Artículos de investigación

doi: 10.24142/raju.v12n24a12

PARTICIPACIÓN POLÍTICA ¿INSTITUIDA O INSTITUYENTE? ELEMENTOS PARA LA REFLEXIÓN*

POLITICAL PARTICIPATION INSTITUTION OR INSTITUTION? ELEMENTS FOR REFLECTION

 

Eulalia Borja Bedoya Equipo Editorial Revista El Agora USB, Universidad de San Buenaventura, Medellín. Integrante del grupo de investigación Kavilando. Correo electrónico: eulalia.borjab@gmail.com
Daniela Barrera Machado Docente y Joven Investigadora Colciencias, Universidad de San Buenaventura, Medellín. Estudiante de Maestría en Psicología Social. Correo electrónico: daniela.barrera@usbmed.edu.co
Alfonso Insuasty Rodríguez Docente investigador de la Universidad de San Buenaventura, Medellín. Director del Grupo de Investigación GIDPAD. Correo electrónico: alfonso.insuasty@gmail.com; alfonso.insuasty@usbmed.edu.co

 

Recepción: 26 Mayo 2017

Aprobación: 26 Julio 2017

 


Resumen

La participación deviene como un proceso fundamental para construir un proyecto de sociedad digna y en paz. De allí la importancia de analizar el proceso de participación política instituida e instituyente, a la luz de sus dinámicas e implicaciones en términos de cultura política. Lo anterior, de cara a resaltar la necesidad de fortalecer la participación instituyente y de generar poder popular, con la posibilidad de incidencia en la agenda pública y en la generación de cambios estructurales en las sociedades.

Palabras clave: Participación instituida, participación instituyente, poder popular, agenda pública.


Abstract

Participation becomes a fundamental process to build a project of a society in dignity and peace. Hence the importance of analyzing the process of instituted and instituted political participation, in light of its dynamics and implications in terms of political culture. The above in order to highlight the need to strengthen institutional participation, and generate popular power with the possibility of having an impact on the public agenda, and the generation of structural changes in societies.

Keywords: Institutionalized participation, institutional participation, popular power, public agenda.


INTRODUCCIÓN
PARTICIPACIÓN INSTITUIDA
MOVIMIENTOS SOCIALES Y PARTICIPACIÓN INSTITUYENTE
ELEMENTOS PARA LA CONSTRUCCIÓN DE PARTICIPACIÓN INSTITUYENTE
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Notas
Referencias

 

INTRODUCCIÓN

En el imaginario, el concepto de participación política se ha visto reducido y limitado a su relación con la democracia, especialmente con la de tipo representativo; dado que —en apariencia— se ha erigido en un dispositivo para legitimar las decisiones tomadas por quienes detentan y focalizan el poder, lo que refuerza una visión de poder centralizado que desconoce el poder colectivo y que reduce el ejercicio de la ciudadanía a avalar las apuestas e intereses de unos cuantos grupos que poseen poder político, económico y mediático. Bajo esta perspectiva sobre la participación política se ha consolidado, entonces, el falso imaginario de que solo a través la democracia se genera la única ''posibilidad que tienen los ciudadanos de incidir en el curso de los acontecimientos políticos'' (Sabucedo, 1988, p. 165).

Ahora bien, según Kaase y Marsh (1979, citados por Sabucedo, 1988) existe, y se ha consolidado, la presencia de más y diversas formas de participación que superan y ''desbordan los cauces legales e institucionales'' (p. 165); esto nos obliga, entonces, a replantear y cuestionar las nociones o conceptos que hemos construido sobre la participación, sobre su influencia en la construcción de sujetos políticos y sobre los procesos participativos; especialmente en un contexto como el de Colombia, que transita —o pretende transitar— hacia un escenario de paz.

En la reflexión que aquí se expone pretendemos analizar el concepto de participación política, de cara a la construcción de procesos instituyentes, dando cuenta de su relación con la perspectiva instituida —estatal—; de tal forma que puedan brindarse algunos elementos para el reconocimiento de procesos organizativos, movimientos sociales y demás apuestas de poder popular no instituido, como prácticas necesarias de resignificación de lo político.

