ARTÍCULO

doi: 10.24142/raju.v13n27a3

 

DESCENTRALIZACIÓN EN BOLIVIA Y URUGUAY. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA DE LA GOBERNANZA

 

DECENTRALIZATION IN BOLIVIA AND URUGUAY. AN APPROXIMATION FROM THE GOVERNANCE THEORY

 

 

 

Iván Mauricio Sánchez Díaz Licenciatura en Ciencia Política, Universidad de la República, (Uruguay). Politólogo (asesor gubernamental en descentralización) Programa Uruguay Integra - Oficina de Planeamiento y Presupuesto de la República. Docente del Instituto Cuesta Duarte PIT-CNT (Movimiento Sindical Uruguayo) y Magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina, Universidad de la República. Doctorando en Ciencia Política, Universidad de la República (investigando la temática relaciones inetrgubernamentales). Correo electrónico: sanchez.82@gmail.com.

 

Recibido: 20 de septiembre de 2017
Aceptado: 20 de enero de 2018
Publicado el : 31 de diciembre de 2018

 


Resumen

Desde las teorías políticas, sociológicas, jurídicas y sociales se ha intentado responder a la pregunta: ¿en qué medida el Estado y la sociedad, y la relación entre ambos, en un nuevo contexto político y de desarrollo, influye en los procesos de descentralización? Con el fin de comprender el paso de la centralización a la descentralización, como modelo de gobernanza que terminó favoreciendo los gobiernos de izquierda de América Latina, durante los primeros años del siglo xxi, imponiendo la “gobernanza radical” y profundizando la democracia, lo que dio como resultado el autoritarismo, como mecanismo de las élites para contrarrestar dichos hechos.

Palabras clave: América Latina, gobiernos de izquierda, modelo de desarrollo, descentralización, gobernanza radical.


Abstract

From the political, sociological, legal and social theories, an attempt has been made to answer the question: to what extent does the State and society, and the relationship between the two, in a new political and development context, influence the decentralization processes? In order to understand the transition from centralization to decentralization, as a model of governance that favored the leftist governments of Latin America during the first years of the 21st century, imposing “radical governance” and deepening democracy, which It resulted in authoritarianism, as a mechanism of the elites to counteract such facts.

Key words: Latin America, Left Governments, Development Model, Decentralization, Radical Governance.


1. Introducción
2. Marco teórico
3. Bolivia: colonización y refundaciones del Estado. Sociedad fuerte y Estado débil
4. El modelo nacional-revolucionario (1952-1980)
5. Neoliberalismo, democracia pactada y movimientos sociales
6. El mas: una izquierda refundacionista nacida en la sociedad
7. Asamblea Constituyente: demanda indígena y mayoría indígena
8. Descentralización y autonomías en la ncpe y en la legislación
9. Justicia indígena: expresión de la autodeterminación indígena
10. Uruguay: de la colonización débil y tardía a la izquierda reformista
11. El Uruguay pastoril y caudillesco (1830-1870)
12. La modernización rural y urbana (1876-1930)
13. El neobatllismo (1930-1945)
14. Democracia, neoliberalismo y ascenso del progresismo en Uruguay (1985-2005)
15. Ascenso del progresismo y nuevo modelo de desarrollo
Conclusiones

Referencias

 

 

 

1. Introducción

En los primeros tres lustros del nuevo siglo, América Latina vivió una ola de gobiernos de izquierda (Pereira, 2011), que no solo implicó cambios en preferencias electorales del continente, sino también pretensiones de implementar un nuevo modelo de desarrollo (García y Peirano, 2011; Diniz, 2008 y Boschi y Gaitán 2009). Como todo modelo de desarrollo esto implica cambios en los pactos distributivos, en las relaciones de poder entre grupos sociales, en el contenido de las agendas públicas y en el tipo de Estado. El nuevo modelo apuntaría a un Estado presente en lo económico y social, con virtudes del esquema weberiano y del gerencial; una sociedad activa y asociada respecto a posibilidades y derechos y con enraizamiento recíproco (Abal, 2010 y García y Nosetto, 2006). Para que el Estado se adapte a intereses y potencialidades de la sociedad, y la sociedad se apodere del Estado, la descentralización sería clave. Nos interesa ensayar sobre la descentralización política en la América del Sur neodesarrollista, desde la combinación entre regionalización de América Latina y el paradigma de la gobernanza.

 

La pregunta central es: ¿en qué medida el tipo Estado y, sociedad, y la relación entre ambos, en un nuevo contexto político y de desarrollo, influye en los procesos de descentralización? Nuestra conjetura es que en países de Estados débiles y sociedades civiles territorialmente fuertes la descentralización es impulsada por la sociedad civil, esto implica otra distribución territorial del poder; en países de Estados fuertes y sociedades civiles territorialmente débiles los procesos descentralizadores son impulsados desde el Estado, y no implican otra distribución territorial del poder político. Hemos seleccionado Bolivia y Uruguay, por sus matrices societales distintas. Bolivia: país andino, de modernización tardía, Estado débil, partidos no institucionalizados (Mainwering y Scully, 1995) y sociedad civil territorialmente fuerte (García, 2005). Uruguay: país conosureño, de modernización temprana, Estado y partidos fuertes, y sociedad civil territorialmente débil (Mainwering y Scully, 1995 y Caetano, Pérez y Rilla, 1988). Esperamos observar mayor descentralización en Bolivia, al existir mayor demanda y apropiación del proceso desde la sociedad civil, mientras que en Uruguay el proceso es iniciado y controlado institucionalmente desde el nivel central.

El trabajo se estructura en cuatro apartados: 1) Marco teórico, 2) Análisis de caso de Bolivia, 3) Análisis de caso de Uruguay y 4) Conclusiones.

2. Marco teórico

Centralización y descentralización encuentran sentido cuando están insertas en proyectos políticos, sociales e ideológicos concretos (Ternavieso, 1989; Boisier, 2004). La centralización se refiere a un diseño político-administrativo en el que el poder institucional se concentra en ese único punto, y se ejerce en forma piramidal, y los niveles subnacionales implementan políticas diseñadas en el centro con racionalidad homogénea orientada a objetivos nacionales (Montecinos, 2007). La descentralización es un proceso de reforma de Estado o de política pública en el que se transfieren responsabilidades, recursos y autoridad, desde mayores hacia menores niveles de gobierno. Para Veneziano (2009), centralización y descentralización son formas que asume un Estado para desarrollar sus fines y funciones, y propone analizar desde un continuo, en el que la descentralización es directamente proporcional a la facultad transferida desde un órgano central a otro descentralizado, e inversamente proporcional al control del primero sobre el segundo. Para Oszlak y Serafinoff (2011) son las formas como se sostienen tres pactos sociales fundamentales: de gobernabilidad (reglas del juego político), funcional (distribución social del trabajo) y redistributivo (generación y distribución de riqueza). En la centralización el Estado, desde un centro, asigna y controla elementos para esos pactos; y en la descentralización los niveles subnacionales —y en extremo la sociedad— asignan y distribuyen esos elementos. Así nos podemos encontrar con diferentes estadios:

• Desconcentración: relación del centro y un órgano subordinado sin personería jurídica, a través de una transferencia limitada y controlada de poder dentro de un sector institucional.
• Descentralización administrativa: se transfieren poderes de gestión pero no se rompe el vínculo jerárquico; el órgano descentralizado actúa con poder propio y autonomía funcional, pero no tiene patrimonio propio.
• Descentralización fiscal: que refiere al conjunto de políticas diseñadas para aumentar los ingresos fiscales de los gobiernos subnacionales, y puede asumir diferentes formas: aumento de las transferencias desde el gobierno central, creación de nuevos impuestos territoriales o delegación de la autoridad fiscal.
• Descentralización autonómica: es una transferencia a un órgano descentralizado que tiene personería jurídica propia, patrimonio propio, autonomía funcional. Se asocia a la posibilidad de producir autoridades con legitimidad popular en el ámbito descentralizado, con la misma fuente de legitimidad que el órgano centralizado.

