¿Qué es la violencia? ¿Cómo se expresa la violencia? ¿Cuáles son las dinámicas propias de la violencia? ¿A dónde remontarse para rastrear las posturas que, pareciera, han institucionalizado la violencia en las dogmáticas teológicas, en las representaciones trágicas, en las liturgias sacrálicas y en las prácticas políticas que la legitiman, y en los ordenamientos jurídicos que la legalizan, y que, desde la crítica de Walter Benjamin (1999) 1, que soslaya la finisecular discusión sobre iusnaturalismo-iuspositivismo para tener en cuenta una mirada histórico-filosófica, se mueven en la tensión permanente del recurso a la violencia como medio moral o como fin jurídico para la consecución de la justicia?
La tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de la relación de esta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que concierne a la violencia en su sentido más conciso, solo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto moral. Y la esfera de este contexto está indicada por los conceptos de derecho y de justicia. En lo que se refiere al primero, no cabe duda de que constituye el medio y el fin de todo orden de derecho. Es más, en principio, la violencia solo puede encontrarse en el dominio de los medios y no en el de los fines. Estas afirmaciones nos conducen a más y a diferentes perspectivas que las que aparentemente podría pensarse. Porque de ser la violencia un medio, un criterio crítico de ella podría parecernos fácilmente dado. Bastaría considerar si la violencia, en casos precisos, sirve a fines justos o injustos. Por tanto, su crítica estaría implícita en un sistema de los fines justos. Pero no es así. Aun asumiendo que tal sistema está por encima de toda duda, lo que contiene no es un criterio propio de la violencia como principio, sino un criterio para los casos de su utilización. La cuestión de si la violencia es en general moral como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines que sirven (Benjamin, 1999, p. 23).
Sobre la base de estas cuatro preguntas me mueve y me motiva considerar algunos aspectos relevantes que, desde posturas teóricas de la tradición sacrálico-sapiensal judía, con su deriva teológica cristiana, y la herencia trágico-política griega, con su recepción jurídica romana, permiten constatar el imposible diafragma violencia-derecho, siguiendo a Benjamin, en términos de los embates y combates entre la legitimidad y la legalidad. De hecho, tengo para mí que son estos mojones los que, al tiempo que soportan y delimitan el edificio cultural de Occidente, permiten levantar algo así como una genealogía de la violencia, expresión de color foucaultiano, a la zaga de lo que Byung-Chul Han (2020) ha planteado a la manera de una topología de la violencia:
La topología de la violencia se refiere, en primer lugar, a toda manifestación macrofísica de la violencia, que se presenta como negatividad, es decir, estableciendo una relación bipolar entre el yo y el otro, dentro y fuera, entre amigo y enemigo. En general, suele darse de un modo expresivo, explosivo, masivo y materialístico (p. 9).2
Preguntar por el quid, la esencia, de la violencia es preguntar por el mismo y principal dinamismo involuntario que empuja y obliga al hombre a la supervivencia. Se trata de una conclusión a la que, sin mayor esfuerzo, conducen posiciones deterministas como las sostenidas por los énfasis paleogenético, de la antropología biológica,3 y simbólico, de la antropología cultural.4
En la exposición de la selección natural, como mecanismo de supervivencia de los más fuertes frente a los más débiles, está explícita la comprensión de la violencia como condición sin la cual no es posible el agón entre la vida y la muerte. La guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), estado de naturaleza del hombre (status naturae homini), es el motor hobbesiano que mueve al contrato para permitir el tránsito de la barbarie a la civilización; la Gewalt (violencia) hegeliana es el solo que autoriza el paso de la prejuridicidad a la juridicidad.5
El paradigma civilizatorio occidental, de corte judeocristiano, canoniza las dos figuras que sirven para explicar la huella hereditaria de la violencia sagrada (René Girard), de la violencia divina (Benjamin). La tragedia superlativa del crucificado neotestamentario, víctima6 irredenta de la crueldad de su Dios, lleva a la plenitud su tipo veterotestamentario, Caín, el réprobo de YHWH (הוהי). La justificación religiosa de la violencia, lugar común en los tres grandes monoteísmos, cuya respectiva tríada de libros narra dramáticos episodios violentos, más tenues, aunque más malinterpretados por sus lecturas fundamentalistas en El Corán, aparece en los términos de una cuasivoluntad del nombre del dios que les es propio.
Descontento por estas simplistas, fáciles e insuficientes, con sus pretensiones de definitivas, significaciones de la violencia, George Sorel (2005), en sus Reflexiones sobre la violencia, que datan de 1908, desarrolla un discurso sobre la violencia a partir de la lectura de los supuestos del pacto de los pensadores políticos de la Modernidad, poniendo un acento especial en Rousseau, a quien considera inspirador de la idea marxista de la pervivencia de la violencia en razón de las desigualdades sociales. En Sorel la violencia aparece íntimamente ligada con las ideas de la revolución y la apoteosis de la huelga general del proletariado (Forster, 2014, p. 274).7 En Economía y sociedad, Max Weber (2012) puntualiza que la dinámica de la violencia se da en virtud de las constantes tensiones entre el Estado y sus asociados por la necesidad de mantener las relaciones de poder en la verticalidad dominación-sujeción.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, los estudios sobre la violencia adquieren un estatuto sistemático, por no decir epistémico, y se vinculan con los relativos a la guerra: en 1945 el sociólogo francés Gaston Bouthoul acuña el neologismo de polemología (Molina, 2019) y presenta una consideración que luego servirá de soporte a la propuesta de Hannah Arendt (2006) en relación con la comprensión de la violencia en cuanto consecuencia de la guerra, y dentro del contexto del conflicto, como la activación instrumental de la fuerza mediante las armas con el objetivo único de infligir daño físico. Mario Stoppino, en su contribución al Diccionario de política, de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino (2000, pp. 1671-1680), habla de una violencia directa, cuando "afecta de modo inmediato el cuerpo del que sufre", y una violencia indirecta, cuando "actúa a través de la alteración del ambiente físico en que la víctima se encuentra, o a través de la destrucción, el daño o la sustracción de recursos materiales". Jean-Claude Chesnais (1982), en Histoire de la violence en Occident de 1800 à nos jours, conjetura que, en sentido estricto, la violencia solo puede ser material o física porque, para que la violencia sea violencia, tiene que ser mensurable:
La única violencia medible e incontestable es la violencia física. Es el ataque directo, corporal contra las personas. Ella reviste un triple carácter: brutal, exterior y doloroso. Lo que la define es el uso material de la fuerza, la rudeza voluntariamente cometida en detrimento de alguien (p. 44).
En 1981 la Unesco publicó una elaboración conjunta, La violencia y sus causas, que se ha convertido en una especie de manual de violentología. Entre las trece contribuciones que aparecen en el texto se torna de referencia obligatoria la de Jean-Marie Domenach et al. Pasando por alto la pregunta, casi ociosa, frente a los niveles y las formas de violencia de las sociedades antiguas con respecto a las hodiernas, asume la caracterización y las manifestaciones de la violencia desde tres ámbitos: 1) el sicológico, una explosión de fuerza que toma un aspecto irracional, con frecuencia criminal; 2) el moral, una complacencia voluntaria al afectar los bienes y, sobre todo, la libertad personal; 3) el político, el recurso a la fuerza para hacerse con el poder o para desviarlo hacia propósitos de conveniencia propia (Domenach et al., 1981, pp. 33-46).
En los últimos años las reflexiones del sociólogo noruego Johan Galtung (1998; 2003a; 2012) han dominado buena parte de los asideros teóricos sobre la violencia. Al clasificarla en dos grandes grupos: la violencia visible, que es personal, y la violencia invisible, que es estructural y cultural, Galtung ha contribuido denodadamente al desarrollo de los estudios sobre el tópico y a la inteligencia de sus causas para hacer frente a la resolución de conflictos en más de cuarenta geografías mundiales.