Como premisa esencial, comprendemos la participación como un proceso que implica el empoderamiento de los sujetos a través de diversos procesos sociales, políticos, de desarrollo y demás; donde los sujetos se asumen y reivindican como actores colectivos con incidencia en la vida pública de su entorno. Sin embargo, en la cotidianidad existen proyectos e intervenciones desplegadas por el Estado y sus operadores, que obturan dichos procesos, mediando las acciones y prácticas participativas que emergen de los sujetos y colectivos (Villa & Insuasty, 2015, p. 457); lo que hace necesario repensar y reformular esta noción de participación.

Un punto de partida para validar la participación que se gesta en los procesos organizativos y los movimientos sociales, en América Latina, es asumir el principio de diversidad. La diversidad, desde nuestra perspectiva, designa el reconocimiento de la diferencia, la territorialidad y autonomía de cada uno de los actores sociales que, a través de su acción participativa, inciden en la resignificación del ejercicio de lo público y lo político. Esto es esencial, pues como lo expone Quijano, el proceso de diferenciación ejercido durante la colonización de nuestro continente, que se sustentó en la idea de raza, fue una de las estrategias y marcos simbólicos empleados para legitimar la dominación.

La posterior constitución de Europa como nueva identidad después de América y la expansión del colonialismo europeo sobre el resto del mundo, llevaron a la elaboración de la perspectiva eurocéntrica de conocimiento y con ella a la elaboración teórica de la idea de raza como naturalización de esas relaciones coloniales de dominación entre europeos y no-europeos (Quijano, 2000, p. 203).

Esto dio lugar, según el autor, a la configuración de una tendencia a reproducir ideas y prácticas en relación con la noción de superioridad e inferioridad —dominados y dominantes—, en la que se distribuyeron ''los rangos, lugares y roles en la estructura de poder de la nueva sociedad. En otros términos, en el modo básico de clasificación social universal de la población mundial'' (Quijano, 2000, p. 23). Lo anterior trascendió la idea de que solo existe un control centralizado en la economía del mercado mundial, liderado por los países del centro, y logró consolidar un dominio colonial sobre cada una de las regiones y poblaciones, en el que se impone un cierto patrón de poder: ¿Qué implicó esto? Según Quijano (2000):

Para tales regiones y poblaciones, eso implicó un proceso de re-identificación histórica, pues desde Europa les fueron atribuidas nuevas identidades geoculturales. De ese modo, después de América y de Europa, fueron establecidas África, Asia y eventualmente Oceanía. En la producción de esas nuevas identidades, la colonialidad del nuevo patrón de poder fue, sin duda, una de las más activas determinaciones. Pero las formas y el nivel de desarrollo político y cultural, más específicamente intelectual, en cada caso, jugaron también un papel de primer plano. Sin esos factores, la categoría Oriente no habría sido elaborada como la única con la dignidad suficiente para ser el Otro, aunque por definición inferior, de Occidente, sin que alguna equivalente fuera acuñada para indios o negros. Pero esta misma omisión pone al descubierto que esos otros factores actuaron también dentro del patrón racista de clasificación social universal de la población mundial (p. 209).

Esto ha derivado en grandes problemas para asumir una consciencia política que trascienda una lógica colonizada —subordinada— frente al poder; la cual nos muestra como superiores a las instituciones estatales, los partidos políticos y demás entes oficiales; mientras que relega al resto de la sociedad a una función y rol pasivo en los procesos de construcción colectiva. Es allí en donde el paso al frente que han dado los actores sociales organizados, los movimientos sociales y demás, cobra gran valor y se convierte en referente para la superación de estas ideas-prácticas, pues se generan escenarios de disputa de intereses políticos, en los cuales los sujetos, los colectivos y sus apuestas no tienen una posición de inferioridad respecto a la posición de la institucionalidad, el Estado y demás.

