplicación del principio de intercambio, generalizado en el capitalismo industrial al ámbito de la cultura, tenía que transformarse necesariamente el contenido mismo de la cultura convertida en mercancía. Su efecto más devastador, al menos en principio, fue la creciente pérdida de autonomía de la cultura, una autonomía que, aunque precaria, había empezado a desplegarse en la época liberal burguesa. En el capitalismo tardío, el modelo fordista de producción y gerencia se incorpora a la producción cultural, y en este sentido la cultura misma se convierte en un sector más de la economía que se dedica a la producción, de un modo industrial, de “cultura”, lo que hoy, más descarnada y cínicamente, se llama industria del entretenimiento. En este sentido, la cultura también es sometida a un proceso de estandarización, en tanto se inserta en la tendencia de la construcción de esquemas de presentación siempre iguales. Los aspectos nuevos y sorprendentes en ella son sometidos al interés por el rendimiento económico; de esta manera, su función se reduce a reproducir los estereotipos acostumbrados que ya cuentan con el aprecio del público.

Se producen de modo masivo las mismas categorías de mercancías por procedimientos especializados, es decir, de modo técnicamente eficiente, según cálculos de rentabilidad y beneficio, por ejemplo: el género de las películas del oeste, de detectives o de animales, musicales, documentales, debates televisivos, concursos, etc. Los procedimientos técnicos de producción de la industria cultural apuntan a la estandarización y la uniformización de sus productos, a la producción en serie y la distribución en masa (Zamora 2001).5

La industria cultural solo puede surgir ante la abundancia de tiempo libre y, desde luego, un incremento en la capacidad de consumo y “disfrute” masivo de bienes supuestamente suntuarios como el arte y la cultura. Pero a través de la industria cultural, el tiempo libre y la abundancia de recursos en vez de ser posibilidades para la emancipación, frente a la actividad dedicada a garantizar la subsistencia, abriendo el espacio para el despliegue del espíritu, se convierten en fuerzas reproductoras del sistema coactivo e irracional. Tiempo libre y consumo masivo son los que permiten la universalización del fetichismo de la mercancía hasta alcanzar los productos culturales. No es solo que los productos del espíritu se conviertan en mercancía, sino que asumen una función económica e ideológica especial: sostener el mundo de la mercancía como si la vida se reprodujera, permanentemente, en las fantasías de la publicidad y los centros comerciales.6

En la industria cultural (con la difusión del cine, radio, prensa, música, televisión, etc.), donde el principio de intercambio domina todo el ámbito de la cultura, Horkheimer y Adorno percibieron la caricatura grotesca del programa ilustrado, que pretendía una cultura universal para la humanidad. De hecho, la cultura se convierte en un asunto de los grandes grupos empresariales y de la administración; a través de ella homogenizan y estandarizan el comportamiento de los consumidores, siempre con la finalidad del beneficio económico. Pero también buscan la estabilización de una situación social, que se ha vuelto hostil a la autonomía de los individuos.

Al inscribirse plenamente en el mundo de la mercancía, los productos del espíritu también son sometidos a un proceso de selección económica. Por tanto, aquello que no reporta éxito en ventas tiene que ser retirado del mercado. Los criterios que rigen la producción y distribución de “bienes culturales” no pueden ser distintos a los que rigen el resto de mercancías. La diferenciación y diversificación de los productos solo puede darse en la medida en que así lo disponga el mercado. Y esto, desde luego, afecta también, y sobre todo, a la producción intelectual autónoma.

El hecho de que los productos de la cultura, incluidos los no conformistas, estén incorporados al mecanismo de distribución del gran capital, de que en los países más desarrollados un producto que no ostente el imprimatur de la producción en masa apenas encuentre un lector, un espectador o un oyente, resta desde el principio sustancia al ánimo discrepante (Adorno, 1998, p. 209).