En La lógica de la violencia en la guerra civil, Stathis Kalyvas (2010) explora las causas y las dinámicas de la violencia en las guerras civiles a partir de una necesaria distinción entre guerra y violencia. Mientras que para Bouthoul (1970, pp. 145-173) la guerra y la violencia son coincidentes en cuanto tienen las mismas raíces ideológicas, que serán siempre móviles étnicos, económicos, territoriales y nacionalistas, para Kalyvas la lógica de la violencia, a diferencia de la de la guerra, tiene mucho menos que ver con emociones colectivas, con ideologías económicas y políticas, incluso religiosas, con reivindicaciones culturales y raciales, y con reposicionamientos territoriales. Hay en la violencia, contrario a lo que se suele creer, menos avidez y menos agravio de lo que hay en la guerra:
La violencia no es un simple reflejo de la estrategia de los que se valen de ella; su carácter profundamente interactivo frustra la simple lógica de maximización al tiempo que conlleva resultados sorprendentes, tales como la relativa carencia de violencia en las "líneas de frente" de las guerras civiles. La manipulación de las organizaciones políticas por parte de los actores locales marca un proceso de privatización de la violencia política en mayor medida que la politización de la vida privada, tal y como se ha creído con más frecuencia. Desde esta perspectiva, la violencia es un proceso que tiene lugar a causa de la aversión humana más que por una predisposición hacia la violencia homicida, lo que explica la paradoja de la explosión de la violencia en contextos sociales caracterizados por altos niveles de contacto interpersonal, intercambio y hasta confianza. De ahí que el comportamiento individual en las guerras civiles deba de ser interpretado no tanto como una instancia de anomia social, sino, más bien, como una manifestación perversa de abundante capital social donde el conflicto, mal gestionado, puede llevar a la irrupción de la violencia sistemática (Kalyvas, 2010, pp. 11-12).
En un trabajo de muy reciente publicación, Tratado sobre la violencia, Angelo Papacchini (2023) presenta una amplia radiografía de la presencia de la violencia como impronta que define el ser y determina el hacer del hombre en la doble esfera de lo privado y de lo público. Desafío para la filosofía y para la teología, reto para la política y el derecho, la violencia se impone con la inclemencia impenitente de su fuerza arrasadora y el rigor inmiseri-corde de su peso demoledor, y en más que en menos ocasiones, en cuanto huella de conocimiento, rastro de reconocimiento y pista de seguimiento de muchas biografías personales y de abundantes historias nacionales.8
El propósito general de este ejercicio de escritura es realizar el seguimiento de la presencia de la violencia, con sus respectivos matices teóricos y viabilidades de irrupción práctica, en los escenarios, prejurídicos y extrajurídicos, contemplados en los dos primeros capítulos: el de lo sagrado (la experiencia del hecho religioso), el de la tragedia, el de la teología (la doctrina del hecho religioso) y el de la política.
Y en cuanto a los objetivos específicos de este trabajo de grado, se propone, en primer lugar, esbozar los elementos que establecen una especie de maridaje íntimo e indisoluble entre violencia y derecho, lo que denomino imposible diafragma, a saber, las esferas de lo legítimo y de lo legal; en segunda instancia, la disertación apunta, desde los presupuestos jurídico-po-líticos de Schmitt y jurídico-morales de Benjamin, que se abordan en el tercer capítulo, a 1) determinar cómo la violencia se hace legítima, tanto en el estado de normalidad como en el estado de excepción, cuando la decisión del soberano se enmarca en el interior del doble cuadro de la legalidad: el del Estado de derecho y el del derecho del Estado -por ejemplo, el ordenamiento jurídico criminal alemán del período nacionalsocialista, como lo expone Zaffaroni (2017) en Doctrina penal nazi. La dogmática penal alemana entre 1933 y 1945-; 2) definir la naturaleza per se de la violencia cuando esta, suspendida para situarla entre la justicia y el derecho, sirve como medio injusto al derecho o está al servicio de la justicia como fin justo, lo que moralmente viene a justificarla; deducción, más peligrosa que sospechosa, que no puede ser tan categórica si se tiene que la teoría de la moderación de los medios (Mesótes [ Μεσώτες ]), desprendida del Libro II, 7-9, de la Ética a Nicómaco de Aristóteles (1985, pp. 170-177), juzga reprochables actos atroces, y la violencia siempre implica tales, en cuanto medios, máxime en cuanto fines.
Sin ser un teórico del derecho, menos aún de la filosofía del derecho, pero sí un intelectual que indaga con audacia, situado en el contexto espacio-temporal del puente de entreguerras con la conciencia del alemán derrotado y el judío perseguido, por los alcances jurídicos y los límites morales de la violencia, siempre en relación con el imperativo de la justicia, Benjamin abre, para no cerrarlo, el debate de la relación, recíproca e indisoluble, entre la violencia y el derecho, e instala, para controvertirlos, los embates y combates que pareciera libran sin cesión la legitimidad de las tradiciones y prácticas prejurídicas, y la legalidad de los órdenes y las instituciones jurídicas.
¿Legitima el derecho la violencia, es decir, goza de reconocimiento, tanto moral como legal, la violencia a la que el derecho como recurso, bien medio, bien fin, autoriza? Si la respuesta, sin opción que no conduzca a énfasis ideológicos, es negativa, entonces, ¿cómo es que el derecho, que está llamado a prevenir, resolver y contener la violencia, se convierte, por defecto, en un instrumento cómplice a merced de la violencia, más aún, de los violentos? Si, por el contrario, la respuesta es afirmativa, entonces, ¿cómo es que frente al derecho, dentro del orden que sí es decidida, definida y definitivamente jurídico, el hombre se encuentra, por exceso, tan desnudo e inerme que hasta el derecho, garante de sus derechos, puede tomar a su placer hasta su propia vida, la nuda vida?
Sin la adopción de ningún marbete metodológico específico, el proceso de elaboración de este trabajo de grado ha seguido un enfoque que bien puede juzgarse de corte comprensivo-hermenéutico (della Porta y Keating, 2015, pp. 22-23). Partiendo del rastreo de los rudimentos más significativos, bajo cuya óptica pueden comprenderse las narrativas que sobre el temario de la violencia legítima les son comunes tanto a la tradición sacrálico-sapiensal judía, con su deriva teológica cristiana, como a la herencia trágico-política griega, con su recepción jurídica romana, se obtienen elementos para interpretar la violencia, también legítima, del derecho que, en última instancia, no es más que el fundamento del estado de excepción schmittiano "para conservar el derecho mismo en el marco del Estado moderno" (Gómez, 1986, p. 117), así como la violencia legal del derecho que, a la luz de la diferencia radical de "las dos violencias del derecho", la violencia que instaura y la violencia que conserva, legitimadas, a su vez, en razón de su enclavijamiento en el imperio no cuestionado del derecho, autoriza y entroniza, cual mesia-nismo (Bojanic, 2010; 2021), la escatología redentora benjaminiana:
Hay en primer término la distinción entre dos violencias del derecho, dos violencias en cuanto al derecho: la violencia fundadora, la que instituye y establece el derecho (die rechtsetzende Gewalt), y la violencia conservadora, la que mantiene, confirma, asegura la permanencia y la aplicabilidad del derecho (die retsctserhaltende Gewalt) [...]. Hay a continuación la distinción entre la violencia fundadora del derecho, a la que se le llama "mítica" (hay que sobreentender "griega") y la violencia destructiva del derecho (Rechtsverninchtend), a la que se le llama "divina" (hay que sobreentender "judía") (Derrida, 1997, p. 82).