Durante el modelo oligárquico (1870-1930) y el desarrollista (1930-1980) en América Latina, predominó un tipo de Estado centralizado y una forma de gobernar jerárquica, en la que las políticas se implementaban en cascada hacia instancias periféricas (Arocena, 1995). Las actividades económicas y redistributivas debían estar centralizadas para asegurar el equilibrio oferta-demanda, y no incentivar fugas hacia zonas de menor presión tributaria (Ternavieso, 1989). La centralización sometía a los gobiernos subnacionales a un control sobre competencias y recursos, y aquellos solo tenían funciones residuales o subsidiarias, además de no contar con la “capacidad técnica” del nivel central (Arocena, 1995). Dejar en los ámbitos periféricos el desempeño de cada región significaba reproducir una variación regional en estándares de acceso y calidad de servicios (Franco, 1996 y Veneziano, 2009).

Con la doble transición del desarrollismo al neoliberalismo y del autoritarismo a la democracia (Linz y Stepan, 1996), la descentralización tuvo un consenso inicial, pero con objetivos distintos (De Mattos, 1989 y Coraggio, 1990). Para la democracia, la descentralización significaba participación ciudadana interrumpida por las dictaduras, favorable a la lucha popular mediante el involucramiento de los colectivos en cuestiones públicas (Coraggio, 1990). Para la economía, significaba desligar a los gobiernos nacionales de los compromisos sociales, para que los asuma la sociedad o el mercado, sin contrapartidas económicas ni políticas del estado central (Boisier, 2004 y Coraggio, 1990). La segunda corriente predominó y la descentralización fue más funcional a la eficiencia económica que a la democratización (De Mattos, 1990 y Magri, 2001).

Con las crisis del modelo estado-céntrico (keynesianismo, desarrollismo, socialismo) y del modelo socio-céntrico (neoliberalismo), nacería el paradigma de la gobernanza, cuyo optimismo está puesto en una virtuosa relación entre buen Estado y buena sociedad. La sociedad no toma un rol pasivo, como en el modelo estado-céntrico, ni el Estado es ausente, como en el modelo socio-céntrico (Veneziano, 2009). Refiere a un Estado autónomo pero no aislado; eficiente, inteligente, dinámico pero no depredador.

No rígido y jerárquico, sino enraizado en sus problemáticas, como un actor más dentro de diversos centros de poder, creando formas de articulación y participación, sumando esfuerzos con el capital económico y social existente (Cunill, 1995 y Evans, 1996). Respecto a la sociedad, parte de que las políticas se implementan sobre actores sociales e institucionales, que arman un campo de fuerza, por tanto su inclusión en el diseño y ejecución es fundamental. Sostiene que la participación ciudadana es el éxito de una política, porque permite identificar el qué y el cómo, y sirve de contralor y evaluación (Licha, 2002). La participación ciudadana, clave para la propuesta, control y evaluación desde la ciudadanía, depende mucho de la existencia de organizaciones sociales propositivas y fiscalizadoras (Licha, 2002). Desde el punto de vista del enraizamiento Estado-Sociedad, la descentralización, difícilmente, demuestra éxitos si esta sociedad es débil y pasiva y, por tanto, hay mayor posibilidad de éxitos cuando hay voluntad política por descentralizar y capital social que demande y se apropie de la descentralización (Veneziano, 2009 y Andrioli, Florit, Piedracueva, Rapetti y Suárez, 2012).

La emergencia de este paradigma coincide con el ascenso de las izquierdas en América Latina, y podemos encontrar vínculos teóricos entre ambos. Primero, los gobiernos locales de izquierda (Porto Alegre, Montevideo) desarrollaron formas de “gobernanza radical”, combinando presencia fuerte del sector público y protagonismo ciudadano, como por ejemplo los presupuestos participativos (Chávez, 2008). Segundo, el compromiso de la nueva izquierda con la profundización democrática, observándose la centralidad del Estado y de la sociedad civil y sus articulaciones en un concepto amplio de política y de lo público. Emerge en las agendas de la nueva izquierda la articulación entre democracia participativa-representativa, como las asambleas constituyentes (Chávez, 2008). Tercero, el vínculo gobernanza y el nuevo modelo de desarrollo productivo con inclusión social. Lo productivo implica presencia de empresas públicas, predominio de la economía real, mercado interno, articulación pymes y grandes empresas. La inclusión social implica determinación por parte del Estado, por distribuir la riqueza y reducir la pobreza y la desigualdad. Un Estado fortalecido e impulsor de un proyecto colectivo, regulador y redistributivo de bienes públicos estratégicos y abierto a la articulación con la sociedad; una sociedad organizada, fiscalizadora y comprometida (García, 2011).

Respecto a la relación gobernanza y nuevo modelo de desarrollo, señalamos que el segundo significa ampliación y protagonismo del sector público en un contexto posfordista y de democratización, exigiendo flexibilidad para responder a numerosas y diversas demandas por bienes y servicios, y mayor democratización del Estado. Esto se traduce en gobernanza participativa de redes donde confluyen y se necesitan el Estado a nivel central y sub-nacional, y organizaciones sociales y comerciales de distinto tipo. Se entiende que el modelo necesita descentralización funcional y territorial, a través de las cuales los cargos de conducción y contralor pueden ser electos por colectivos tradicionales y de la sociedad civil (Narbondo, 2013). Por otro lado, la descentralización en la gobernanza implica un mecanismo de distribución del poder, ya que necesitaría políticas de participación y de recursos a gobiernos subnacionales y locales. La descentralización, en el nuevo modelo de desarrollo, en conjunción con otras políticas públicas, puede alcanzar los objetivos de distribución del ingreso y equidad social y regional, profundización democrática, con la participación activa de la sociedad civil, y acercamiento entre los representantes y la ciudadanía. La descentralización, como parte de una reforma de Estado democratizante, depende de la capacidad para incorporar innovación e iniciativas del “capital social” (Veneziano, 2009).

América Latina es única y diversa, inclusive en aspectos estructurales como el tipo de Estado, de sociedad y de relacionamiento entre ambos (De Sierra, 2008), lo que complejiza y enriquece el análisis de los procesos desde la gobernanza. La unicidad del continente se observa en el predominio de idiomas ibéricos (castellano y portugués), del catolicismo como religión, la presencia de población originaria y afrodescendiente —con relativa excepción en el Cono Sur—, de sistemas excluyentes por parte de minorías blancas y la dependencia de las economías. La diversidad latinoamericana se observa, primero, en la regionalización del continente. En la zona andina de Centroamérica y el Caribe, la presencia mayoritaria o importante de población originaria, durante la colonización, y actualmente, se desarrolla y mantiene sociedades excluyentes, con control de una minoría blanca, europea primero y criolla después. En el Cono Sur, por ejemplo, la población originaria no tuvo esa importancia y la colonización fue más tardía, y se constituyeron sociedades menos fragmentadas, con predominio de inmigrantes europeos y la temprana instauración de relaciones asalariadas, organización de trabajadores y clases medias. Por otro lado, la diversidad está en la diferencia idiomática con Brasil y el predominio del idioma portugués, ya que el resto del continente es hispanoparlante.