Y no es solo que el arte, como representante privilegiado de la cultura, se convierta, en la sociedad capitalista, en mercancía. Más importante incluso termina siendo el servicio que presta a la configuración estética de las mercancías, desde su diseño hasta su exposición en las vitrinas de los centros comerciales. De esta manera, la mercancía misma termina asumiendo la forma de una obra artística que se exhibe como tal en las vitrinas, en medio de una composición especial, con iluminación, etc. Toda una presentación en la que ha desaparecido la huella de la coerción social y de la explotación que fueron necesarias para producirla. Aquí Adorno se confronta directamente con la teoría del valor en Marx. Si para este el fetichismo de la mercancía se expresaba en que el valor de cambio, un valor puramente social y contingente, terminaba ocultando el valor de uso, el valor natural de los objetos, en este caso Adorno detecta una especie de fetichismo de segundo grado, en el que el propio valor de cambio, fundado en la cantidad de trabajo socialmente necesaria para producir una mercancía, cede su lugar ante el valor de exhibición, en el que se establece una especie de conexión afectiva entre el consumidor y la mercancía, mediado precisamente por la seducción que esta ejerce sobre él.

Esta empatización, como la llamara Benjamin, del cliente con la mercancía, su obnubilación con el puro valor de cambio que transforma una cosa en mercancía y, más allá de él, con su forma estética, desvincula a la mercancía concreta del uso que supone su constitución material. O dicho en otros términos, el valor de cambio usurpa las funciones del valor de uso precisamente a partir de la hipostatización de su forma estética: la utilidad que pueda representar para un poseedor su mercancía reside exclusivamente en ser puro valor de cambio. Lo que se consume es el estatus que da el exhibir la capacidad adquisitiva a través de la mercancía. De ahí la importancia que en las sociedades contemporáneas ha cobrado el consumo de marcas específicas: el consumidor exhibe la marca, con lo que esta tiene garantizada una publicidad permanente, a la vez que se exhibe a sí mismo a través de ella, tal como en otros tiempos hacía el dandi. Y ni siquiera los productos culturales, propiamente artísticos, se salvan de esta compenetración de segundo grado con el valor de cambio en el que su valor de uso queda anulado de manera irreversible; el valor de uso es sustituido por el valor de cambio que asume, de manera engañosa, su función. Así lo expresa en su análisis del carácter fetichista de la música que conduce precisamente a la regresión de la escucha (Adorno, 2009a). El valor de cambio de los productos culturales, igual que cualquier otra mercancía, asume una relación afectiva con el consumidor, que está dada por la posición que la posesión de dicho bien le proporciona al consumidor en la sociedad, en este caso, la posesión no solo de bienes culturales, sino de una gran cultura que puede exhibir a través de ellos.

Ya Marx había evidenciado la identificación entre valor de cambio y valor de uso en la forma universal del valor: la forma dinero. El valor de uso del dinero es precisamente ser valor de cambio. En esa identificación culmina y alcanza su máxima expresión, según Marx, el fetichismo de la mercancía. En la existencia autónoma del dinero queda del todo borrado el origen social de las relaciones de intercambio. Pero Adorno intenta mostrar, además, que la sustitución de la función social del valor de uso por el puro valor de cambio crea un fetichismo de segundo grado, que se origina en la relación afectiva que ocupa el valor de cambio con respecto al consumidor y a aquellos que quisieran, pero no pueden, acceder a dicho consumo. Esto ocurre, por ejemplo, con productos como el automóvil, cuyo valor de uso, al ser usurpado por el valor de cambio, queda relacionado con el atractivo sexual o con el poder. Las relaciones sociales terminan mediadas todas por el valor de cambio, por la capacidad adquisitiva que debe exhibirse en cada momento. Puede verse también en otra dinámica contemporánea: la adquisición de mercancías de las que no se puede o no se quiere hacer un uso efectivo, pero cuyo alto precio sirve para probar la capacidad de consumo del poseedor. Esto es característico de las marcas de lujo o del consumo de los coleccionistas de autos antiguos que invierten ingentes recursos para mantenerlos embellecidos y en buen estado, aunque solo los usen de vez en cuando para exhibirse. De hecho, existen ferias mundiales para este tipo de objetos. En el caso de los poseedores, el valor de uso se identifica con el valor de cambio; en el caso de los que no pueden poseer estos productos, el valor de uso solo puede localizarse en sus fantasías, como potencial cliente de la marca. “De este modo”, explica Zamora (1999), “queda trastocada la finalidad cualitativa del bien de consumo por la carga afectiva adherida a su forma externa de presentarse, se desvían los afectos hacia el valor de cambio” (p. 141).