Tres capítulos articulan este ejercicio de investigación. El primero, que se pregunta si la violencia es un sino de la condición humana, contiene lo que me he dado en llamar una teológica de la violencia, desde la interjección entre lo divino y lo humano, y una trágica de la violencia, desde la vocación hacia la libertad, a la cual el hombre está llamado para su realización en ella, y la fatalidad del destino, en cuyas redes pareciera estar atrapado. El segundo, desde una sacrálica y una política, respectivamente, otea los horizontes de la violencia como sus dos nichos de institucionalización que, como ningunos otros, la explican y la justifican. El tercero, que asume la relación directa entre violencia y derecho, visita, por un lado, la propuesta del estado de excepción de Carl Schmitt, quien legitima la violencia del derecho dada la incuestionable decisión del soberano; y por otro lado, la sugestiva crítica de la violencia que "en unas páginas escritas en 1921 encierran una alta dosis de equivocidad y de algo terriblemente enigmático [...], un texto arduo y laberíntico" (Derrida, 1997, pp. 69-70), un "artículo de una sutileza que confunde profundamente" (Honneth, 2009, p. 101), que efectúa Benjamin, quien, según Esposito (2005), "pensó más que ningún otro el derecho como forma de control violento de la vida" (p. 46), y que legaliza la violencia del derecho, estatuyendo algo así como una jurídica de la violencia, desde la perspectiva escatológica del mesianismo de la consumación judía (Bouretz, 2012, pp. 239-330) y redentora de la revolución marxista (Honneth, 2009, pp. 106-107).
A modo de conclusión, el ejercicio se cierra ratificando el imposible diafragma violencia-derecho, que asiste, como fuente, como perno y como culmen, los sin término embates y combates entre legitimidad y legalidad: ¿es legítima la violencia del derecho?, ¿es legal la violencia del derecho?
Frente a la violencia del derecho, el hombre inerme, peregrino de a pie descalzo por los caminos de la Historia, hijo pródigo a la intemperie veleidosa de la inescrutable Fortuna, del impredecible Destino, Tyche (Τύχη), es el hombre Ante la ley de la telúrica, brutal y desconcertante parábola de la anticipación kafkiana.9 Frente a la violencia del derecho, el hombre des nudo es la nuda vida humana enfrentada y confrontada al poder soberano del Giorgio Agamben (2004) que bebe en la condición del desarraigado sin Echar raíces de Simone Weil (2014). Frente a la violencia del derecho, el hombre víctima del poder, la justicia y el exceso es el hombre dentro del oxímoron de la ley, la ley que extralimita los alcances y las fronteras de la misma ley y que lo pone fuera de la ley de Patxi Lanceros (2012).
Como si se tratara de un destino fatal y trágico al que está abocada la condición humana, la realidad de la violencia, de la intervención física, material, tangible, de unos sobre otros, siempre motivada por un deseo de infligir daño, dirigida hacia la provocación de dolor y movida por la reducción o la eliminación de aquel a quien se le hace padecer, ha estado ahí: entre latente y patente, entre tácita y expresa, entre soterrada y evidente, entre implícita y explícita.
Los dos grandes imaginarios que soportan la construcción cultural de Occidente, a saber, la sabiduría judía, con su deriva cristiana, y la filosofía griega, con su recepción latina, coinciden en el común presupuesto, antropológico y político, además de ontológico y jurídico, si se quiere, de la violencia como impronta originaria, como fuerza propulsora, como motor dinamizador de la vida de los hombres y de las comunidades.
En una suerte de opción por la comprensión de la violencia en términos de un determinismo del que no se puede escapar y al que no se le puede hacer frente (agresión contenida), en El malestar en la cultura, Sigmund Freud (1992, pp. 82-83) sostiene que el instinto de agresividad humana, compartido con el animal, se sofistica en las formas de la violencia.10 La violencia, expresión de la pulsión de supervivencia, ha acompañado y acompañará al hombre, puesto que se trata de la primera de las circunstancias naturales que obliga, a su vez, a la primera de las instituciones culturales: la ley.
La figura de la ley, con sus contenidos y sus cometidos, con sus mandatos y prohibiciones, con sus límites y posibilidades, es el más efectivo y eficaz de los instrumentos de la cultura que neutraliza la violencia [...]. La figura de la ley no es sino el modo más refinado a través del que la violencia continúa operando con la fuerza irrestricta que le confiere su institucionalidad (Cabrera, 2019, p. 101).
En la conocida comunicación epistolar entre Sigmund Freud y Albert Einstein, ¿Por qué la guerra?, de 1932, palpita un interés simultáneo por estimar/desestimar, si bien no como una justificación, al menos sí como una explicación, la instintiva tendencia del hombre a la violencia:
El hombre lleva en sí mismo una necesidad de odio y de destrucción. En tiempos normales tal disposición existe en estado latente; solo se manifiesta en circunstancias extraordinarias. Pero también puede despertársele con cierta facilidad y degenerar en sicosis colectiva. A mi juicio -de Einstein- es esta la clave de todo el complejo de factores que llevan a la violencia que pueden ser considerados, el enigma que solo el conocedor de los instintos humanos puede resolver (Einstein y Freud, 2001, p. 32).
A la inquietud de su emisor, Freud responde:
Existe en los seres humanos un principio activo, un instinto de odio y destrucción dispuesto a acoger la violencia como un tipo de reacción a cualquier estímulo de acción que se presenta amenazador [...]. Los instintos del hombre pertenecen exclusivamente a dos categorías: por una parte, los que quieren conservar y unir, a los que llamamos eróticos exactamente en el sentido de Eros en el Banquete de Platón y sexuales, dando explícitamente a este término el alcance del concepto popular de sexualidad; y, por otra, los que quieren destruir y matar, que englobamos dentro de las nociones de pulsión agresiva o pulsión destructora (Einstein y Freud, 2001, p. 41).
No obstante, al plantear una etiología de la violencia en lo más profundo de la reciprocidad conservarse a sí mismo/destruir al otro-lo otro, que amenaza, Freud revela una impotencia desconcertante:
Al fenómeno de la violencia, y de su activación por la guerra, debemos lo mejor de lo que estamos hechos y una buena parte de lo que sufrimos. Pero, no hay duda: sus causas y sus orígenes son oscuros, su resultado es incierto y si bien algunos de sus caracteres son fácilmente discernibles, nunca podremos responder con acierto a preguntas tan acuciantes como ¿por qué la violencia?, ¿por qué la guerra? (Einstein y Freud, 2001, p. 44).
En sintonía con la conclusión freudiana, Sorel (2005, p. 107) parte del presupuesto de la oscuridad que siempre acompañará el hecho de la violencia (Roudinesco, 2008). Dos razones ofrece para esta falta de claridad ostensible. La primera, la multivocidad del concepto y las nociones afines que se le asocian, como sentimientos, actitudes y posturas: ira, odio, rencor, venganza, revancha, agresión, desprecio, envidia. (sentimientos morales según Murphy y Hampton, 2002). La segunda, las regiones fronterizas que comparte con territorios que precisan diferenciarse: fuerza, armamentismo, conflicto, tensión, guerra. (artefactos instrumentales y situaciones mediales según Armitage, 2018). La línea de sombra que acompaña los problemas relativos a la violencia constituye la gama de posibilidades para su acercamiento en y desde las instancias de las distintas disciplinas: "La violencia obliga a traducir de hecho lo que siempre anhelan los científicos: entrecruzar los enfoques de los sociólogos, los politólogos, los historiadores, los filósofos, también los juristas" (Crettiez, 2009, p. 11).
La violencia es un evento única y exclusivamente humano, en la medida en que está radicada en un motivo que la inspira y se halla orientada hacia una finalidad que persigue: violentar (Žižek, 2009, p. 27). Violentar implica perjudicar, dañar, lesionar, menoscabar, afectar, disminuir, destruir. En la violencia, activación instrumental de la fuerza (Arendt, 2006, p. 10), confluye la doble potencialidad, racional y volitiva, del ser humano. La violencia es fruto de la racionalidad, contrariando el lugar común de su calificación de irracionalidad (ni el animal ni la naturaleza son sujetos de violencia), y de la liberalidad. La violencia es estrategia y opción. La violencia es táctica y decisión.
Todo acto violento está revestido de un ad quo y de un ad quem: un punto de partida y un punto de llegada. La violencia es un fenómeno antropológico: de la naturaleza y sus fuerzas, del animal y sus dinamismos, no se puede predicar violencia más que en un sentido de inadecuada analogía. La violencia es una condición humana, es una situación del hombre que se explica por la inteligencia y se comprende por la libertad, explicación y comprensión que no implican, mucho menos autorizan, justificación alguna. La violencia tiene razones, pero carece de argumentos; la violencia conlleva porqués, pero está despojada de justificaciones; la violencia ofrece explicaciones, pero no fundamentaciones.