El ascenso de gobiernos de izquierda en la región puede ser visto como unicidad en tanto fenómeno regional inédito, mientras la diversidad la podemos observar en los tipos de izquierdas gobernantes. Lanzaro (2009) y Roberts (2008) refieren a izquierdas socialdemócratas e izquierdas populistas, señalando que las primeras se basan en partidos y tienen raíces en sistemas partidarios institucionalizados y democracias sólidas, mientras las segundas se basan en movimientos y nacen en sistemas partidarios débiles y democracias colapsadas por reformas neoliberales. Las primeras serían Brasil, Chile y Uruguay, y las segundas Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina.

Garretón (2006) y Panizza (2009), que abordan la temática desde el actor que genera el cambio, apunta a un tipo de izquierda que propone la reconstrucción de la nación, la sociedad y las relaciones entre Estado y sociedad desde los partidos, como en Chile y Uruguay, desde liderazgos, como Venezuela, y desde movimientos sociales, como en Bolivia. Se clasifica las izquierdas desde las lógicas de representación: la partidista, la societalista y la personalista. La partidista, dominante en Brasil, Chile y Uruguay, concibe a parlamentos y partidos como privilegiados de la representación política, y acentúa la diferenciación entre actores políticos y sociales, y la autonomía de representantes respecto a representados. En la lógica societalista, dominante en Bolivia y Ecuador, la sociedad civil se concibe como el locus privilegiado de la democracia; la voluntad general solo puede formarse genuinamente desde la participación de actores sociales, y los representantes tienen autonomía limitada respecto a los representados. La lógica personalista, dominante en Venezuela y Argentina, privilegia el liderazgo personal como forma de representación. El líder personifica las demandas del pueblo, la voz de los silenciados.

Pereira (2011) categoriza entre izquierdas renovadoras y refundadoras. Las primeras muestran mayor trayectoria institucional, más integración al sistema político, más aceptación de las instituciones de la democracia liberal, y una crítica moderada al neoliberalismo. Las segundas muestran menor nivel de institucionalización y de integración al sistema político, y mayor crítica a la democracia liberal y al neoliberalismo. Proponen refundar el Estado, superando más radicalmente el statu quo vigente. Entre las primeras ubica a Brasil, Uruguay, Chile y, posiblemente, Argentina y Paraguay; y entre las segundas a Bolivia, Ecuador y Venezuela.

Para nuestro ensayo, entendemos útiles estas clasificaciones, ya que incluyen rasgos estructurales del tipo de sociedad, de Estado, y del relacionamiento entre ambos, y el tipo de transformación y los actores que conducen los mismos.

 

3. Bolivia: colonización y refundaciones del Estado. Sociedad fuerte y Estado débil

El modelo oligárquico (1825 -1952)

Los sistemas occidentales impondrían en la región andina una división racial del trabajo: los blancos confinados al salario, comercio y administración, y los indígenas a la servidumbre (Mignolo, 2007 y Quijano, 2000). El predominio demográfico indígena no se traduciría en jerarquías sociales, transformándose en la “clase de la rebeldía” (Dunkerley, 2003).

Desde su nacimiento, y hasta avanzado el siglo xx, Bolivia vivió amenazas externas e internas que configurarían una sociedad fuerte y un Estado débil. Las externas refieren países vecinos que intentaron absorber a Bolivia. Las internas fueron el territorio disgregado entre montañas, con una minoría criolla en capitales departamentales y una mayoritaria diversidad indígena en lo rural (Mesa, 2012). Las regiones gravitarían hacia el Pacífico, el Amazonas y el Río de la Plata, agudizando las presiones externas (Mesa, 2012). La primera constitución (1825) abolió ayuntamientos y cabildos, y empoderó a Intendentes de Policía designados centralmente. La democracia era reservada a hombres, blancos y ricos (Barragán y Roca, 2005), con la idea de instaurar un orden ante el peligro de disgregación producido por dichas tensiones (Zuazo, 2012). La percepción excluyente, respecto a lo indígena, se justificaba en una “incapacidad” de asumir la idea moderna de gobierno y de nación. Desde el inicio el Estado se atrincheraría contra el universo indígena, tratando de eliminar sus formas de organización (Roca, 2005 y García, 2008).

Con la derrota ante Chile, en la Guerra del Pacifico (1879), las élites bolivianas perdieron legitimidad y crearon partidos para mantener el poder: el Liberal de La Paz (norte) y el Conservador de Sucre (sur). Estos no alterarían la jerarquía social, y la verdadera dualidad sería entre quienes gobernaban y quienes no (Gamarra y Malloy, 1996). Nacería el debate unitarismo-federalismo, y en 1899 se da la Guerra Federal entre el sur y el norte. La victoria sería para La Paz, apoyada por la masa indígena, pero la élite paceña traicionaría el Pacto Federal, y los indígenas fueron reprimidos. La Paz sería la nueva capital, continuando con el centralismo, y la cuestión indígena se introduciría en debates nacionales (Mesa 2012; Zuazo, 2012 y Romero, 2008).

 

4. El modelo nacional-revolucionario (1952-1980)

La Guerra del Chaco (1932-1935) y la Gran Depresión (de los treinta) socavarían la débil modernización boliviana, movilizando a sectores medios y bajo. Nacería el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y la Central Obrera de Bolivia (COB). El mnr sería el partido que representaría al descontento generalizado, apoyándose en una dualidad entre nación (clase media, obreros y campesinos) y antinación (élites económicas y capital extranjero). El mnr obtendría el triunfo electoral en 1951, generando la reacción militar conservadora. El ejército oficial fue derrotado en 1952 por una revolución popular, y Paz Estenssoro tomaría la presidencia. La revuelta social fue el motor del cambio social.

La revolución inspirada en la idea de nación impuso un modelo totalizador (Gamboa, 2001): universalización del sufragio, reforma agraria, reforma educativa, nacionalización y estatización de la explotación minera. La necesidad de refundar un Estado exigía centralismo y homogeneidad cultural, e invisibilizar la diversidad étnica. La uniformidad demandaba unidad territorial, cultural y política, y la centralización fue favorecida: partido hegemónico, presidencialismo y supresión de autonomías subnacionales (Rodríguez, 2012). La identidad reconocida sería la sindical y mestiza (García, 2008). Irrumpiría en este modelo la proyección agroindustrial de Santa Cruz, con la sustitución de importaciones de bienes de consumo (arroz, azúcar y gasolina). El mnr abrió las válvulas para impulsar el desarrollo cruceño, pero se apropió de sus rentas y clausuró todo intento autonomista (Rodríguez, 2012).

Ante la crisis del modelo, la élite cruceña creó el Comité Cívico Pro Santa Cruz para comenzar a reivindicar su autonomía, y también nacería la corriente indianista katarista como reivindicacion indígena (Albó, 2008). Se gesta el Manifiesto de Tiwanaku, discurso y práctica indígena de lucha antioccidental y anticapitalista (Salazar, 2013). En la década de los ochenta, por impulso katarista, surge en la Central Obrera Boliviana (COB) la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), y se funda la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), representando a los indígenas del oriente (Salazar, 2013).