 

PARTICIPACIÓN INSTITUIDA

Una de las categorías claves a entender en esta reflexión es la mirada de la participación desde la perspectiva de lo instituido, pues bajo esta mirada la participación de la ciudadanía es la base sobre la cual se sustentan —en apariencia— los procesos liderados por el Estado social y democrático de Derecho (Rodríguez-Arana, 2012). Sin embargo, bajo las relaciones de poder que se dan dentro de la estructura del Estado, las instancias de participación se han reducido ''separando al pueblo del ejercicio de las principales cualidades democráticas que aportan temple cívico y vida real al sistema'' (Rodríguez-Arana, 2012, p. 14).

Estos procesos de participación, minimizados, han creado una fuerte ruptura —crisis— en las relaciones Estado-Sociedad, y esto tiene lugar porque en lo real y concreto se evidencia que el Estado se erige en el aparato de acción política-económica del poder, que obedece a los intereses de los dirigentes de turno. Frente a esto, Rodríguez-Arana (2012) plantea que:

El Estado es lo que sus dirigentes en cada momento quieren que sea, ni más ni menos. Es decir, el Estado, al contrario de lo que pensaba Hegel, para quien era la suma perfección por encarnar el ideal ético en sí mismo, tiene pasiones, tiene tentaciones, porque está compuesto por seres humanos. Esta realidad se constata todos los días y en todos los países con solo abrir las páginas del periódico o asomarse a los telediarios con cierta frecuencia. Por eso, la reforma del Estado actual hace necesario colocar en el centro de la actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos, por sus aspiraciones, por sus expectativas, por sus problemas, por sus dificultades o por sus ilusiones. Sobre todo, porque el Estado se justifica para la protección, promoción y preservación de la dignidad del ser humano (p. 15).

Bajo este marco, el Estado no representa los intereses del pueblo, sino los de aquellos actores que gozan de poder político, gracias a su poder económico y mediático y que, por lo menos en nuestro contexto, se circunscriben a los intereses de una minoría. Gracias a ello, por ejemplo, las vías y mecanismos institucionales se han convertido en un medio privilegiado para instaurar un modelo neoliberal, que genera costos significativos para las grandes mayorías empobrecidas y marginadas de Latinoamérica. Así, nos encontramos en Colombia con una legislación que vela por la seguridad inversionista para las empresas, mientras descuida o relega temas de interés común que afectan la calidad de vida de la mayor parte de la población, sin que esta última cuente con una posibilidad real y contundente, desde lo instituido, para tomar o revertir estas decisiones.

En este punto reside una diferencia significativa entre la democracia representativa y la participativa, siendo la primera la que posee mayor hegemonía en la participación instituida del contexto colombiano. La democracia participativa designa mecanismos e instancias a través de las cuales los ciudadanos y las comunidades logran incidir en las estructuras y políticas del Estado; sin la necesidad de contar con una representación partidista, clientelista o gremial (Restrepo, 2001); lo que constituye una oportunidad para garantizar que la posición e interés del pueblo prevalezcan, pero también supone un reto importante, en tanto implica superar algunos de los lastres que cargamos en nuestra cultura política.

Haciendo un análisis sociohistórico es posible reconocer que algunos colombianos hemos tenido dificultades para comprender y ejercer el poder popular, debido a la herencia colonizadora que nos hace leer y actuar la realidad política en términos de la diada dominadores-dominados, y a la subyacente tendencia a conferir gran valor a los líderes y partidos políticos. Al respecto, Elsa Blair (1995) sostiene que:

En este proceso de constitución de la nacionalidad colombiana los referentes de identidad y de cohesión sociales, que permitieran integrar la sociedad colombiana a través de cierto sentido de pertenencia, de ciertos valores colectivos, de significaciones simbólicas compartidas en torno a la Nación, fueron subsumidos primero por la Iglesia y después por los partidos. Fuera de ese marco, no existieron canales socializadores que estructuraran la sociedad más allá, o en otro espacio, que el de la Iglesia (como comunidad cristiana) o el político partidista (ser liberales o conservadores) (p. 55).