En efecto, Paul Ricœur instala algo así como una hermenéutica de la violencia en una razón que no argumenta, en un porqué que no justifica, en una explicación que no fundamenta: el mal. Y, entre la inteligencia y la libertad, este, misterio absoluto de iniquidad, mysterium iniquitatis, como traduce la Vulgata la sentencia paulina (Biblia de Jerusalén, 1991, [2 Tes. 2, 7]). El mal es, por antonomasia, la tragicidad de lo humano y la violencia, la expresión de su más honda e incomprensible dramaticidad:
se trata de un desafío de inteligibilidad para la razón, una provocación de posibilidad para la voluntad [...]. La violencia, solo en el hombre; la violencia, solo del hombre. La violencia porque en el hombre, solo en el hombre, el mal, el mal radical (Ricœur, 2012, p. 23).
Si se la asume como la natural reacción ante la doble modalidad tentada o consumada del daño inferido o prometido (amenaza) que viene de afuera, la violencia es impronta del hombre, en sede freudiana, desde la sombra del instinto, desde el lado oscuro del inconsciente (Roudinesco, 2008). Si se la considera en cuanto la instancia moral que dice la insoslayable e inunda-toria presencia del mal en el hombre, en perspectiva ricœuriana,11 la violencia es la huella del hombre desde lo velado de la perversión.
Como lo indiqué arriba, en la síntesis sapiensal-religiosa del judeo-cristianismo y en la elaboración intelectual-institucional grecolatina, sobre las que se yergue el patrimonio cultural de Occidente (sabiduría hebrea, dogma cristiano, filosofía griega y derecho romano), también puede rastrearse la posibilidad de respuesta al interrogante formulado: ¿es la violencia sino de la condición humana? El mito fundacional del Génesis, lugar de convergencia inicial de las antropologías del judaísmo y del cristianismo, y la tradición trágica griega, escenario de inspiración del ritual jurídico latino, ofrecen significativas pistas al respecto.
El hagiógrafo de la narración genesíaca que documenta la prehistoria de la violencia en el episodio fratricida de Caín contra Abel instala, de modo respectivo, en la mente y en el corazón de aquel el juicio de discernimiento y el sentimiento de reproche que le generan, contrastados y en pugna, la ostensible benevolencia de YHWH (Τύχη) frente a las acciones y los frutos de Abel, y la manifiesta indiferencia ante los suyos propios. El desenlace que aparece en la perícopa veterotestamentaria es apenas el esperado:
Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo a YHWH (Τύχη) una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. YHWH (Τύχη) miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. YHWH (Τύχη) dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar". Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató (Biblia de Jerusalén, 1991, [Gén. 4, 2-8]).
Partiendo de esta recreación literaria, tal vez la de mayor dominio en la ascendencia intelectual de Occidente (Safranski, 1997), se pueden destacar tres elementos en el intento de configurar una genealogía de la violencia que sostenga que esta es, ciertamente, una situación ínsita de la condición humana.
Primero: la violencia es afirmación. Del supuesto del conocimiento de un orden preestablecido, con tinte leibniziano (Neiman, 2012, pp. 45-67), por un agente extraño, y del reconocimiento de una armonía, un equilibrio, una tranquilidad, una paz, sancionados como una especie de imperativo exógeno, una orden, se desprende la necesidad, la obligación, de acometer la tarea del mundo como causa propia, como esfuerzo autónomo: si el mundo es un mundo humano, es el hombre quien tiene que hacer su mundo. Asumir, de entrada, que un dictum divino es el que asigna faenas, el que distribuye posesiones y, sobre todo, el que califica méritos en virtud de su inescrutable, pero arbitraria, complacencia, es negar lo humano. La metáfora de Caín que levanta su mano contra Abel es la parábola de lo humano que se afirma, que se planta, de cara a lo divino. Y se trata de una afirmación absoluta. La antropología bíblica, fundada en los once capítulos iniciales del Génesis, traza una línea de la progresiva degradación moral de la humanidad situada en los momentos de tres fracturas violentas: la caída originaria (Biblia de Jerusalén, 1991, [Gén. 3, 1-13]): violencia contra Dios; el fratricidio de Caín (Biblia de Jerusalén, 1991, [Gen. 4, 1-15]): violencia contra el hombre; el diluvio/la torre de Babel (Biblia de Jerusalén, 1991, [Gén. 6, 5-8, 22; 11, 1-9]): violencia contra la naturaleza (Ladaria, 1993; 2005; Pontificia Comisión Bíblica, 2020).
Recibir un mundo hecho, en lugar de hacerlo, someterse a un ordenamiento impuesto, en vez de discutirlo y consensuarlo, y aceptar un juicio caprichoso por miramientos, que desborda uno justo por méritos, son acciones que impelen a violentar los factores extraños que, como amenazas, se ciernen sobre la autonomía humana en términos de voluntad divina, y por lo tanto, se precisa el recurso a la violencia en cuanto afirmación de lo humano. Agustín advierte que "la violencia es división en el corazón del hombre que nace del deseo de pervertir el orden creado y querido por Dios" (2019, p. 714).
Segundo: la violencia es negación. Por simple oposición, del anterior planteamiento se desprende esta aseveración. De la tensión sin tregua entre el dictum divino, la dictadura de Dios, que impone y se impone, y el par-lamentum humano, el hablar entre los hombres mediante el que se debate y decide, surge la violencia. Se trata de una comprensión más teórica que histórica, más ideológica que práctica. Es la violencia como postura antitética entre la violencia como afirmación, tesis, y la violencia como descomposición-destrucción, síntesis. Es una violencia que, en sentido estricto, no se comporta como una acción material porque no es realización efectual, consumación de hechos verificables, ocurrencia de eventos reales, acaecer de acontecimientos históricos que escapan a una posible historiografía de la violencia; sino, más bien, reacción espiritual, que ocupa los órdenes intelectual, moral y emocional. Es la llamada violencia interior, no mediatizada ni mediada por ninguna forma de exterioridad. La desobediencia civil, un dejar de hacer, omisión, en lugar de un hacer, acción, ejemplifica tal. Es una violencia que niega desde la reflexión, porque no acepta, porque no consiente, porque no aprueba, pero que no afirma desde la acción, porque no se expresa, porque no se manifiesta, porque no se concreta. En uno de los sermones dedicados a la caída de Roma, y sobre la base del texto genesíaco de marras, el hiponense sostiene:
en el corazón de Caín anida el abatimiento, porque no comprende la complacencia de Dios por la oblación de su hermano, y la envidia, porque cree que en Abel hay más mérito que en él; sin embargo, cuando levanta su mano contra él, consuma la violencia total: el daño que se afirma en el grito de la destrucción y se niega en el silencio de no aceptar lo dispuesto por Dios (Agustín, 2021, p. 174).
Tercero: la violencia es descomposición-destrucción. Ha quedado establecido que la violencia como afirmación implica acción: mediante una acción, o una sucesión y una simultaneidad de acciones, el hombre se afirma, afirma su autonomía, es más, se afirma en su autonomía, frente a una serie de circunstancias que le vienen dadas y determinadas desde afuera: un mundo recibido, un ordenamiento impuesto, una voluntad caprichosa... La violencia que es afirmación humana es negación divina: el acto mismo que afirma lo humano niega lo divino. Siguiendo el hilo de la narración de los episodios del Génesis se encuentra esta dialéctica, esta antonimia: orden divino/desorden humano; armonía preestablecida/caos establecido; unidad pretereternal/ruptura temporal. No se trata solo de una progresiva degradación moral, como se dijo; también, de una espiral ruptura cosmológica y ontológica: la violencia que introduce la imperfección en el mundo, la violencia que trae el fraccionamiento del ser. Asimismo, quedó claro que la violencia como negación es inacción: frente a la imposibilidad de levantarse activamente contra los órdenes y las órdenes del dictum que se impone, queda padecer los órdenes y acatar las órdenes; no obstante, el deseo de hacer lo contrario, de llevar la contraria. La violencia afirmación es acción, transitividad activa; la violencia negación es pasión, intransitividad pasiva.