 

5. Neoliberalismo, democracia pactada y movimientos sociales

El neoliberalismo boliviano (1985-2005) se sostuvo en una democracia pactada entre partidos (Alenda, 2004); se implementó desde un sistema presidencialista y tecnocrático (Gamarra y Malloy, 1996) y el no reconocimiento de otras formas de representación (Oporto, 1990). La descentralización fue una disputa entre dos concepciones: la de las élites regionales, defensoras de la autonomía para controlar sus recursos, y la de los movimientos sociales, defensores de una democracia real y participativa (Oporto, 1990). Los comités cívicos no fueron reprimidos como sí los movimientos sociales (Del Campo, 2007), y el proceso aprobado expresaba estas relaciones de poder: Ley de Participación Popular (LPP) y Ley de Descentralización Administrativa (LDA) de 1994. La lpp formalizó 311 municipios, con el supuesto de conjugar descentralización-participación para la democracia local; la elección de alcaldes y concejales se permitiría solo por partidos, transferencia de responsabilidades y recursos y planificación participativa, para formular planes de desarrollo municipal. La lda buscó descentralizar, hacia el nivel departamental, otorgando recursos y responsabilidades a prefecturas, aunque los prefectos continuaron siendo designados por el presidente y los consejos departamentales consulta y fiscalización nombrados por los municipios (Del Campo, 2007 y Montero, 2009).

La crisis neoliberal llevaría a la crisis de representación de los partidos. El despido masivo de obreros-campesinos (mineros) debilitó la identidad sindical y fortaleció la identidad indígena. Los movimientos sociales radicalizaron sus posturas, dualizando entre política institucional (gobierno, parlamento, partidos) y la política de las calles (bloqueos y paros) (Mayorga, 2008a). En aquel contexto nació la Coordinadora de Productores de Coca, liderada por Evo Morales (Natanson, 2009). Los cocaleros enfrentarían a militares dándose la llamada “guerra de la coca” (Escárzaga, 2004). El estallido mayor sería en el año 2003, cuando se pretendía profundizar la privatización y extranjerización del gas natural dándose la Guerra del Gas, y cuando la empresa Aguas del Illimani aumentó la tarifas de agua, generándose la Guerra del Agua (Natanson, 2009). Respecto a la descentralización implementada, estos movimientos fueron críticos. Entendían que la descentralización solapaba la idea de clase por la de etnia, que los límites municipales dividían las comunidades étnicas significando una amenaza para los pueblos originarios, que las tareas del Estado eran transferidas a las comunidades sin recursos suficientes y así los pobres administrarían su pobreza (Natanson, 2009 y Ströbele, 1999).

La crisis política llevó a la renuncia de presidentes y a que la Corte Suprema convocase a elecciones de Asamblea Constituyente y Referéndum por autonomías departamentales, y a laudar las principales reivindicaciones del conflicto: autonomía regional para controlar utilidades y refundación del Estado para el reconocimiento y autodeterminación a la mayoría indígena (Chávez, 2008). La colisión entre autonomías sería la principal disputa nacional; los cambios sociales se darían desde una sociedad fuerte y ciertos niveles de violencia.

 

6. El mas: una izquierda refundacionista nacida en la sociedad

En el 2005 gana el mas y asume Evo Morales —primer presidente indígena de Bolivia—, con un programa refundacionista: Asamblea Constituyente (AC) que incluyese a los indígenas en un nuevo pacto, nacionalización de los hidrocarburos y defensa de la producción de coca (Natanson, 2009). La clase históricamente subsumida tendría la responsabilidad de gobernar y responder a demandas claramente constituidas (Albó, 2008). El gobierno del mas representa el primer momento histórico boliviano en el que el movimiento indígena asume el rol de gobierno (Salazar, 2013). El mas es una izquierda que nace desde movimientos étnico-clasistas. Desde 1985, la izquierda partidaria buscó controlar los movimientos sociales; sin embargo, perdió credibilidad al alinearse con las políticas neoliberales, lo que fue aprovechado por dirigentes de la izquierda social. Liberados de presiones partidarias, los movimientos fundaron el mas en 1995, conquistando primero municipios, luego escaños parlamentarios y, finalmente, la presidencia (Archondo, 2007). Así, los límites entre gobierno y movimientos serían tenues. Las principales medidas de gobierno coincidieron con las bases programáticas del movimiento social: nacionalización de hidrocarburos, Asamblea Constituyente y autonomías de naciones y pueblos indígenas.

 

7. Asamblea Constituyente: demanda indígena y mayoría indígena

El gobierno del mas aprobó de inmediato la elección de representantes a la ac y el referéndum vinculante sobre autonomías departamentales, convocatorias que aumentarían la tensión entre los bloques: el occidente empobrecido y expectante y el oriente rico y resentido por las promesas presidenciales (Del Campo, 2007). La ac, como propuesta, nace en la marcha indígena de 1990 con el argumento central de que se requería un cambio para consolidar y profundizar la democracia, mediante la reparación a la exclusión histórica de los pueblos indígenas (Gamboa, 2010 y Del Campo 2007). En la votación para la ac, el mas obtuvo 137 miembros en 255 (mayoría en Chuquisaca, Cochabamba, Oruro, Potosí y La Paz), el podemos obtuvo 60 miembros (mayoría en Pando, Beni y Santa Cruz), y los 58 restantes pertenecían a fuerzas minoritarias (Mayorga, 2008a). Respecto al referéndum autonómico vinculante fue victoria el no con un 57,59 % mayoritario en feudos del mas (Chuquisaca, Cochabamba, Oruro, Potosí y La Paz); frente al 42,41 % del sí (mayoría en Tarija, Beni, Pando y Santa Cruz) (Del Campo, 2007).

En 2007, la ac recibe las propuestas de sus comisiones con consenso, todas excepto sobre el tipo de Estado. La Comisión de Descentralización y Autonomía llevó dos propuestas: la que pretendía privilegiar los derechos de los pueblos indígenas y la que jerarquizaba la autonomía de los departamentos. En diciembre del 2007 se aprueba la nueva constitución en el seno de la ac, pero con acuerdos muy frágiles. Esto llevó a estallidos y represión que obligaron a que la ac sesionase en un recinto militar, a la que no concurrieron asambleístas de la oposición, como gesto de desacuerdo. El oficialismo dio curso acelerado a la aprobación, y la oposición acusó el acto como la constitución del mas (Peñaranda, 2009 y Mayorga, 2008a). Los departamentos del oriente iniciaron la búsqueda unilateral de autonomía, elaborando estatutos autonómicos, ratificándolos en referéndum y amparados en el triunfo del “sí” del 2006. En el 2008, el mas cedería poder de legislativo a departamentos y pueblos indígenas, y el nivel central prevalecería sobre autonomías con igual jerarquía. En enero del 2009 se realizó el referendo, y el sí ganó con el 61,4 %, y se aprobó la Nueva Constitución Política del Estado (NCPE). En 2009, con las elecciones presidenciales, se realizó el referéndum por las autonomías en cinco departamentos que en el 2006 habían votado no en el referéndum autonómico vinculante. El gobierno se apropió de la bandera autonómica e hizo campaña a favor del sí, y los nueve departamentos entrarían al régimen de autonomías.