La identificación del individuo con el puro valor de cambio, su exhibición a través de él, implica que ya no somos seducidos por los bienes de consumo en sí, sino por el acto mismo de consumir. Esto deja por fuera, completamente, el valor de uso de los bienes. Lo que está en juego no es la utilidad concreta que nos prestan, sino el estatus social que representan. En la distancia entre el valor de uso y el valor de cambio creía encontrar Marx la posibilidad de una economía donde la producción no se base más en valores abstractos (valor de cambio), sino en valores de uso concretos. Pero en las actuales circunstancias, como bien señala Zamora (1999), “la tendencia a una subordinación absoluta de los factores de producción, circulación y consumo bajo la realización de valor abstracto convierte lo abstracto por excelencia en concreto omnipresente, que en su inexorabilidad ya no necesita de una legitimación en sentido estricto” (p. 141). Por eso hoy podemos conocer plenamente los mecanismos de explotación económica y, sobre todo, los mecanismos psicológicos de identificación con el valor de cambio, sin que esto reduzca para nada su eficacia. Y es que, como decía Adorno (1998), “la realidad misma en su pura presencia se ha vuelto ideología” (p. 115).

Eso quiere decir que la mercancía ahora no satisface ninguna necesidad concreta, lo que realmente nos satisface es el hecho mismo de consumir. Es por eso que, como advierte Zamora (1999), “los fenómenos de este mundo convertidos en anuncio publicitario se pueden presentar como símbolos del capital, sin que por ello se tambalee la identificación afectiva con ellos” (p. 141). Ahora la cultura no solo enmascara los verdaderos ideales que hay detrás del mercado, sino que amenaza con identificarse con ellos.

La interpretación de Adorno ha sido recusada por diversos autores, en un debate que no cesa desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Todas las recusaciones, sin embargo, parecen recoger, como centro inspirador, la crítica de Habermas al pesimismo exacerbado de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, que pareciera cerrarse previamente ante cualquier posibilidad de salida. Habermas atribuye este pesimismo a una deficiencia teórica de la Escuela de Fráncfort, que se quedó presa en la filosofía de la conciencia y radicalizó tanto su crítica que terminó por descalificar a la racionalidad misma, sin tener en cuenta las posibilidades, por ejemplo, de la racionalidad comunicativa (Habermas, 1998).

Habermas cree que la racionalidad comunicativa puede permitirles a los sujetos de una comunidad contener, hasta cierto punto, por medio de acciones racionales, el intento permanente del sistema por “colonizar” el “mundo de la vida”. Esto también sería aplicable al campo de las industrias culturales, donde cabría la posibilidad de una recuperación democrática y constructiva de la cultura. Pero tal vez debamos preguntarnos: ¿Será ello posible? ¿No estamos ahora con Habermas frente a una razón utópica?

Como nos advierte Vicente Gómez, Habermas se permite este planteamiento al costo de desconocer el concepto de totalidad social, fundamental en la teoría hegeliana-marxista y sobre todo en el pensamiento de Adorno. Por este desconocimiento cree que es posible un escenario y una acción que no esté permeada ya, prefigurada, por la totalidad social. Es decir, que es posible preservar “el mundo de la vida” de la racionalidad instrumental del sistema económico (Gómez, 1998).7

Por lo demás, un análisis juicioso de la evolución de las dinámicas culturales de la sociedad moderna, en los últimos sesenta años, parece darle la razón a Adorno; el sometimiento de la cultura a las lógicas de la industria cultural es cada vez mayor y su gran exponente hoy no es ni siquiera Hollywood, como en tiempos de Adorno, sino la televisión, en donde se estandarizan mundialmente formatos de programas de entretenimiento que buscan, directamente, la enajenación de la conciencia: los famosos reality show que circulan por todo el planeta, naturalizando el mundo de la competencia furibunda por un pequeño éxito en el ámbito de la cultura. El vaciamiento de la cultura como mero entretenimiento se ve en el espacio que los canales le dedican a sus programas de farándula, y su cinismo se expresa en el eslogan de uno de ellos en Colombia: “Quien no sale en La Red no existe, no es nadie”.