En los terrenos fronterizos de la violencia que es afirmación se ubica la consideración de la violencia que es descomposición-destrucción, o más bien, que connota descomposición-destrucción. La reacción activa de lo humano frente a lo divino es afirmación humana y negación divina: lo humano, no lo divino. La reacción pasiva de lo humano ante lo divino es negación humana y afirmación divina: un querer negar lo divino ante un no poder afirmar lo humano. La violencia que es afirmación es decisión; la violencia que es negación es tensión.
Para esta tercera forma de violencia, que es descomposición-destrucción, la literatura genesíaca ofrece las imágenes más plásticas: 1) Adán al amanecer, contrariando la conminación divina, se convierte en juez del bien y del mal; 2) Caín, fratricida, cuestionando el miramiento divino, se constituye en administrador de la vida y de la muerte; 3) Noé antediluviano, eligiendo entre quienes se salvarán y se perderán, funge de patriarca refundador de los linajes; 4) los arquitectos y obreros de Babel, con disposición de comunicación entre ellos, pretendientes de una torre para llegar a YHWH (Τύχη), aparecen como gramáticos de una imposible lengua común. Descomposición-destrucción: la creación divina se ha corrompido y el hombre, de manera absolutamente imperfecta, es árbitro de moralidad, dispensador de vida y muerte, seleccionador de prosapias, hacedor de lenguajes.
Esta violencia que es descomposición-destrucción es la negación definitiva de la posibilidad de afirmación de lo humano frente a lo divino, y es la afirmación absoluta de la negación de lo divino frente a lo humano. ¿Qué significa esta cuasiparadoja? Que el efecto último de la violencia es la descomposición de todo: se desconfigura el orden creado y dado por lo divino, y se torna inviable el orden pretendido y pactado por el hombre. Al tiempo, también es destrucción de todo: si bien el mundo humano puede sustituir al mundo divino (violencia afirmación) o el mundo divino puede ser padecido por el mundo humano (violencia negación), la violencia, con su inconmensurable potencia destructora, lo arrasa todo, lo aniquila todo: orden divino, orden humano. La vocación hacia la violencia es la descomposición total, es la destrucción total.
Dos momentos, el épico y el trágico, fundan, ambos afincados en la tradición literaria de los griegos, el marco teórico sobre la violencia que, desde la especulación filosófica ateniense y las formas procesales de las instituciones penales romanas (Ferrini, 2017; Mommsen, 2003), se puede llegar a construir. Grecia tributa a Occidente los grandes fundamentos de la reflexión sobre lo esencialmente humano, la violencia, la disposición a la violencia, entre otras muchas cosas:
todo el mundo sabe que a Grecia y a Atenas las inspiraba un deseo único de comprender al hombre. Todo el mundo sabe que quisieron dar cuenta de la vida humana en términos de razón y que instauraron la civilización del logos. Por ello, está claro que iban por delante de las curiosidades que alimentaban a los hombres de otros lugares y en otras épocas [...]. Los grandes mitos sobre el universo y la visión trágica del mundo y de la condición humana solo fueron conocidos y tomaron su valor, unidos a ese interés por el hombre que, desde el principio, caracteriza el espíritu griego. Y los dioses griegos nos conmueven tanto porque las obras literarias los evocan con esplendor, mostrándolos siempre, por cierto, inseparables del hombre, ligados a su vida y definiendo su condición (de Romilly, 1997, p. 14).
El plural autor homérico de la Ilíada atribuye a sus personajes sentimientos que, no obstante su carácter privativo, negativo, de entrada le confieren cierto estatus de dignidad, de elegancia, de estilo a la violencia, siempre puesta en el escenario de la guerra: cólera y piedad, honor y ternura, fogosidad y dulzura, inclemencia y misericordia, venganza y perdón, reciedumbre y benignidad. En los héroes homéricos, destinados a la violencia, anidan los contrastes más paradigmáticos: el furor más extremo y el enternecimiento más indulgente, la rabia más asesina y la disculpa más comprensiva. Patroclo es la serenidad del aguerrido Aquiles. El momento épico griego ofrece unas perspectivas de comprensión de la violencia desde las realidades más definitivas de la condición humana en toda su desnudez: la vida y la muerte, la nuda vida de Agamben a partir de Benjamin y contra Schmitt. Es la presencia constante de la muerte en la vida lo que atenúa o acentúa los índices de la potencia de la violencia: sus distintas formas ante los temores y los dolores, su calificación como acto de valor o de cobardía, su fealdad cuando es cruel y su cosmética cuando, a su pesar, puede tornarse benigna.
En cuanto a las diversas manifestaciones de la violencia, Aquiles, cegado por la cólera, pero conmovido ante la humillación sin límites ni precauciones del viejo rey Príamo,
así habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y asiendo de la mano a Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres, y Aquiles lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo, y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda. Mas así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en su alma y en sus miembros; alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y mirando compasivo su blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras: "¡Ah, infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado" (Homero, 1991, p. 505).
Por su parte, dice Héctor, convencido de su clamor inútil a Atenea, quien lo dejó a merced de la más impetuosa y mortal violencia de Aquiles:
¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte que ni tardará ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos, los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido (Homero, 1991, pp. 453-454).
Pero es, sobre todo y ante todo, el momento trágico de la tradición griega el que con mayor propiedad autoriza una aproximación teórica al espectro de la violencia, la divina violencia. Para Jacqueline de Romilly (1997), al tiempo que la tragedia aparece como una teoría de la violencia, se sitúa cual manifiesto de la Grecia antigua contra la violencia; parodiando uno de sus títulos:
la Grecia antigua, que reflexionó sobre la violencia como ninguna otra geografía y época lo hicieran, obviamente, padeció la violencia. Y la padeció bajo todas sus formas. Se vio involucrada en una interminable serie de guerras; y, en el curso de cada una de ellas, podemos observar medidas represivas que nos parecen espantosamente crueles. Para citar un solo ejemplo, los propios atenienses recordaban que, en pleno siglo v a. C., en una época de prosperidad y florecimiento cultural, se habían apoderado de la pequeña isla de Melos, a la que habían atacado sin razón justificada; y, tras la victoria, habían vendido a las mujeres como esclavas y dado muerte a todos los hombres.
¡Esto es lo que, cuando se terciaba, los atenienses tan orgullosos de su "exquisitez" podían llegar a hacer! ¿Cómo es posible? Ya los griegos habían inaugurado nuestra literatura occidental con la Ilíada, que es una epopeya de guerra, de violencia, saturada de ataques, homicidios y el sordo ruido de los cuerpos al caer desplomados; describe refriegas violentas, heridas fatales, gritos y furores; por todas partes reinan la violencia, la muerte, el duelo y la extinción de la belleza de la vida (de Romilly, 2010, pp. 13-14).
La tragedia de Antígona, del ciclo tebano y el mitema labdácida, y en la construcción sofoclea, ha llamado la atención con matices especiales y diferenciados. En la Fenomenología del espíritu, Hegel, quien con el concepto de Gewalt (violencia) autoriza el paso de la prejuridicidad (barbarie) a la juridicidad (civilización), presenta al personaje femenino como el radical contraste entre la fuerza irracional de la orden de Creonte, que niega la sepultura a Polinices, y la piedad (ευσέβεια) que, fundada sobre un derecho de sangre, responde incruentamente a la conminación cruel (1997, p. 427). George Steiner (1996, p. 77), en Antígonas, barrunta una suerte de oposición moral activa (desobediencia civil, dirá Thoreau) al desafío de la violencia que, de suyo, la prohibición del tirano lleva aneja. Para Martha Nussbaum (1995), tanto Antígona como Creonte, los dos protagonistas, "tienen una concepción del mundo de la elección que impide que surjan conflictos prácticos graves" (p. 91); no obstante, tanto la conminación del uno como la desobediencia de la otra generan un nudo de violencia que se prolongará, precipitando las consecuencias más insospechadas de la tragedia. Walter Kaufmann (1978) asevera que es de Antígona de donde Aristóteles extrae sus dos grandes consideraciones sobre la catarsis y la compasión, finalidades de la tragedia que expone en la Poética, "purificación y piedad que no son frente a la tragedia, sino frente a la violencia" (pp. 323-341).