 

8. Descentralización y autonomías en la NCPE y en la legislación

El Estado boliviano adquiriría once características, entre ellas plurinacional, comunitario, descentralizado y con autonomías. Las dos primeras reconocen el universo indígena y la tercera es producto de negociaciones (Chávez, 2008). Descentralizado y con autonomías se refiere a la organización territorial del Estado. La diferencia entre autonomía y descentralización es que autonomía implica elección directa de autoridades, administración de recursos económicos y ejercicio de facultades legislativa, reglamentaria, fiscalizadora y ejecutiva; y descentralización implica una graduación menor en la trasferencia de poder, una relación jerárquica entre unidades territoriales (Centro de Documentación e Información de Bolivia, 2009). En el caso de las entidades autónomas se le transfieren parte de todos los poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) para que los administren en una determinada jurisdicción, con alcances constitucionales definidos. En el caso de las entidades descentralizadas el Estado transfiere funciones y recursos a otras entidades, pero mantiene el mando en cuanto a decisiones (Centro de Documentación e Información de Bolivia, 2009).

La NCPE organiza territorialmente el país en nivel central, departamentos, provincias, municipios y Territorios Indígena Originario Campesinos (TIOC). La NCPE reconoce la existencia precolonial de los pueblos indígenas originarios y el dominio ancestral de sus territorios, y define cuatro tipos de autonomías: departamental, regional, municipal y de tioc. Los departamentos y los tioc no tienen relación de subordinación entre ellos, como sí los municipios y las regiones para con aquellas. La distribución competencial entre niveles de gobierno es la siguiente: las competencias intransferibles del nivel central, que son la macro-económica, soberanía nacional y orden interno; el nivel autónomo departamental que legisla y ejecuta sobre estatutos autonómicos departamentales y desarrollo económico; el nivel autónomo municipal que legisla y ejecuta sobre desarrollo social y urbano; el nivel autónomo regional que legisla y ejecuta en el territorio de la región, solo sobre las competencias conferidas por el departamento y los municipios que lo integran y pueden comprender el desarrollo económico, social y urbano; la autonomía indígena originaria campesina, que se refiere a la capacidad de gobernarse a sí misma sin la intervención de otros niveles, con completa soberanía sobre los asuntos internos que le atañen y su condición política, económica y sociocultural (Centro de Documentación e Información de Bolivia, 2009).

La ley 031 de Autonomías y Descentralización del 2010 regula finalidad, funciones y ejercicio del sistema de autonomías. Respecto a la finalidad, específica que:

El régimen de autonomías tiene como fin distribuir las funciones político- administrativas del Estado de manera equilibrada y sostenible en el territorio, para la efectiva participación de las ciudadanas y ciudadanos en la toma de decisiones, la profundización de la democracia y la satisfacción de las necesidades colectivas y del desarrollo socioeconómico integral.

Con relación a las funciones, las autonomías tienen las siguientes: la autonomía indígena debe impulsar el desarrollo de las nipoc y de sus territorios; la autonomía departamental debe impulsar el desarrollo económico, productivo y social en su jurisdicción; la autonomía municipal debe impulsar el desarrollo económico local y urbano a través de servicios públicos, y coadyuvar al desarrollo rural; y la autonomía regional promover el desarrollo económico y social en su jurisdicción, mediante la reglamentación de las políticas departamentales. Por último, respecto a las formas de ejercicio de las autonomías, la ley deja en claro que es un régimen de descentralización política real. Indica que la autonomía se ejerce a través de la libre elección de autoridades por parte de la ciudadanía; potestad de crear y administrar tributos; y la facultad legislativa, determinando políticas y estrategias del gobierno autónomo y la planificación, programación y ejecución de su gestión política, administrativa, técnica, económica, financiera, cultural y social.

 

9. Justicia indígena: expresión de la autodeterminación indígena

La NPCE contempla dos formas de justicia con similar rango constitucional: tradicional e indígena originaria campesina (Justicia Indígena Originaria Campesina (JIOC). La diferencia principal se encuentra en que la primera se ejerce por el Tribunal Supremo y los Tribunales Departamentales de Justicia; para ello se requiere de especialistas para interpretar normas y elaborar procedimientos (Bazurco y Exeni, 2012), mientras la JIOC se ejerce por sus propias autoridades a nivel de NIPOC y bajo principios, valores, normas y procedimientos propios, sin necesidad de un saber especializado. El derecho positivo occidental está vinculado al poder estatal, en tanto que el derecho en la JIOC está vinculado a la sociedad, a sistemas de creencias y valores de la sociedad precolonial (Stavenhagen, 1990).

 

10. Uruguay: de la colonización débil y tardía a la izquierda reformista

El Cono Sur es la región más moderna de América Latina, y varios son los factores explicativos, uno de ellos es el bajo peso demográfico de la población indígena (Quijano, 2000). Es una región que logró industrializarse; en ella se instauraron tempranamente estados benefactores y los partidos políticos serían los actores políticos centrales. Así, en la región se redujo el peso de las oligarquía por la consolidación de una economía urbana, grupos asalariados de mayor ingreso promedio, clases medias; y en definitiva sociedades más inclusivas material y políticamente (De Sierra, 2008).

 

11. El Uruguay pastoril y caudillesco (1830-1870)

La colonización europea en Uruguay fue débil por tardía. La zona fue considerada sin ningún provecho por carecer de metales preciosos y de numerosa población indígena. El interés fue posterior, y debido a su pradera para la ganadería, como frontera por el conflicto Portugal-España, y como como bahía de gran calado (Reyes, Burschera y Melogno, 1968). Desde la independencia en 1828 hasta 1870, Uruguay se dividiría en un país formal y un país real. El país formal era el de la constitución: ciudadanía política limitada a hombres, propietarios y blancos; excluida la representación a caudillos y partidos por ser considerados “agitadores populares” (Geymonat y Sánchez, 1986). Un esquema político-administrativo centralizado y unitario (Gros y Arteaga, 1991), en el que el nivel departamental correspondía a jefes políticos y juntas económico administrativas; los primeros designados centralmente con función de orden interno, y las segundas colegiadas con funciones de promoción. No trascendían lo que hoy son las sociedades fomento (Siazaro, 2009 y Peralta, 2009). El país real era el pastoril y caudillesco; el pastoril se refiere a la abundancia de ganado en una tierra despoblada y transitable, lo que provocó una débil fijación de personas a la tierra, débiles límites de la propiedad y fácil acceso a la alimentación y al caballo (Rama, 1987; Caetano y Rilla, 2001); y el caudillesco con verdaderos centros de poder de caudillos nacionales y sus líderes territoriales (Geymonat y Sánchez, 1986).

Con la Guerra Grande (1839-1851) surgen los partidos Colorado (unitario) y Blanco (federal). En lo económico, la guerra redujo el número de ganado, en lo político demandó un Estado presente, naciendo la supremacía de la política (Caetano y Rilla, 2001). Los partidos surgirían como hechos sociales antes que hechos jurídicos (Pelúas, 2000) y serían referencia para lealtades y agentes de integración (Solari, 1991). Los colorados comenzaron a identificarse con Montevideo, el gobierno y el comercio urbano, y los blancos con el interior del país, la oposición y los sectores rurales (Pareja, 1989 y Pelúas, 2000).

 

12. La modernización rural y urbana (1876-1930)

La paz, 1852-1870, permitió un aluvión de nuevos dueños de la tierra, lo que debilitó la élite rural. Los estancieros se dividieron en caudillos vinculados a la política y empresarios vinculados a la explotación ovina (Caetano y Rilla, 2001). La Revolución de las Lanzas (1870-1872) entre blancos y colorados produjo una nueva pérdida de ganado (Millot y Bertino, 1996), y su fin implicó cederle las jefaturas políticas a los blancos —al controlar la policía controlaban los resultados electorales en sus departamentos y se aseguraban la coparticipación— (Pelúas, 2000); además, posibilitó que los estancieros-empresarios se nuclearan como Asociación Rural (ARU), comenzando a exigir la modernización rural (Caetano y Rilla, 2001), que se iniciaría vía militar (1876-1880). Se consolidó la propiedad de la tierra y del ganado (Millot y Bertino, 1996) y se dio comienzo al disciplinamiento cultural, mediante una reforma educativa centralizada y homogeneizante (Bralich, 1989).