En este marco histórico surge y se reproduce la tendencia a establecer relaciones en el plano político, desde maniqueísmos y sectarismos que ponen un importante obstáculo para alcanzar un ejercicio de democracia participativa y, más aún, para conseguir una participación instituyente; a pesar de ello, y tal como se evidenciará en acápites posteriores, algunas comunidades han conseguido generar procesos y construir poderes populares.

La democracia participativa y representativa difiere en términos de procedimiento, de contenido y de sujetos involucrados (Restrepo, 2001). A nivel de procedimiento, la representativa se encuentra regularizada, constituyendo una suerte de ritual periódico que limita significativamente la posibilidad de dar respuesta a la naturaleza compleja, dinámica y espontánea de la realidad social que viven los pueblos; mientras que la participativa implica la intervención social en función de las necesidades que se presentan, configurándose en un proceso más aleatorio y dinámico. Así, la democracia representativa se materializa en el acto deliberativo o electivo y la participativa en el proceso, en la intervención, resaltando el papel activo de los ciudadanos (Restrepo, 2001).

A nivel de contenido, la democracia representativa se circunscribe a la elección de personas que son las que poseen autonomía para tomar las decisiones frente a los asuntos de interés público. Por el contrario, la democracia de tipo participativo implica el pronunciamiento de los sujetos y colectivos en relación con temas de interés común. Para ello se establecen mecanismos como referendos, pactos sociales, plebiscitos, consultas, procesos de concertación, entre otros (Restrepo, 2001); no obstante, también pueden ser capturados por los poderes mediáticos e incluso económicos que se despliegan en un contexto particular, y no necesariamente incluyen un empoderamiento y fortalecimiento del colectivo y de las comunidades.

Finalmente, en lo que respecta a los sujetos, la democracia representativa, en teoría, restringe sus decisiones a los representantes de partidos o de movimientos sociopolíticos. Existe entonces un ejercicio de poder y una toma de decisiones de arriba hacia abajo, fenómeno que también se ha cristalizado en la cultura política colombiana, precipitándola a construir una brecha, una división taxativa entre gobernante y gobernado. El primero no es considerado como un servidor público, no por sí mismo ni por el pueblo, sino que es embestido de poder y autoridad, pero también de toda la responsabilidad; a tal punto que se incurre en una personalización de los hechos políticos, desdibujando o velando el carácter público de los mismos y la posibilidad de agencia de los sujetos.

Así, de manera sacralizada o demonizada, los colombianos han aprendido a relacionarse con sus representantes y con los partidos políticos con los que se identifican o diferencian. Se absolutizan las posturas y se delega la responsabilidad, tal como la tradición judeo-cristiana ha enseñado ''a poner todo en manos de Dios''; de este modo se espera que sea el representante o partido quien señale y trace el camino. Valga anotar que en Colombia la secularización del Estado y de la política es aún inconclusa, y por ello los sujetos han aprendido a relacionarse con este fenómeno del mismo modo en que lo hacen con los de orden religioso. Se asiste a una política sacralizada (Blair, 1995).

Este panorama se complejiza aún más si se tiene presente que las razones que sustentan las decisiones de los representantes provienen de poderes que, en muchos casos, no están solamente en el país, sino que residen en instancias internacionales, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (Insuasty, Borja y Barrera, 2017). De allí que hasta los mismos actores estatales y gubernamentales nacionales se encuentren con limitaciones para incidir, pues están de cara a toda una dinámica global, con una convergencia de fuerzas y un gran poder.

Por otra parte, la democracia participativa debe incluir a sujetos, grupos sociales y colectivos como coadministradores de las políticas públicas estatales (Restrepo, 2001).

Ahora bien, el problema de la participación instituida, tanto de la representativa como de la participativa, reside en su subordinación a las lógicas institucionales, que además de los aspectos hasta ahora mencionados se caracteriza por obedecer a un tecnocracia y burocracia que limita el proceso de construcción colectiva, pues esta última tiene tiempos y ritmos que no son sincrónicos con los de planeación, ejecución y evaluación que la institucionalidad se traza.