Para Claudio Magris (2006), Antígona es el texto fundacional de la tradición jurídica de Occidente, además de ser el primero en revelar la violencia que late entre la ley natural y el derecho positivo:
A la inicua ley del Estado, promulgada por Creonte, que niega sentimientos y valores universales, Antígona le contrapone las "leyes no escritas de los dioses", los mandamientos y los principios absolutos que ninguna autoridad puede violar [...]. La obra maestra de Sófocles es una clara expresión del conflicto entre lo humano y la ley, que también es un conflicto entre el derecho (positivo) y la ley (natural) (p. 37).
El cénit de la tragedia es la violencia; más aún, la violencia de los dioses contra los hombres, pero también la necesidad de los dioses de que los hombres cometan actos de violencia en su nombre. ¿Por qué ha de hacerse esta consideración y de afirmarse casi en términos apodícticos? Hybris (ὕβρις) y Némesis (Νέμεσις) son los dos términos de la tragedia: el envalentonamiento de los hombres frente a los dioses y el consecuente castigo ejemplar, siempre con sangre, de los dioses a los hombres. La violencia es el salario de la Hamartía (ajuapría), delito, pecado, falta contra los dioses.
Adelantándome en algo al contenido del apartado que sigue, sobre la violencia sagrada, como primer horizonte de la violencia, en el origen de la tragedia se halla un ritual de extrema violencia: los dioses piden sacrificios (θυσία), los dioses claman sangre (θυσία), los dioses reclaman venganza (εκδίκηση)...
Traído a la vida prematuramente del vientre de Sémele, carbonizada en estado de gravidez, e incubado para terminar su proceso de gestación en el muslo de Zeus, Dionysos, el dios de Nysos, el dios que cruza dos veces la misma puerta, y en cuyo honor se componen, recitan y cantan ditirambos (διθυράμπες), es el prototipo de la vida despreocupada, pero también el modelo de la divinidad olímpica que vindica y reivindica. En su honor, la tragedia (τραγωδία): la danza mímica, el carnaval de enmascarados, el ritual sacrificial de los machos cabríos, las rogativas por la dispensa de las faltas pasadas y las súplicas por los augurios de los tiempos futuros. Las fiestas de las Dionisias urbanas, celebradas en primavera, y las fiestas de las Leneas, apenas entrado el invierno, representaban, a la manera de Nietzsche (2000), "la relación entre el dolor y el honor: los mismos dolor y honor que provocan la misma violencia, la que se celebra, pero también se abomina":
¿De dónde tendría que proceder al anhelo contrapuesto entre lo feo, el dolor y lo bello, el honor, surgido del anhelo, y la buena voluntad, propia del heleno primitivo y en el que se encuentran el pesimismo, la imagen de todas las cosas terribles, violentas, malvadas, enigmáticas, aniquiladoras, funestas que hay en el fondo de la existencia. ¿De dónde tendría que provenir entonces la tragedia? ¿Acaso del placer, de la fuerza, de una salud desbordante, de una plenitud demasiado grande, pero siempre amenazadas y siempre dispuestas a luchar hasta la muerte? (p. 30).
En la hermenéutica nietzscheana la violencia es lo dionisíaco, la afirmación de la vida, del mundo humano, en pugna constante con lo apolíneo, la negación de la existencia, a lo que convida el mundo divino: caos contra cosmos, desorden contra orden, desarmonía contra armonía, equilibrio contra desequilibrio... Una visión en la otra orilla de la interpretación genesíaca referida con anterioridad.
Alfil caprichoso e irredento en las manos de los dioses, el hombre purga con sangre la afrenta contra estos, cometida bien por ignorancia,12 bien por soberbia. Edipo, el parricida e incestuoso inocente, cuyo desconocimiento de los lazos de sangre que le atan a Layo y a Yocasta no le libera de la falta ni le excusa de la culpa, es el destinatario de una inmisericorde violencia de los dioses, quienes se complacen mórbidamente en prolongar su fatalidad en los de su prosapia maldita, siendo Antígona el último eslabón de la cadena de un delito que se hereda y quien, no obstante conoce el sino de la sangre impura que ha recibido como una condena, además de ser traidora a los ojos de Creonte, reclama para esta, su sangre, la reivindicación del honor ante la vindicación del dolor.
Los personajes de la Orestiada, Agamenón, la víctima, Egisto y Cli-temnestra, los victimarios, y Electra y Orestes, los sobrevivientes que vindican y reivindican en nombre de los dioses, cierran el ciclo de la trágica de la violencia, entre el determinismo y la predestinación, entre la libertad y el destino, que el acercamiento a la tradición griega consiente para interrogar si la violencia es el sino de la condición humana.
En Guerra y violencia en la antigua Grecia, André Bernard (2008, pp. 74-81) presenta un cuadro abrumador de los elementos más comunes, que según él trazan la cartografía griega: guerras y violencia, matanzas y crueldades, atrocidades y monstruosidades. Nicole Loraux (2008), en La guerra civil en Atenas. La política entre la sombra y la utopía, escribe:
La historia de la humanidad no es la historia de la paz, es la historia de la guerra. El móvil que impulsa a los hombres no es hacia las buenas acciones, sino solo a aquellas que le garantizan su supervivencia. La voz primera que escucha el hombre no es la que lo conduce al altruismo, sino la que le dice: "¡Sálvese quien pueda!", es decir, "¡Sálvate tú!". La utopía de la paz no es el encanto de la política, sino que la promesa de la política es, propiamente, la violencia. Los griegos, no tan civilizados como nos indican las noticias que tenemos sobre ellos, más bien, vengativos, rencorosos y violentos, pero con cierta dignidad, nos enseñaron que el mundo de la política es stásis, pólemos y guerra civil; esto es, violencia... Violencia, la impronta de la barbarie griega edulcorada como civilización griega (pp. 72-81).
Asumir que la violencia es una pulsión natural del ser humano, amarrada a su instinto de conservación y activada ante la amenaza del daño que viene de afuera, incluso del orden y la orden que el otro impone o trata de imponer, termina siendo un determinismo cuya carga de fatalidad zanja la cuestión de la vocación, disposición o condena del hombre a la violencia de una manera, además de fácil, cómoda: el hombre es violento por naturaleza. Y, como escribí, no se trata de un acto irracional: la violencia es una elección y como opción implica tanto un juicio de discernimiento intelectual como una decisión que nunca es indiferente ante la calificación moral: razón y libertad, inteligencia y volición, comprensión y determinación se exigen, se implican, se retrotraen, ante el hecho de la violencia, en el hecho de la violencia.
Si bien la violencia, en términos reales (Bouthoul), simbólicos (Bourdieu), estructurales (Galtung), es el registro más notorio de la historia de la humanidad en todos los grandes procesos de fundaciones y transformaciones de instituciones, el recurso a ella, sobre todo por los costos, no ofrece justificación alguna: la violencia no puede ser medio; la violencia, de hecho, no es fin. Natural, sin razón ni deliberación, porque se convierte casi en un dinamismo involuntario, es la reacción instintiva al evento que acarrea peligro, que suele ser instantáneo. Cultural, racional y deliberada, dinamismo voluntario, es la violencia sistemática la que configura una sistemática de la violencia, en cuanto sigue y observa un itinerario que, además, la convierte en un aparato: ideación, planeación, ejecución, consumación. Desde este alcance, la violencia, más bien el recurso a la violencia, la práctica de la violencia, emerge como una construcción cultural con dos horizontes, y desde siempre, muy bien perfilados y definidos: la religión y la política. La violencia no es un fenómeno natural, es un hecho cultural, institucional: institucional religioso e institucional político.