No se trata aquí de desestimar, a priori, las posibilidades de la acción comunicativa. Pero sí se hace necesario reconocer, como hace Jorge Michell (2007), que “las fuerzas que buscan arrastrarlo todo a la arena del mercado, hace ya tiempo que se han enseñoreado precisamente de buena parte de los más decisivos resortes de la comunicación, a fin de manipular la cultura, incorporarla a los negocios y optimizar la ganancia”. Adorno mismo, que vivió hasta 1969, fue testigo de la transición del fascismo al supuesto “Estado Social de Derecho” y a la democracia que tanto parecen haber entusiasmado a Habermas, y asistió a las transformaciones culturales de su momento. También escribió buena parte de sus aportes a la crítica cultural en el periodo posterior al fin de la guerra. Sin embargo, en los puntos fundamentales de su interpretación, su radical pesimismo no varió mucho. Y con razón, porque sus posiciones mantienen, en lo fundamental, bastante fuerza y vigencia.

Incluso en ciertos aspectos relacionados con los efectos del despliegue de la industria cultural sobre la sociedad y las personas, la radicalidad de su posición puede aparecer hoy día, para algunos, insuficiente, cuestión que seguramente él sería el primero en reconocer como posibilidad, ya que estaba lejos de ser un dogmático y porque su pensamiento obedecía, por el contrario, a la dinámica de una suerte de cuestionamiento incesante que atacaba sin tregua toda cristalización conceptual, incluidas aquellas que pudieran producirse en el seno de su propia evolución (Michell, 2007).

En apoyo de su tesis, Michell cita el trabajo de Bernard Stiegler, La técnica y el tiempo (2002). Allí el autor desarrolla una amplia investigación filosófica sobre la problemática civilizacional interna que acompaña al proceso de control de la esfera simbólica por las industrias culturales en nuestros días, y muestra cómo, lejos de evolucionar en un sentido liberador, las tecnologías sobre las cuales descansan las industrias culturales, en las actuales condiciones político-económicas, permiten una progresiva alienación de las consciencias. “La identificación y el análisis de los ‘objetos temporales’ permiten a Stiegler ir quizás más lejos que Adorno, aunque no en un sentido diferente” (Michell, 2007). Esta es la cita de Stiegler:

El límite de los análisis de Horkheimer y Adorno se encuentra en el hecho de que cuando denuncian el proceso de exteriorización técnica de la imaginación, no explican las razones que permiten que la conciencia pueda hasta ese extremo ser penetrada y controlada por el desarrollo de una obra cinematográfica o de cualquier objeto temporal similar. Hay que empezar precisamente por definir la noción de objeto temporal, para comprender el problema. Llamo temporal a un objeto cuyo transcurrir coincide con el flujo de la consciencia de la cual es objeto, que es por tanto también él esencialmente un flujo, y que no se constituye sino con el correr del tiempo, como transcurrir (écoulement). Como lo ha indicado Husserl, su paradigma es la melodía. Un objeto temporal es un tejido de retenciones y protenciones. Ahora bien, estos procesos retencionales y protencionales dan también su entramado a la temporalidad de la conciencia en general, y los objetos temporales permiten al mismo tiempo modificar estos procesos de la consciencia y, en un determinado momento, influenciar, es decir controlar, esos procesos (citado por Michell, 2007).

No es del caso desarrollar aquí las tesis de Stiegler, solo nos apoyamos en él para señalar la posibilidad y la necesidad de profundizar el análisis de Adorno sobre la dialéctica de la cultura y su paralización en la industria cultural, que daña la conciencia y obstruye el despliegue del espíritu hacia la constitución de una vida realmente humana. Porque, como dice Michell (2007), “saber hoy lo que la técnica y los poderes podrán llegar a hacer con las industrias culturales es tan difícil como saber lo que las industrias culturales podrán llegar a hacer con el hombre y su consciencia”.


FORMACIÓN CULTURAL


Todo lo anterior, no obstante, no implica reconocer que el análisis de Adorno se ha cerrado sobre sí mismo, y que las posibilidades de emancipación están definitivamente enterradas por la industria cultural. Su análisis descarnado, por el contrario, permite estudiar seriamente las posibilidades de transformar la dinámica de la sociedad actual y de la cultura, que con sus tendencias conducen más bien a la barbarie, sin ilusiones ni falsos acomodamientos.