Señalar los legados del siglo XIX uruguayo es clave en este trabajo por las siguientes razones: 1) No se estableció la constelación de empresarios, iglesia y militares; 2) Ello exigió una temprana presencia del Estado en la formación de la sociedad y generó una temprana tradición intervencionista y 3) Centralidad de los partidos como agentes para intermediar demandas de una sociedad débil hacia un Estado fuerte (Caetano y Rilla, 2001). En 1900 Uruguay fue un país que presumía de su pequeñez territorial, sin accidentes geográficos; con una población blanca y sin una férrea estratificación social, que lo hacían pensarse como excepción en un continente de países extensos y estamentales (Real de Azúa, 1984).

A finales del siglo XIX Uruguay viviría una crisis económica que lo obligó a tomar medidas populares para validar la modernización. Así nacería la modernización urbana y democratizante, conocida como batllismo (1903-1930), que buscó un proyecto de país que se anticipase a los conflictos vividos en Europa (Caetano y Rilla, 2001). El Estado jugó un rol importante para evitar la radicalización. Se modelaría una sociedad consociativa y de hegemonía estatal (Panizza, 1990) que mostraría luego gran potencial amortiguador (Real, 1984). Se desplegaron la función empresarial del Estado (nacionalización de la emisión de moneda, del mercado hipotecario y de seguros, y la estatización de servicios portuarios), la función reguladora (frigorífico nacional y estatización de energía eléctrica) y la función social (legislación laboral, la expansión de la enseñanza, la salud pública, la seguridad social) (Filgueira, Garcé, Ramos y Yaffé, 2003). En lo político, finalizarían las luchas civiles y nacería la poliarquía. La constitución de 1918 introdujo el sufragio universal masculino, la representación proporcional y la elección directa del presidente. El abandono de las armas por las urnas significó pasar del reparto territorial al reparto burocrático (Solari, 1991), y la competencia electoral desplegaría el clientelismo sistemático como legítimo (Rama, 1987).

 

13. El neobatllismo (1930-1945)

En 1933, un golpe de Estado introdujo algunas reorientaciones. La función más relevante fue la interventora, luego la social y por último la productiva; además de la regulación cambiaria y de comercio exterior en defensa del mercado y la industria nacional y la constitucionalización de los avances sociales (Filgueira et al., 2003). La imitación del modelo batllista iniciaría en 1943 con cuatro presidencias de colorados-batllistas, que gobernaron en un periodo democrático y de crecimiento económico. El modelo neobatllista se sostendría en un pacto redistributivo, coparticipación de los partidos y sistemático clientelismo político (Filgueira et al., 2003). Estos años fueron un decenio glorioso por el crecimiento económico, la industrialización sustitutiva y el funcionamiento de las instituciones democráticas y de integración social (Caetano y Rilla, 2001). Se crean los Consejos de Salarios y el tipo de cambio diferencial, para transferir rentas desde el sector agroexportador al industrial (Bertino, Tajam y Yaffé, 2001). En cuanto a la centralización-descentralización, la primera continuó en predominio. La hiperintegración se oponía a todo conflicto y divergencia, significaba minimizar toda diferencia, inclusive la territorial. La idea era exaltar una nación cohesionada y “feliz” (Rama, 1987).

Entre 1956-1973 se desataría, gradualmente, una crisis estructural (Cateano y Rilla, 2001): inflación, rotación de partidos en el poder, guerrilla urbana, unificación del movimiento sindical, aprobación de una constitución autoritaria, nacimiento del Frente Amplio (FA) y fin del bipartidismo y autoritarismo (1973-1984). La constitución mostraba una fuerte tendencia hacia la centralización, con el fortalecimiento de la figura del presidente. La descentralización política-territorial solo modificó su forma de gobierno; los ejecutivos departamentales pasarían a ser un intendente departamental y se mantendría la junta departamental como contralor.

 

14. Democracia, neoliberalismo y ascenso del progresismo en Uruguay (1985-2005)

El neoliberalismo en Uruguay (1985-2005) fue implementado por gobiernos de coalición de colorados y blancos. Al inicio, el objetivo era la estabilización macroeconómica (Olesker, 2001). Entre 1990-1994 se profundizaría el neoliberalismo, con la desregulación de mercados laboral, externo, monetario y cambiario, buscando favorecer la apertura comercial y la privatización de empresas públicas (Antia, 2001a ; Olesker 2001). El fa, el movimiento sindical y otras organizaciones, lograron, vía plebiscito, mantener en la órbita estatal las principales empresas públicas. En 1996 se aprueba la última reforma constitucional con novedades para la dualidad centralización- descentralización. Como avances descentralizadores se destaca: la separación de elecciones nacionales (presidente y parlamento) y departamentales (intendentes y ediles departamentales), la obligación de formular políticas de descentralización para el desarrollo, la constitucionalización del Congreso de Intendentes, la posibilidad de celebrar convenios con el gobierno nacional, la creación de la Comisión Sectorial de Descentralización integrada por la presidencia, los ministerios vinculados al desarrollo y al Congreso de Intendentes, la posibilidad de que los gobiernos departamentales celebren convenios entre sí y con el gobierno central, y la creación del Fondo de Desarrollo del Interior (FDI) para el desarrollo departamental, exceptuando Montevideo (Veneziano, 1999).

Se trataría de una descentralización conservadora nacida a nivel central y no demandada por actores subnacionales ni de la sociedad civil, que otorgó nuevas responsabilidades a lo subnacional pero manteniendo el poder político en el nivel nacional (Veneziano, 1999). Se ha denominado descentralización sin municipalización, porque los niveles subnacionales vieron avances en su autonomía en recursos producidos y destino del presupuesto nacional, pero no la participación en diseño de políticas (Laurnaga, 2001).

La descentralización fue concebida desde una visión eficientista, como instrumento de crecimiento económico (Veneziano, 1999 y Magri, 2001). Se constitucionalizó una descentralización neoliberal que ya funcionaba en los hechos con el retiro del gobierno central, que fue cubriéndose con gobiernos departamentales sin contrapartidas (Laurnaga y Guerrini, 1994 y Arocena, 1992).

 

15. Ascenso del progresismo y nuevo modelo de desarrollo

El FA asume el gobierno en el 2005, para lo que sus dirigentes evitaron declaraciones radicales, lo que fue visto como el triunfo del proyecto electoral sobre el proyecto político (Chávez, 2008). El progresismo, fundado por escisiones partidarias de colorados y blancos, y partidos socialista, comunista y demócrata-cristiano, llegaría al poder luego de una trayectoria de institucionalización y moderación, “catchallaización” e incremento electoral, detentando la Intendencia de Montevideo desde 1990 (Natanson, 2009). El programa del FA se estructuró en: Uruguay social, que se refería a la necesidad de revertir la situación pobreza y desigualdad sin la cual no se valdría un crecimiento económico; Uruguay productivo, reanimar el potencial productivo mediante la diversificación, recalificación laboral y competitividad internacional; Uruguay innovador, mejoras tecnológicas y generación de valor agregado; Uruguay democrático, con un Estado que permitiese la articulación público-privada para una economía productiva y una ciudadanía activa; la descentralización se veía como clave para reducir desigualdades territoriales; y Uruguay integrado, haciendo alusión a la soberanía y especialización productiva.