Sería miope considerar que los procesos participativos que se han desplazado en el país se reducen a las dinámicas hasta ahora esbozadas, es decir, a las dinámicas de la participación instituida. Existen otros escenarios, de movilización social y de resistencia colectiva, en los que se han construido formas de poder popular, que han tenido una incidencia significativa en las vidas de las comunidades y en su cotidianidad; se trata de la participación instituyente. De este modo:

La hegemonía dominante no es estática ni inmodificable, por el contrario, existe como proceso vivo articulador de hegemonía y dominación, proceso que es continuamente renovado, modificado y relegitimado. Del mismo modo lo son también las resistencias que suscita. De ahí que la hegemonía política y cultural no sea nunca absolutamente dominante. El propio concepto de hegemonía lo indica: se trata de una supremacía sobre otro u otros que existen como subordinados, dominados y rebeldes. Estas fuerzas subordinadas-rebeldes constituyen el bastión social, político y cultural para la construcción de una hegemonía alternativa (Rauber, 2016).

 

MOVIMIENTOS SOCIALES Y PARTICIPACIÓN INSTITUYENTE

Ahora bien, procesos participativos, como los desplegados por los movimientos sociales, se han explicado y analizado como fenómenos sociales que se oponen a la reglamentación institucional, a su orden y control; es por ello que ''les ha generado calificativos de masas con ideologías sin mayores controles institucionales'' (Vélez, 2015, p. 517). Así, podría afirmarse que la participación de los sectores sociales no normados, aunque esté enmarcada en un territorio nacional, no necesariamente atiende a las regulaciones del Estado que ejerce soberanía, lo que los deja por fuera de lo que el autor denomina institucionalización constitucional (Vélez, 2015).

Los sectores o movimientos sociales, y el tipo de participación que ejercen, tienen una relación directa con el poder y su disputa; pero, al mismo tiempo, según la teoría política, dinamizan el sistema político. Frente a esto, Nair (2008, retomado por Vélez, 2015) afirma que:

por cuanto descubren que su diversa composición deriva en el ascenso a la esfera pública de actores políticos con distintos intereses de incidencia política: Sindicatos, mujeres, poderes comunitarios, soberanías múltiples, sobre este aspecto. ''De este modo, cuando decimos formas de organización política auto-referenciada, o también fuerzas organizativas auto-referenciadas, nos referimos a intentos de organización relativamente novedosos, constituidos por relaciones sociales con un alto nivel de informalidad e independientes respecto de estructuras organizacionales tradicionales'' (p. 517).

Según lo anterior, esta forma de participación evidencia un significativo poder incidente en el Estado, en el gobierno, en las comunidades y en la historia. Bajo la mirada de Rauber, la participación política instituida es en tendencia homogenizante y regulada, y niega ejercicios reales de construcción de nuevos mundos; es allí donde radica la importancia de una participación instituyente, autónoma, con procesos diversos, que permita generar un nuevo orden social, un nuevo mundo: potenciando las capacidades de los sujetos y colectivos que despliegan la acción participativa.

Una nueva civilización late en los procesos de luchas populares, particularmente cuando estos se anudan y orientan hacia la construcción de un nuevo poder, propio, revolucionario, anclado en la creación y desarrollo de nuevos modos de interrelaciones sociales, colectivas, grupales, comunitarias. En ellas va construyendo y desarrollado una hegemonía propia, anclada en la participación de todos y todas, de modo que el actor popular colectivo (auto)constituido, despliegue y proyecte su conciencia política y su independencia de pensamiento en acciones políticas, económicas y culturales encaminadas a conquistar su liberación y la de la sociedad toda, alimentando —sobre esa base— la naciente civilización, simultáneamente con la profundización del poder popular (Rauber, 2016, p. 30).

En relación con lo anterior, el poder popular y los procesos participativos, representados en los movimientos sociales, tienen el reto de seguir fortaleciéndose, potenciando sus capacidades y los valores colectivos para lograr lo que denomina Rauber (2016) ''embriones de hegemonía propia, desarrollándolos articuladamente en un proceso colectivo de construcción de hegemonía alternativa que le permita al campo popular convertirse en un bloque o fuerza popular hegemónica'' (p. 31). La participación instituyente designa, entonces, la configuración de un poder colectivo que trasciende a las figuras que tradicionalmente han ejercido poder político, y que se ubica en los sujetos y colectivos articulados y negociando los conflictos y las diferencias. Implica superar los maniqueísmos, sectarismos y la razón instrumental, emparejada al individualismo, a la competitividad acentuada y a la búsqueda de beneficios particulares.