En sus lecciones de Introducción a la sociología, después de haber explicado la forma como la totalidad social prefigura al individuo y de qué manera la industria cultural se pone al servicio de esta prefiguración, Adorno plantea que el conocimiento de la cosificación de la sociedad tampoco debería, por su lado, cosificarse tanto que resulte imposible pensar cualquier idea que se salga del ámbito de la cosificación; en este caso, se caería en un pensamiento mecanicista. Por lo tanto, habría que averiguar hasta qué punto los individuos piensan y actúan tal como han sido conformados por los mecanismos objetivos. Según Adorno, lo que parece que se produce es una dualidad.

Por un lado, los individuos son obedientes a los mecanismos de personalización, tal como son ejercidos por la industria de la cultura; pero, por otro lado, si uno escarba solo un poco… se percata de que los individuos saben, en realidad, que lo importante no pasa por la princesa Beatriz y la señora Soraya, o quien sea (Adorno, 2009b, p. 200).

Por eso es esencial a la sociología referirse a la relación del sistema con el individuo, e indagar, realmente, hasta dónde el primero puede determinar al segundo y cuáles son los mecanismos de resistencia que el segundo puede desarrollar.

Ese fue un tema en el que realmente no profundizó Adorno y que apenas dejó esbozado en su propia clave dialéctica. Y en este sentido enfatiza que, a pesar de haber sido el espíritu domado por la irracionalidad económica del sistema, es también él la posibilidad objetiva de superarla. Pero el espíritu se revoluciona hoy más lentamente que la base material del mundo, que habría justamente que transformar para facilitar el despliegue del espíritu. Lo que hace efectivamente la industria cultural es vaciar al sujeto de su dimensión crítica e incapacitarlo, en buena medida, para la transformación de sí mismo y de su mundo. Por eso, una de las formas de resistencia clave es aquella que se ejerce contra la industria cultural.

Por eso resulta perentorio nombrar por su nombre a la ideología actual que consiste en la duplicación de la vida a través de todos los sectores de la industria actual. Una vacunación de los hombres contra la idiotez aguda en la que desemboca toda película, todo programa de televisión, toda revista, sería ella misma un fragmento de praxis transformadora (Adorno, 2010, p. 426).8

¿Cómo operar esa vacunación? Adorno recurre aquí a la idea de formación cultural, una idea surgida del seno mismo del liberalismo burgués, con todos los vicios de este pero con un pequeño potencial para dicha vacunación. De hecho, de lo que se trata la formación cultural es de la disposición de los hombres para formas más elevadas de cultura, para despertar su sensibilidad y potenciar sus posibilidades de experiencia genuina. La formación cultural ha sido una de las damnificadas en la era de la industria cultural, donde ha sido deformada a pseudoformación al servicio de una pseudocultura, en la cual las formas de sensibilidad han sido reducidas a estereotipos de reacción frente a los productos culturales, y la experiencia amputada. Ser culto significa estar informado, poseer o tener acceso a los bienes culturales, y la pseudoformación dispone esta información y legitima a la industria cultural como reguladora del acceso a la cultura.

Sin embargo, la posibilidad de escapar al embrujo de la industria cultural no tiene otra posibilidad que la formación misma, obligada a ponerse al nivel de su propio concepto.

Yo diría… que la figura en la que hoy se concreta la emancipación, que no podemos dar sin más por supuesta, dado que más bien habría que conseguirla en todos, y verdaderamente en todos, los puntos de nuestra vida, consiste (como concreción real, pues, de la emancipación) en que las personas que creen necesario caminar en ese sentido (los privilegiados del espíritu) influyan del modo más enérgico para que la educación sea una educación para la contradicción y la resistencia (Adorno, 1998, p. 125).