Las políticas plasmadas desde estos ejes no implicaron cambios constitucionales, y las prioridades fueron Uruguay social y Uruguay productivo (Chávez, 2008 y Midaglia y Antía, 2007). Respecto al Uruguay democrático se promovería la construcción de un nuevo Estado, basado en el respeto a los derechos ciudadanos, al combate a la corrupción y la creación de espacios descentralizados y de participación (Chávez, 2008). Las políticas en este sentido comenzaron en la segunda mitad del periodo de gobierno (2008) con la llamada Transformación Democrática del Estado (TDE), que pretendía un Estado cercano, moderno, igualitario y solidario (Oficina de Planeamiento y Presupuesto, 2008). La descentralización política territorial se inscribiría en esta tde, lo principal fue la creación de los municipios mediante la ley 18567 de descentralización política y participación ciudadana.

Para introducirnos en el análisis de dicho proceso de descentralización política, repasamos aspectos estructurales del Estado y la sociedad en Uruguay, y el relacionamiento entre ambos, que explican el alcance de dicho proceso. Un Estado unitario, centralizado (Arocena, 2008) y con un sistema político-administrativo de dos niveles de gobierno, el nacional y el departamental. Una sociedad construida en función de ese Estado, estructurada sectorialmente y corporativamente (sindicatos, empresarios, cooperativistas, sociedades fomentos, etc.) y no desde lo territorial (Chávez, 2004b y Veneziano, 2005). Desde la relación Estado-sociedad predomina la partidocracia (Veneziano, 2005), de la que no escapa el FA y que explica el tipo de izquierda que llegó al poder: progresista, que privilegia lo institucional sobre lo social (Yaffé, 2005 y Panizza, 2009). La descentralización no inició desde la sociedad civil ni desde niveles subnacionales de gobierno, sino desde la presidencia, el núcleo más centralista. El presidente Vázquez comenzó a finales del 2007 el proceso tendiente a concretar la creación de autoridades locales, elaborando un anteproyecto de ley que fue emitido a los partidos políticos, al parlamento y al Congreso de Intendentes (Oficina de Planeamiento y Presupuesto, 2008), buscando repetir la experiencia descentralizadora y participativa de Montevideo (Magri, 2010). La principal idea era sustituir las autoridades locales (ediles y secretarios de juntas locales) sin legitimidad popular y dependientes de autoridades departamentales, por autoridades municipales electivas y cuya cercanía permitiese la participación ciudadana (Rubio, 2008).

La iniciativa se plasmaría en la ley 18567 de descentralización política y participación ciudadana, que entró a regir desde febrero del 2010. La descentralización política del 2010 se implementaría en bajo una constitución autoritaria y centralista, diseñada para una situación de ingobernabilidad y funcional al modelo neoliberal. Si bien supuso un avance democrático, no significó cambios en la distribución competencial de los niveles de gobierno, sino una paulatina sustitución de las juntas locales por municipios sin personería jurídica y sin autonomía económica (Magri, 2010). Para conocer la intensidad de la descentralización analizaremos aspectos legales que impulsan y que frenan a la misma. La ley 18567 se compone de ocho capítulos. El I se refiere a principios generales; el II a materias departamental y municipal, el III a la integración de los gobiernos municipales, el IV a los principios orientadores y aspectos jurídico-administrativos, el V al control ciudadano y político, el VI a los recursos, el VII a las disposiciones especiales y el VIII a las disposiciones transitorias. Nos detendremos en el análisis de los capítulos I, II, III y V.

En el capítulo I se resalta la preservación de la unidad departamental territorial y política, y la gradualidad en la transferencia de atribuciones jurídicas y económicas hacia los municipios, como principios generales. Se privilegia la descentralización nacional sobre la departamental, priorizando la unidad y cohesión del segundo nivel de gobierno al pretender evitar la sobremunicipalización, como amenaza de la gobernabilidad departamental y productora de desigualdades socioterritoriales (Oroño, 2010a y Veneziano, 2012). Se deja explícito que quien fija criterios y tiempos para avanzar en la descentralización no es el nivel local, sino los niveles superiores (Oroño, 2010a).

El capítulo II especifica atribuciones y cometidos municipales. La ley prevé que los municipios continúen con funciones elementales o primarias de las intendencias departamentales en las localidades (espacios y alumbrado público, calles y caminos, higiene urbana, necrópolis, etc.). La materia municipal también está construida por cometidos que los niveles superiores de gobierno le asignen; asuntos que puedan concretarse entre más de un municipio con autorización del o los intendentes. Los municipios pueden asumir tareas casi de imposición.

En el capítulo III observamos el principal elemento descentralizador de la ley, que tiene que ver con la elección directa del gobierno local. El tercer nivel de gobierno pasa a ser de carácter electivo con la legitimidad que ello implica. Vemos, en simultáneo, un elemento centralizador con la habilitación solo a partidos, excluyendo otras formas comunitarias o sociales de representación (Oroño 2010b), y con la elección bloqueada y cerrada junto a la elección departamental, permitiéndose solo el voto cruzado intrapartidario. Esto podría generar el efecto arrastre de las elecciones departamentales sobre las municipales y, consecuentemente, la doble lealtad de alcaldes y concejales a líderes departamentales y a la ciudadanía municipal (Cardarello, Abrahan, Freigedo y Vairo, 2010).

La reducida autonomía se ve con mayor claridad en los capítulos V y VI referidos a los controles y a cursos económicos y humanos. El control político muestra la subordinación respecto al nivel departamental. Si bien los concejales municipales asumen ese rol, el control político es mayormente ejercido desde las respectivas intendencias y juntas departamentales. El intendente debe vigilar los recursos públicos y constatar la correcta implementación de políticas departamentales en los municipios, ya que a su vez es una institucionalidad también bajo contralor político (Oroño, 2010). Respecto a la junta departamental, el artículo 18 es contundente: “La Junta Departamental tendrá sobre los Municipios los mismos controles que ejerce sobre la Intendencia Departamental”. Los municipios se conciben como parte del ejecutivo departamental y no como otro nivel de gobierno (Oroño, 2010).

En el capítulo VI, referido a recursos de los municipios, se observa mayor centralización y dependencia. El artículo 19 es categórico, los municipios no tendrán financiación propia, se financiarán con fondos del gobierno departamental y del gobierno nacional. En el artículo 20 se indica que: “El Gobierno Departamental proveerá los recursos humanos y materiales necesarios a los Municipios, a los efectos de que estos puedan cumplir con sus atribuciones, en el marco del presupuesto quinquenal y las modificaciones presupuestales aprobadas por la Junta Departamental”. La ley no establece un presupuesto expreso para municipios, sino que sus gastos deben estar en el presupuesto departamental (Reyes, 2010). En concreto, los municipios uruguayos no cuentan con autonomía jurídica y económica, y los recursos económicos y jurídicos de los municipios son asignaciones externas que los coloca en situación de subordinación y frena la autonomía real. Ambos puntos cardinales muestran que el gobierno central no deja de ser predatorio de los recursos generados localmente.