 

ELEMENTOS PARA LA CONSTRUCCIÓN DE PARTICIPACIÓN INSTITUYENTE

Lograr mover la institucionalidad

Resulta fundamental, para la construcción de una participación instituyente, que los movimientos sociales y los procesos organizativos logren tener nivel de incidencia en la construcción de agenda pública a partir de sus agendas propias.

Es decir, que tengan la capacidad para movilizar a la institucionalidad, poniéndola a actuar en función de los intereses que han construido. Sin embargo, a la estructura en la que se cimientan los Estados —en concreto el colombiano— subyace una perspectiva de participación, que si bien permite incidir en los asuntos públicos la limita a cinco aspectos constitucionalmente determinados.

1) En el área económica: en la planeación nacional, departamental y municipal; en el control fiscal; en la contratación con la administración pública; en los fondos nacionales de cofinanciación de políticas sociales; y, en el uso de regalías a través de la presentación de proyectos comunitarios. 2) En el área administrativa: participación en las empresas descentralizadas y en las estructuras administrativas del gobierno departamental y municipal. 3) En el área política: la revocatoria del mandato; los cabildos abiertos; el referendo; el plebiscito; la consulta popular; la iniciativa legislativa popular en el orden nacional, departamental y municipal. 4) En los programas sectoriales: educación, salud, vivienda, alcantarillado, acueducto, transporte, medio ambiente, seguridad, cultura, recreación y deporte. 5) En los programas nacionales: para la mujer, la juventud, la niñez, la tercera edad, los indígenas y las zonas de rehabilitación (Restrepo, 2001, p. 251).

Suele considerarse que en la agenda pública se incluyan las formas de participación, instituida e instituyente, y los respectivos intereses que ambas representan; sin embargo, Rauber (2016) tiene una postura crítica y cuestionadora frente a ello, aduciendo que, aunque aparentemente en la agenda pública se incluye aquello que el poder popular reclama, no se está posibilitando un cambio estructural que transforme realmente las situaciones que acaecen las comunidades y grupos que conforman movimientos sociales y, menos aún, la cultura política colonizada de dominador dominado y de sacralización política.

La historia demuestra que si se (conquista y) ejerce el poder con la misma racionalidad económica, con la misma concepción y sostén de la cultura social interrelacional del capital, a la corta o a la larga se reproducen sus modos de funcionamiento, su lógica verticalista, autoritaria, explotadora, discriminadora, excluyente y alienante. Sería —como lo fue en el siglo XX—, el final de la utopía revolucionaria. Es vital, por tanto, que el proceso de construcción de poder propio esté interarticulado con la creación y construcción de una nueva cultura popular (económica, social, política, ética y cultural), aportando a una hegemonía de liberación (Rauber, 2016, p. 30).

No obstante, aunque el poder ejercido a través de lo instituido no genere los grandes cambios estructurales que se requieren, este no es ''estático ni inmodificable, por el contrario, existe como proceso vivo articulador de hegemonía y dominación, proceso que es continuamente renovado, modificado y relegitimado'' (Rauber, 2016, p. 31). Lo político, cultural y subjetivo se convierten en un ejercicio de resistencia de las fuerzas que están bajo el dominio y constituyen, al mismo tiempo, el bastión social, político y cultural para la construcción de una hegemonía alternativa (Rauber, 2016).

Caminar hacia un constante rediseño institucional

En pocas palabras, es difícil pensar un verdadero proceso de transformación y construcción de poder popular que esté fuertemente mediado por las lógicas del viejo poder y las instituciones que lo representan.