Adorno aquí, fiel a su idea del privilegio de la experiencia, piensa en la influencia de profesores individuales y ciertas prácticas concretas. Adorno da un ejemplo al decir que cuando se presenta a los estudiantes una película comercial el profesor puede ayudar a evidenciar, con una discusión crítica, sus mecanismos tendientes a la perpetuación de la dominación mediante el engaño. Lo que sugiere con ello son algunos intentos de despertar en los hombres, sobre todo en los estudiantes, la conciencia de que siempre son engañados y que existen mecanismos sociales con la función de mantener a los hombres en su minoría de edad, para fortalecer así su heteronomía frente a la vida. “Que todos lleguemos a ser conscientes de estos nexos es cosa que podría ser, tal vez, alcanzada en el sentido de una crítica inmanente, porque ninguna democracia normal puede oponerse explícitamente a una ilustración de este tipo” (Adorno, 1998, p. 125).

Pero Adorno sabe que la fuerza de esta estrategia es cada vez más limitada, dado precisamente la importancia que para la preservación del orden existente tienen las estructuras escolares. Incluso, para esta posibilidad de ejercicios individuales de los profesores con sus estudiantes, en el sentido de hacerlos conscientes de los mecanismos que los mantienen en la minoría de edad, se necesita un clima propicio en la institución, que no vea en estas unas prácticas inicuas y subversivas. Eso requiere, desde luego, de una dialéctica que incluya la posibilidad de transformación de las propias políticas institucionales. Adorno no abordó de manera directa, en su instrumental teórico, el problema de la educación. Pero una prueba de la importancia que le daba al asunto es la compilación de conferencias y alocuciones radiales que realizó en la década de los sesenta sobre el tema. Allí, enuncia un concepto que estaría en la base de su análisis, pero que ha tenido poca acogida por las teorías posteriores de la educación: él quería pensar una educación después de Auschwitz. En esta idea, Adorno advertía que los procesos educativos de la modernidad han estado vinculados con el proceso de reproducción de la sociedad y la cultura, que hicieron posibles los acontecimientos catastróficos de Auschwitz y todos los campos de concentración implementados por los nazis. Como señala Zamora (2009), en un excelente ensayo sobre el tratamiento de Adorno a la educación en las conferencias radiales ya mencionadas:

Educar después de esa catástrofe exige una crítica radical de la propia praxis educativa y de la reflexión teórica sobre la misma. Ya no es posible seguir practicando como evidentes las típicas acciones educativas orientadas por aquella idea de autonomía del sujeto racional y emancipado que le ha venido sirviendo de justificación en el proyecto de la modernidad. Es necesario atender a la imbricación de las instituciones y prácticas pedagógicas con las estructuras sociales que impiden la emancipación (p. 21).

En este contexto, educar implica una reflexión profunda, de todos los que participan en el proceso, sobre los mecanismos de coacción que se imponen cotidianamente y de forma casi imperceptible, naturalizada. La educación crítica tendría la función de romper la ilusión de que es posible una vida lograda en una sociedad que se sostiene gracias a los antagonismos y la represión. De nuevo Zamora (2009) es una voz que ilustra sobre este respecto:

Educación sería la tarea de ayudar a cuestionar esa función, la coacción social y la dominación, a negar la reducción de los individuos a categorías económicas, a desenterrar y formular, por medio de un trabajo crítico negativo, los propios intereses y necesidades, en los que poder reconocerse como fines en sí, evitando la falsa apariencia de una supuesta autonomía que todavía está por realizar (p. 45).

Tal vez, en este aspecto, sería posible y productivo intentar un diálogo con algunas corrientes de pensamiento surgidas en este otro lado del océano, especialmente las de la educación popular, por ejemplo, con la Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire (2008), que saca los procesos de formación de los ámbitos institucionales y de la industria cultural.

Desde una lógica marxista, Freire asegura que, en sociedades cuya dinámica estructural conduce a la dominación de las conciencias, “la pedagogía dominante es la pedagogía de las clases dominantes”.

En esas sociedades, gobernadas por intereses de grupos, clases y naciones dominantes, “la educación como práctica de la libertad” postula necesariamente una “pedagogía del oprimido”. No pedagogía para él, sino de él. Los caminos de la liberación son los del mismo oprimido que se libera: él no es cosa que se rescata sino sujeto que se debe autoconfigurar responsablemente (Fiori, 2008, s. p.).