Ante el dilema de otorgar poder total o mínimo al nivel departamental, se optó por una tendencia hacia lo primero (Oroño, 2010b). Primó el imperativo de mantener la unidad y gobernabilidad de cada departamento, justificado desde lo político y lo social. Desde lo político se evitó no fracturar la gobernabilidad de los departamentos, lo que se podía generar mediante autonomías que los fragmentaran como unidad jurisdiccional, sobre la que recaen políticas departamentales y nacionales; y se buscó evitar que la figura del intendente se transformara en algo meramente formal (Oroño, 2010b). Desde lo social se evitó generar obstáculos para las políticas redistributivas, diseñadas desde una perspectiva global de la actividad estatal, y evitar la profundización de desigualdades entre zonas ricas y adelantadas, y otras pobres y atrasadas (Oroño, 2010b). Se buscó saldar esta contradicción mediante una trasferencia mínima de recursos a los municipios, dándole institucionalidad progresiva y que no fuese una experiencia frustrada (Oroño, 2010b). Se otorga electividad pero no autonomía económica y jurídica al tercer nivel de gobierno.

El principal avance ha sido el carácter electivo de las autoridades locales (Veneziano, 2012 y Magri, 2010) y el cambio en la lógica de gobernar lo local, desde la demanda hacia la lógica de gobierno (Oroño, 2010a). Estos cambios no fueron acompañados con autonomía jurídica y económica. De esta tensión, entre factores descentralizadores y centralizadores, resultó una “autonomía relativa”. Los municipios uruguayos cuentan con la máxima legitimidad que implica el voto popular en la elección de sus gobernantes, pero sin personería jurídica y sin recursos propios, por lo que han sido señalados como órganos no descentralizados, sino desconcentrados electivos de las respectivas intendencias departamentales (Veneziano, 2012).

Por ello, se llama a reflexionar sobre qué significa descentralización en Uruguay y cómo altera (o no) la distribución del poder (Magri, 2010). En esta etapa inicial los municipios uruguayos son gobiernos de segundo orden, sin poder de decisión sobre las funciones de redistribución y regulación, y se remiten a roles de supervisión y administración de lo decidido en ámbitos superiores (Magri, 2010). El resultado final confirmaría la limitante que Goldfrank (2007) observaba en estos procesos liderados por izquierdas moderadas. En su campaña electoral, Vázquez mencionó la experiencia del FA en el gobierno de Montevideo desde 1990, como ejemplo a seguir; sin embargo, desde el gobierno nacional implementó políticas participativas corporativo-tradicionales, abandonando la descentralización sustantiva, clave para una democracia profunda (Goldfrank, 2007).

 

16. Conclusiones

En este trabajo hemos tratado de mostrar la capacidad analítica que brinda la fusión entre teoría de la gobernanza y regionalización de Latinoamérica, para analizar los procesos de descentralización reciente en el continente. La gobernanza tiene optimismo en la cooperación Estado y sociedad civil; su tesis central es que a una buena sociedad (formada, informada, asociada y movilizada) le corresponde un buen Estado (presente, flexible, transparente, enraizado y eficiente), y viceversa. Respecto a la regionalización de América Latina se propone lo siguiente: Cono Sur (Uruguay, Argentina, Chile y sur de Paraguay), Brasil, Región Andina (Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela), América Central y el Caribe, y México. Desde esa fusión, hemos realizado un análisis comparativo de los procesos de descentralización política en Bolivia y Uruguay.

Bolivia es un país de la región andina, de temprana instalación del sistema colonial, y de una población indígena históricamente mayoritaria. País con diferencias geográficas sustanciales y una sociedad civil territorialmente fuerte, encarnada en élites económicas regionales y el movimiento indígena, ambas con sólida organización como para apropiarse de procesos descentralizadores. Es un caso de partidos y Estado débil, históricamente incapaces de cohesionar la población. Una sociedad civil territorialmente fuerte y un Estado débil y partidos débiles ha provocado que los principales cambios sociales de Bolivia no fuesen sin violencia, y en los cuales la descentralización político-territorial formó parte de las principales disputas históricas. El gobierno del MAS se ubica como izquierda refundacionista, nacida y sostenida en la sociedad civil y cuya principal base social es el movimiento indígena. Este gobierno ha cambiado la constitución mediante una Asamblea Constituyente, en cuyo proceso no se evitó el patrón histórico boliviano, el de que los cambios no se dan sin un mínimo de violencia. El proceso descentralizador instrumentado desde el primer gobierno de Morales no se puede entender sino enmarcado en ese proyecto refundacionista.

En este proceso descentralizador, los principales cambios han sido el carácter electivo de los prefectos y la desaparición de cantones como unidades territoriales micros, la minimización de provincias (meso) y la creación de Autonomías de Naciones y Pueblos Indígenas Originarios Campesinos (NPIOC), que encuentra su radical expresión en la auto-administración de justicia. Esto tiene una característica muy importante, porque las autonomías indígenas en América han estado referidas a las minorías, pero en Bolivia los indígenas son mayoría, lo que cambia por completo su papel político. Por tanto, concluimos que esa “sociedad fuerte”, que se promueve desde la teoría de la gobernanza, en el caso boliviano, se encuentra principalmente en la movilización indígena, el cual ha creado el MAS como su instrumento político para llegar al gobierno, y desde el cual ha implementado una reforma constitucional que atiende a su histórica demanda de autodeterminación. Por tanto, la demanda y apropiación por una descentralización político territorial, desde la sociedad civil, explica el alcance de un proceso descentralizador que alteró la distribución del poder.

Uruguay es un país del Cono Sur, destacado por sus niveles de modernización, por su minoritaria población indígena originaria, por el temprano despliegue de estados interventores y benefactores y la centralidad de los partidos políticos. Es un país de colonización tardía, sin una estamentalización social marcada. Es un país pequeño, homogéneo geográficamente y predominantemente blanco, lo que no motivó resistencias a una temprana expansión de un Estado altamente centralizado y constructor de sociedad. La temprana expansión del Estado, más el rol central de los partidos políticos, produjeron una sociedad con altos niveles de desarrollo e integración que minimizó las diferencias sociales y territoriales, organizada desde lo sectorial y débil en lo territorial. Esa matriz social fue en la que surgió la izquierda hoy gobernante. El FA se funda por un conglomerado de partidos de izquierda en un contexto de crisis social y política, producida por el agotamiento del modelo desarrollista, y se fue institucionalizando y moderando, desvinculándose de sus bases sociales, y apostando a un proyecto nacional de coalición de clases.

Los gobiernos del FA son ubicados como izquierdas continuistas, con otros que no han realizado reformas constitucionales ni alterado la estructura social. El progresismo ha promovido la descentralización político-territorial desde el propio gobierno, sin la demanda de la sociedad civil ni niveles subnacionales de gobierno, y cuyo diseño final fue un acuerdo entre partidos. Esto explica la debilidad del proceso descentralizador. Dicha descentralización se basó en la creación de los municipios como tercer nivel de gobierno y no alteró el esquema político-administrativo previo, ni la distribución de competencias de los niveles de gobierno. La municipalización uruguaya trata de un proceso de sustitución gradual de las juntas locales por municipios, cuyo rasgo diferencial es el carácter electivo de sus autoridades, pero al igual que aquellas mantienen dependencia económica y jurídica con gobiernos departamentales, lo que ha llevado a relativizar si estamos efectivamente ante una descentralización política territorial.

Consideramos que el análisis de ambos casos constata, a priori, nuestras hipótesis, y que el trabajo colabora al cúmulo de conocimiento sobre la descentralización en América Latina, particularmente problematizado desde un paradigma que contempla aspectos institucionales y sociales. Sin embargo, consideramos que el análisis incluye solo a dos países, lo que no lo hace representativo de todo el continente y restringe la posibilidad de generalizar desde los resultados encontrados.

 

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