¿Qué confiere sacralidad a lo sagrado? El sacrificio. Lo sacro, lo santo, según la definición de Rudolf Otto (2016, p. 81; 2016, p. 47), es lo numinoso, es decir, lo inefable, lo trascendente, lo incomprensible, lo inconmensurable, lo que desborda las orillas del pensamiento, lo que anega las posibilidades de la inteligencia, lo que establece, en la enciclopedia kantiana, los límites de la razón, por qué está más allá del tiempo y del espacio, las formas puras de la sensibilidad. En última instancia, lo arcano: mysterium tremendum et fascinans, el misterio griego, el sacramento latino.
De ofrecer frutos vegetales, a las primicias animales y luego los primogénitos humanos, los sacrificios religiosos instauraron la "normalidad de la violencia contra el chivo expiatorio" (Girard, 1986, p. 57). Religión y violencia, sacrificio y víctima. La víctima sacrificada se hace mito, dogma, verdad; el sacrificio de la víctima, rito, liturgia, celebración; sacrificar a la víctima, ethos, mandamiento, imperativo. En el origen, no del hecho religioso, de la práctica religiosa que instituye y estatuye la religión, la violencia; por tanto, violencia sagrada (Girard, 1983).
La práctica de los sacrificios humanos, con su suerte de atribución patrimonial a las religiones establecidas, "oficiales", es de vieja datación y va desde la súplica confiada por la felicidad en el más allá, en el Libro de los muertos de los egipcios, hasta la celebración iniciática de la cuasisecta en la que solo de lo humano pervive la cabeza totémica de quien fue un niño, como ocurre en la estremecedora novela de William Golding, premio Nobel de literatura de 1983, El señor de las moscas.
La praxis presenta una diversidad de causas y circunstancias: 1) en los ritos funerarios, para proporcionar al difunto acompañantes o servidores (los enterramientos reales de Ur, en Sumer, hacia 2500 a. e. c., los de los monarcas de la dinastía Shang, en China, hacia 1200 a. e. c.); 2) como sacrificio propiciatorio ofrecido a los dioses (de niños en Cartago, aunque esto se ha desmentido últimamente cuestionándose el bulo de los romanos a sus enemigos púnicos, de Ifigenia a Artemisa, cuatro personas vivas en el Forum Boarium de Roma durante la última contienda con los cartagineses); 3) al alimentar a los dioses o promover su vitalidad o poder fecundador (aztecas, Freyr y Nerthus entre los antiguos escandinavos); 4) el sacrificio de los prisioneros de guerra consagrados a un dios (Agag a YHWH [הוהי], Biblia de Jerusalén, 1991 [1 Sam. 15]); 5) el sacrificio del rey anciano para preservar la virilidad y la fecundidad de los seres humanos y los campos (los ahilluka del alto Nilo); 6) el sacrificio vicario, normalmente del tipo cabrito emisario (el pharmakós, (φαρμακός durante las fiestas griegas de las Thargelias, el representado por el dios azteca Xipe Totec) (Brandon, 1975, pp. 1267-1268).
En la literatura bíblica se pueden encontrar los dos modelos más paradigmáticos de sacrificios humanos que aparecen como ofrendas de víctimas a la divinidad: la una, tentada; la otra, consumada. El primero, perno constitutivo de las instituciones veterotestamentarias: la Kahal (להק) hebraica: el sacrifico de Isaac: violencia no efectuada. El segundo, evento inaugural de las estructuras neotestamentarias: la Ekklesía (Eκκλησία) cristiana: la crucifixión de Jesús de Nazaret, espectáculo de violencia tan obsceno como desgarrador.
Sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: "¡Abraham, Abraham!". Él respondió: "Heme aquí". Díjole: "Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga". Levantose, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abraham los ojos y vio el lugar desde lejos. Entonces dijo Abraham a sus mozos: "Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros". Tomó Abraham la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abraham: "Padre". Respondió: "¿qué hay, hijo?". "Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?". Dijo Abraham: "Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío". Y siguieron andando los dos juntos. Llegados al lugar que le había dicho Dios, construyó allí Abraham el altar, y dispuso la leña, luego ató a Isaac, su hijo, y le puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó Abraham la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Entonces le llamó el Ángel de YHWH (הוהי) desde los cielos diciendo: "¡Abra-ham, Abraham!". Él dijo: "Heme aquí". Dijo el Ángel: "No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único". Levantó Abraham los ojos, miró y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue Abraham, tomó el carnero, y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo (Biblia de Jerusalén, 1991, [Gén. 22, 1-13]).
Al tiempo que la demanda del sacrificio de Isaac manifiesta la más extrema de las paradojas de la fe, evidencia la ritualización de la violencia, no consumada, como elemento fundante de una tradición religiosa que se institucionalizará. Es el hecho incomprensible de la petición del sacrificio de Isaac, chivo probatorio, lo que realiza la dimensión más numinosa de lo religioso, que genera temor y temblor (Biblia de Jerusalén, 1991 [Fil. 2, 12]). No es gratuito que, justo a partir de esta perícopa genesíaca, recreándola a su manera, Kierkegaard haya puesto las bases de lo que luego será la corriente existencialista, que es, entre otras cosas, una proclama en favor de la humanidad y en contra del absurdo de la guerra, del sinsentido de la violencia urdida como un programa ideológico de descomposición y de destrucción, como una sistemática totalitaria de negación y de aniquilación.
El Nuevo Testamento es la tragedia superlativa del crucificado, víctima irredenta de la crueldad de su Dios, chivo expiatorio, centro de una perversa cristología hamartocéntrica, la más hórrida de las plásticas de una sacrálica de la violencia que pueda llegar a cometerse. Los tres relatos sinópticos del sacrificio redentor de Cristo (Biblia de Jerusalén, 1991, [Mt. 26, 1-27, 5; Mc. 14, 1-15, 39; Lc. 22, 1-23, 56]), plenifican los cuatro cantos del Siervo de YHWH (הוהי) de la literatura profética de Isaías (Biblia de Jerusalén, 1991, [Is. 42, 1-9; 49, 1-7; 50, 6-11; 52, 13-53, 12]). Jesús de Nazaret, sometido al escarnio de los hombres, con la más demencial aprobación divina, es la víctima en la que la violencia se hace sevicia:
tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana [...]. No tenía apariencia ni presencia, le vimos y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta [...]. Le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado [...]. YHWH (הוהי) descargó sobre él la culpa de todos nosotros: fue oprimido y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca [...]. Mas plugo a YHWH (הוהי) quebrantarle con dolencia [...]. Se dio a sí mismo en expiación y YHWH (הוהי) lo aceptó (Biblia de Jerusalén, 1991 [Is. 52, 14-53, 2. 4. 6-7. 10]).
Con delectación morbosa la agustina alemana Ana Catalina Emmerich versionó, con los énfasis de sus visiones y estigmas, los episodios evangélicos de esta violencia infligida a Jesús de Nazaret en La amarga pasión de Cristo, libro sobre el que se elaboró el guion de La pasión de Cristo, la brutal producción cinematográfica de Mel Gibson, realizada en 2003.
Sin el beneficio de la duda, vale decir que ha sido René Girard el pensador que con más fino acierto, en épocas recientes, ha centrado de modo general la atención de sus reflexiones en la violencia, concentrándolas de manera particular en la violencia sagrada. Sin embargo, no se le queda muy atrás en esta misma senda el filósofo de Yale y profesor de la New School for Social Research de Nueva York Richard Bernstein, autor de Violencia. Pensar sin barandillas (2015), quien, desde un horizonte interdisciplinar, presenta y comenta las propuestas teóricas que sobre la violencia ofrecen, desde distintas orillas, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Hannah Arendt, Frantz Fanon y Jan Assmann, poniéndolas en diálogo con las recepciones, convergentes y divergentes, y los matices de Jacques Derrida, Judith Butler, Simon Critchley y Slavoj Žižek.13
Tomando una dirección en contravía de la de Freud, en la que la violencia es una canalización del instinto de destrucción derivado de la pulsión de muerte, y paralela a la de Lévi-Strauss (1997), que asume que en las culturas primitivas se repite constantemente una serie de patrones rituales, entre los que se encuentra el sacrificio de la víctima, bien el infante, bien el delincuente, bien el forastero. Girard acuña la categoría de rivalidad mi-mética para explicar con ella la violencia y para vincularla con lo sagrado.