Por consiguiente, es necesario generar nuevas construcciones político-ideológicas que promuevan la participación y el empoderamiento de los pueblos en todos los ámbitos de su vida cotidiana; para aumentar la capacidad de gobernarse a sí mismos (Rauber, 2016). Toda participación que aspire a un cambio real debe dejar de lado las lógicas que corresponden a prácticas jerárquicas, verticales, excluyentes, represivas y, sobre todo, replantear las formas bajo las que se relaciona con las instituciones que la sostienen y reproducen, este es entonces el mayor reto del nuevo mundo.

Frente a esto, fortalecer la capacidad organizativa de las comunidades y su posibilidad de autogestión para la construcción de un proyecto social, político, económico y cultural alternativo no solo es importante, sino que es un imperativo social, ético-político y humano. Para ello es necesario traer a colación lo expuesto por Libreros (retomado por Insuasty, Borja y Barrera, 2017):

No es por arriba, no es estatismo, es organización social de abajo que crea formas políticas diferentes por la vía de esa misma autogestión, entonces ese tema es clave hoy cuando usted está planteando sociedad alternativa usted lo tiene que plantear de esa manera.
Ahora bien, si se piensa en generar cambios de abajo hacia arriba, como se ha insistido, pero, sin lograr cambios en el diseño de la institución Estado, no es mucho lo que podemos esperar pues, se trata hoy de una estructura muy funcional al sistema, que en nuestro caso está al servicio del libre mercado-global, que ha excluido, incumplido acuerdos, disminuido o anulado la participación efectiva de las comunidades y ha generado un constante desgaste de las comunidades, una suerte de captura o ruptura de la esperanza.
Es por ello, que uno de los horizontes de lucha será alcanzar el Rediseño Institucional para moldear normas, leyes, instituciones al interior del Estado y, de ser posible, el sistema Estado actual, ganarlo para el servicio de las comunidades y la protección del medio ambiente (s. p.).

Una subjetividad distinta

Uno de los retos más importantes que tiene la construcción de los procesos participativos instituyentes es la disputa por una subjetividad diferente.

En esta línea, la incidencia en la construcción de la agenda pública, por parte de los poderes populares y los ejercicios de participación instituida, implica pasar de la planificación a la toma de decisiones, logrando una convergencia de fuerzas en torno a las problemáticas sentidas por las comunidades, movimientos y organizaciones; pero para ello se requiere superar las brechas, sectarismos y divisiones y poder dialogar con los diferentes actores que participan de la construcción de la agenda (Vélez, retomado por Insuasty, Borja y Barrera, 2017).

Partimos entonces de la noción de subjetividad como conciencia, sin reducirse exclusivamente a ella. Asimismo, entendemos que existe una relación innegable entre el actor social —sujeto— y su subjetividad, lo que exige comprender que los sujetos participan bajo sus construcciones identitarias, motivaciones e intereses determinados. Incluso, según Rauber (2016), estas construcciones trascienden la conciencia política-ideológica del actor social.

En la época de la ofensiva ideológica del capitalismo global, la mercantilización de la vida y de las relaciones sociales e interpersonales, el predominio del pensamiento único y la negación de todo futuro diferente del presente, torna imprescindible —si de cambiar el mundo se trata—, abocarse (nos) a la formación de una nueva subjetividad humano-revolucionaria (que reconozca y abra los espacios a las diversas subjetividades del presente y a otras que seguramente se conformarán en el futuro). Y ello es parte de los procesos conscientes y colectivos de articulación-constitución intersubjetiva de los actores sociales en sujeto popular, proceso que es —por tanto—, de autoconstitución. Esta construcción de actores-sujetos es, fundamentalmente, autoconstrucción y autoconciencia critica-intersubjetiva. Pero también ocurre, entre otras mediaciones —en las que destaco en primer lugar la propia práctica transformadora de los actores-sociales—, con el aporte de las ciencias sociales críticas, de los expertos, de los intelectuales orgánicos, de los militantes con mayor experiencia, y se plasma en sus modalidades organizativas y planteo programático-proyectivo, aunque sin reducirse ni equipararse nunca a ellos (p. 40).