Así como Adorno dice que nadie puede formar a otro, Freire asegura que nadie puede liberar a nadie. Pero más allá de Adorno, Freire asegura también que nadie puede liberarse por sí solo. Esto deja apenas una alternativa: la liberación es un proceso que construimos con los otros. En la educación popular nos formamos con los otros, en un proceso permanentemente dialógico que apunta, desde el principio, a la emancipación del individuo en el colectivo. Tal como señala Zamora, con respecto a la educación crítica, la educación popular, que se fundamenta en la pedagogía del oprimido de Freire, tiene entre sus propósitos la transformación del proyecto educativo de la actual sociedad, y no solo en el ámbito escolar, sino en todos los espacios de la vida colectiva. Por eso se asume como un proyecto promover un movimiento pedagógico de sentido crítico y transformador (Fiori, 2008).

Si algo identifica a la educación popular, es el hecho de que construye sus prácticas desde la oposición y resistencia a aquellos procesos culturales en los cuales se gesta la dominación en los diferentes espacios de socialización. Así, la educación popular no solo es una educación para la emancipación, sino que es ella misma una práctica de libertad.

En este sentido, podemos afirmar que la educación popular construye los gérmenes de rebeldía, haciéndose consciente de que ella por sí sola no cambia el mundo, ya que necesita de la acción de muchos otros procesos para lograr esa transformación, pero también ella se hace consciente de que si la educación no cambia en una perspectiva transformadora, el mundo no va a cambiar (Mejía, 2009, s. p.).

Por eso los escenarios de la educación popular son múltiples y se relacionan con aquellos espacios donde se gestan procesos de resistencia y transformación: la escuela, la universidad, el barrio, los movimientos sociales, los movimientos culturales, étnicos, etc. Allí hay conciencia de que cambian las personas que hacen presencia en estos espacios, como resultado de la educación popular, en la medida en que cambian su actitud y su accionar en los procesos a los que se articulan. En ese mismo sentido, los ámbitos en los que se produce y circula la cultura se vuelven múltiples también.9

El proyecto educativo que agita a la educación popular tiene como perspectiva fundante la transformación del mundo, en un proceso dialéctico, con la construcción de nuevas subjetividades individuales y colectivas. Una de las ventajas que tendríamos que señalar en la educación popular, compartida con procesos de comunicación popular y de investigación social inspirada en la Investigación Acción Participativa (IAP), 10 es que trata, desde el principio, de eliminar la diferenciación entre los trabajadores del espíritu, los formadores y aquellos empeñados en la praxis que garantiza la subsistencia. El propósito fundamental sería devolverles a los trabajadores corporales la posibilidad de desplegar la actividad del espíritu, en una perspectiva crítica de las condiciones de opresión que por siempre han tenido que soportar. Al mismo tiempo, les devuelve el contacto a los trabajadores profesionales del espíritu con el ámbito de la subsistencia, sin someterlos a él. De esta manera, se avanza un poco en la reparación de la vieja injusticia que sostiene la cultura.




Notas


1 Según Iván Duque y Felipe Buitrago (2013), esta se define como “el conjunto de actividades que de manera encadenada permiten que las ideas se transformen en bienes y servicios culturales, cuyo valor está determinado por su contenido de propiedad intelectual. El universo naranja está compuesto por: 1) la Economía Cultural y las Industrias Creativas, en cuya intersección se encuentran las Industrias Culturales Convencionales, y 2) las áreas de soporte para la creatividad” (s. d.).

2 De hecho, Rey reconoce el origen del concepto de Industria Cultural en el libro ya mencionado de Horkheimer y Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Pero en su evocación, el concepto ha sido despojado ya de toda dimensión crítica. Según él, en el momento en que los dos autores de la teoría crítica utilizaron el concepto de industrias culturales (así las nombra Rey, no Industria Cultural como inicialmente la abordó Adorno para dar cuenta de la conversión de la cultura en una esfera más de la economía, plenamente industrializada), ya vislumbraban a la cultura como uno de los campos más dinámicos de la economía. “Desde la mitad del siglo pasado, en que escribieron los dos filósofos hasta nuestros días, las industrias culturales se han fortalecido y expandido, han sofisticado su producción, han incorporado creativamente las tecnologías y han encontrado circuitos globales de distribución de sus productos. A todo ello lo han acompañado procesos de consumo y de apropiación cultural que han convertido sus realizaciones en parte fundamental de la economía y la cultura globales” (Rey, 2009, p. 61).