Todo esto debe llevarnos a la construcción de otro imaginario social, que genere una manera distinta de establecer las relaciones intersubjetivas, en las que la base de todo proceso participativo y de toda apuesta alternativa resida en el respeto y la eliminación de la discriminación de cualquier tipo, es decir, en el principio de la diversidad acompañado del respeto de los bienes comunes —naturaleza—.

Apostando fuertemente al desarrollo de las prácticas interrelacionales que vayan germinando nuevos imaginarios, basados en valores de solidaridad social e individual, de respeto, cuidado y convivencia armónica con la naturaleza, tomando conciencia de que somos parte de ella y que nuestra sobrevivencia está anudada a la de la naturaleza (Rauber, 2016, p. 42).

Es necesario que los procesos y movimientos sociales asuman un profundo respeto y reconocimiento del otro, de la alteridad; pues cuando se absolutizan las propias ideas y argumentos, considerándolos como los únicos válidos, las perspectivas de los otros se invisibilizan e incluso se niegan o silencian. Es imperativo recordar que ''nadie puede salvarse sin los Otros'' (Delgado, 2009, p.131) y que construir un poder popular implica liberarse de las lógicas de poder vertical; es decir, de aquellas basadas en la exclusión y la sacralización, que fue resultado del fuerte proceso de colonización vivido por los pueblos latinoamericanos.

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

La participación como horizonte y potencia social

Es necesario reconocer que los grandes cambios que requiere el país, y los pueblos latinoamericanos, implican el compromiso de los sujetos; pues no van a surgir de arriba hacia abajo, no serán producto de un ejercicio de poder vertical o de la acción benevolente de algún representante particular. No es exclusivamente la participación instituida la que va a alcanzar los grandes logros que la situación del país demanda, ni la que va a comprometer a los actores. Así como sostienen López, Piedrahita, Rojas, Tejada y Zelik (2012): ''cada vez es más evidente que las emancipaciones sociales nunca nacen primordialmente del poder administrativo o de las dirigencias políticas y estatales, sino de las prácticas de movilización de las mayorías'' (p. 9).

Un ejercicio de participación real, actualmente, demanda trascender la participación instituida, en la que redundan muchas organizaciones y movimientos sociales actuales, y asumir el reto de lograr una incidencia política en las decisiones públicas; esto se consigue a través de la consolidación de los procesos organizativos, lo que genera una incidencia directa para la construcción de agendas públicas a partir de las agendas propias de los procesos y movimientos sociales (Vélez, retomado por Insuasty, Borja y Barrera, 2017).

Las afirmaciones esbozadas nos muestran un horizonte posible, caracterizado por el fortalecimiento de la capacidad organizativa, la autogestión y la toma de decisiones de los movimientos y organizaciones sociales, la superación del sectarismo y la construcción de un proyecto político, económico y cultural alternativo. Además, por la incidencia política y la construcción de agendas públicas, en las que los proyectos de sociedad, que los movimientos y organizaciones sociales se han trazado, puedan dialogar, negociar y transformar a aquellos construidos desde otros sectores.

Esto se resume en un logro estratégico: ganar poder. Se trata de repensar el poder, su concepto; no hablamos entonces de un poder autoritario o coercitivo que reside en unas figuras particulares, sino de un poder colectivo que circula entre los sujetos y que requiere una articulación y unión profunda en torno a unos objetivos claramente establecidos.

Reconocer, nombrar y potenciar los logros de cada lucha. Todo lo que el movimiento social y los públicos organizados han conseguido en los últimos años juega a favor; la clave estará en si logramos o no fortalecer una participación instituyente, que incida en los espacios instituidos, que logre impactar en las decisiones públicas del país, de construir unas apuestas y defenderlas, de rediseñar la institucionalidad como un constructo desde abajo. Fortalecer nuevos procesos formativos, articular luchas, todo en función de ganar en la consolidación de propuestas concretas que sumen, que recuperen y hagan viable la esperanza, la utopía, el sueño de que otros mundos son posibles.

 


Notas

*Producto derivado de la investigación ''Paz y participación'', del grupo de investigación GIDPAD al interior de la Red Interuniversitaria por la Paz (REDIPAZ).

 

Referencias

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