3 Un ejemplo reciente es el ensayo de Yúdice (2011).

4 A propósito de la relación del pensamiento de Adorno sobre la industria cultural y el fenómeno de la cultura de masas, se sugiere el texto de Javier del Rey (2004).

5 También podríamos hablar hoy de la producción en serie de los reality show y los concursos musicales, que se producen en los países desarrollados y son importados por las cadenas televisivas nacionales, estandarizando con ello unas pautas de comportamiento producidas industrialmente.

6 En este sentido, es interesante la metáfora que hace José Saramago del mundo como un gran centro comercial en su novela La Caverna (2010). Más interesante aún resulta el análisis que hace George Ritzer de lo que él llama nuevos medios de consumo, en oposición a lo que Marx llamaba medios de producción. Ritzer (2000) propone como modelo para el análisis de estos nuevos centros de consumo al universo Disney. La clave del éxito de Disney es la creación de un escenario predecible, controlado y autosuficiente, al mismo tiempo que simula la emergencia en él de la sorpresa y el prodigio gracias a la escenificación de un mundo alternativo, en donde no caben los elementos sórdidos que caracterizan la vida en su exterior. Según Ritzer, todos los nuevos centros comerciales han seguido el modelo Disney. Configuran un universo autosuficiente y blindado contra la miseria y fealdad del mundo exterior. Lo interesante es que allí se diluyen los límites entre el entretenimiento y la compra, pues el consumo se convierte en una vivencia, en una experiencia extrema. La misma elección de las mercancías llega a ser considerada como esparcimiento. Por eso, el propio acto de comprar pierde su carácter comercial y se convierte en parte del entretenimiento

7 A propósito de este debate, véase el ensayo de Muñoz (2011).

8 En esto Adorno sigue siendo fiel a su concepción de una dialéctica negativa, que renuncia a construir una imagen del futuro con una sociedad emancipada. “Puede que no sepamos lo que sea el hombre y lo que sea una correcta configuración de los asuntos humanos, pero lo que no debe ser y qué configuración de los asuntos humanos es falsa, lo sabemos bien, y únicamente en este saber determinado y concreto, se nos abre lo otro, lo positivo” (Adorno, 2010, p. 428).

9 A propósito de Freire y la educación popular, puede consultarse a Muñoz y Villa (2017). Véase también Delgado (2011).

10 La IAP es una estrategia metodológica diseñada por el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, en la cual la investigación social tiene como propósito la resolución de problemas concretos de las comunidades, en función de transformar su entorno y su realidad. El diseño y la ejecución de estas investigaciones involucra, en todos los momentos, a los miembros de las comunidades, en igualdad de condiciones que el equipo académico que lo acompaña. Todo ello con el fin de reconocer un saber propio de las comunidades que, aunque no es académico, está fundado en la experiencia práctica y es igual de legítimo que el saber académico. Además, pretende romper la distancia entre los intelectuales y las masas, tan bien cultivada por los académicos tradicionales. Según Fabricio Balcázar (2003), “desde el punto de vista ideológico, la IAP representa creencias sobre el papel del científico social en disminuir la injusticia en la sociedad, promover la participación de los miembros de comunidades en la búsqueda de soluciones a sus propios problemas y ayudar a los miembros de las comunidades a incrementar el grado de control que ellos tienen sobre aspectos relevantes en sus vidas (incremento de poder o empoderamiento). La IAP genera conciencia sociopolítica entre los participantes en el proceso —incluyendo tanto a los investigadores como a los miembros del grupo o comunidad—. Finalmente, la IAP provee un contexto concreto para involucrar a los miembros de una comunidad o grupo en el proceso de investigación en una forma no tradicional, como agentes de cambio y no como objetos de estudio”. Véase también Colmenares (2012). Aplicada esta perspectiva de construcción del saber al ámbito latinoamericano, puede consultarse s Flores, Montoya y Suárez (2009).


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