En el origen de toda sociedad, como construcción cultural, se encuentra la violencia, que se asume como práctica propia al tener noticia de que es también práctica de otras sociedades: quienes fundan, fundan sobre lo que traen. Imitar la violencia de otros es un acto mimético de apropiación. Pero no solo se trata de imitarla, también de superarla: de ahí surge la llamada rivalidad mimética. Y ¿dónde ocurre la violencia "primordial" que de otros se toma para superarla tras su apropiación? En el escenario religioso, ámbito del sacrificio, pues el sacrificio es el medio de cohesión del grupo, la calidad del sacrificio es el criterio de diferenciación y de superación de un grupo con respecto a otro. El sacrificio es lo que se reproduce, lo primero que se imita, mímesis sacrificial; se mejora, se supera y, en último término, constituye la identidad más genuina de un grupo frente a otro. Mejorar el sacrificio mimético trae consigo una disposición, una especie de rivalidad sacrificial, en la que la violencia aparece como una competencia no entre unos y otros, sino de unos con otros.
En Girard el sacrificio tiene una doble función: 1) fundar la comunidad y vincular a sus miembros; 2) vengar toda infracción que atenta contra la cohesión del grupo. Con estas dos finalidades la víctima, sujeto del sacrificio, reviste un carácter de inocencia extrema, de pureza sin mancha, en el primer caso, cuando se trata de inmolarla para remontar a los orígenes y a los fundamentos constitutivos; también, de culpabilidad total, de falta absoluta, en el segundo caso, cuando se trata de castigarla para sancionar la conducta réproba y ejemplarizar tal castigo, escarmiento para los demás. Tanto en la víctima no culpable como en la víctima culpable, y teniendo en cuenta que ambos sacrificios se insertan en el interior de lo sagrado, violencia sagrada creadora (Isaac), violencia sagrada redentora (Jesús de Nazaret), "la sociedad desahoga toda su violencia" (Girard, 1983, p. 35).
Para Girard (1983), las grandes ideologías fundadoras de instituciones, las creencias religiosas, las corrientes filosóficas, las posturas científicas no han hecho nada distinto de intentar velar los orígenes de las civilizaciones humanas sembrados en la violencia, en los actos violentos de los sacrificios:
el sacrificio revela la violencia del ser humano y solo a través del estudio del sacrificio, es decir, de la violencia cultural congénita al ser humano, se podrá volver a entender la naturaleza del ser humano y de las estructuras sociales, originadas por la violencia, mediadas por la violencia, finalizadas por la violencia (p. 267).
Para concluir, sostiene Girard que las instituciones religiosas y políticas encierran en sí grandes contradicciones al intentar ocultar la violencia, incluso contenerla, cuando en sus orígenes está la violencia misma: los rituales religiosos, las prácticas políticas, los procedimientos jurídicos no son más que formas de salvar al hombre de sí mismo, para permitir que el hombre, que precisa desahogar su violencia natural, no instintiva, lo haga a través de instancias socialmente aceptables y aceptadas. Si otrora era el sacrificio de la víctima ofrecida, hoy es el sacrificio de la propia violencia.
Sin llamar a comparecer la disputa por la política y lo político, desde el alcance aristotélico y la revisita hecha por Arendt (1999), si se entiende, y con un alcance semántico muy restringido de la política como praxis para alcanzar y ejercer el poder, se puede afirmar que el poder está connotado por la violencia. En el segundo apartado de Sobre la violencia,Arendt (2006, pp. 48-79) hace un juicioso examen de la íntima relación entre política y poder, especulando, además, frente a las categorías que le son próximas al poder: potencia, fuerza, autoridad, para dirigirse, con especial atención, a la noción de violencia, cuya distinción esencial la constituye su carácter instrumental, manteniendo cierta vecindad fenomenológica con la potencia, "dado que los instrumentos de la violencia, como todas las demás herramientas, son concebidos y empleados para multiplicar la potencia natural hasta que, en la última fase de su desarrollo, puedan sustituirla" (Arendt, 2006, p. 63).
Me resulta preferible, en atención a la herencia de la polis ateniense (el lugar de convivencia histórica de los hombres, en el cuidadoso y preciso ejercicio filológico heideggeriano), pontificar que la política no se ocupa del poder ni del aparato en el que se institucionaliza, instrumentaliza y califica (Passerin d'Entrèves, 1997), a saber, el Estado, sino de lo público. Sí, de lo público, de lo común, de lo colectivo, que es viable solo cuando lo privado le cede y le concede: le cede el interés particular, le concede la apetencia individual (Weil, 2014, p. 17). ¿Qué interés particular, qué apetencia individual? La insociabilidad, se desprende de la lectura aún superficial, de la Idea para una historia universal en sentido cosmopolita, de 1784, de Kant, texto tan afecto a Weil y del que da implícita cuenta en su declaración de deberes de Echar raíces. El interés particular y la apetencia individual siempre están signados por el egoísmo y la envidia, y el afán de competencia, entradas que en el diccionario hobbesiano suman para apuntalar el estado de naturaleza, en el que la violencia, guerra de todos contra todos, bellum omnium contra omnes, está ahí, en el que parodiando el verso de La comedia de los asnos o Asinaria del comediógrafo latino Plauto, que no sentencia de Hobbes, traída y abreviada en De cive (homo homini lupus): lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit homo homini lupus, "lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro" (Plauto, 1992, p. 138).
La insociabilidad no se supera, precisa de neutralizarse. ¿A través de qué hacerlo? Del pacto. En este, y mediante este, se hace la deposición de la fuerza instrumental de la potencia de daño; es decir, de la violencia, en un soberano, institución encarnada que deviene jurídica. El monopolio de la violencia, radicado en el soberano, garante de la seguridad, salvaguarda de la protección, permite el tránsito de la insociabilidad a la sociabilidad. Pero es de notar que, no obstante, y por permanecer la violencia siempre ahí, latente, la insociable sociabilidad,14Ungesellige Geselligkeit, es el estigma de la política, una suerte de marca de Caín.
De la comprensión de una tendencia genética, me reservo el calificativo de natural, del hombre a la violencia, a la destrucción, al daño, a la venganza, inclusive, y cuyo mojón moderno se enclavija en Hobbes, y de quien reclama su paternidad como el que más, en el siglo XX, Carl Schmitt, se sigue la elaboración de una política de la violencia, como otro paisaje de la violencia, en un marco teórico del que luego habrá de extraerse la categoría de conflicto como referente obligatorio de primer orden.
Con validez se podría argumentar que una política de la violencia estaría desestimada en la Modernidad por Rousseau, tras cuya zaga, tengo para mí, avanza Arendt, con su particular noción de consenso. Mientras que, por el contrario, estaría alentada por Hobbes, quien inspira el conflicto en la acepción schmittiana, de la que hay que salvar atenuantes y remarcar agravantes.
A diferencia de Hobbes, para quien al estado de naturaleza, que es la discordia, lo mueven la competencia, la desconfianza y la gloria (2016, pp. 136-139), para Rousseau (2017, pp. 4-7) tal estado de naturaleza no es un estado de guerra por el elemental motivo de que se trata de un estado de aislamiento. El hombre natural de Rousseau es un hombre solitario, habitante de una naturaleza que no le es hostil, en relación con la cual experimenta dificultades para satisfacer sus primarias y limitadas necesidades:
El estado de naturaleza no es un absoluto, como repiten sin cesar aquellos contra los cuales polemiza Rousseau, una condición "desgraciada"; incluso se puede afirmar, paradójicamente, contradiciendo a Hobbes, que "es el más favorable para la paz, el más conveniente para el género humano". No hay, pues, ninguna necesidad que obligue a salir de él (si acaso el problema reside en cómo se salió de él, dado su carácter pacífico y estable), y el pasaje al estado civil es provocado tan solo por el "concurso fortuito" de varias causas externas que podrían incluso no haberse producido nunca, sin las cuales el hombre hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, una condición en la que la desigualdad era desconocida, pues de las dos clases de desigualdad entre los hombres, la natural y la moral o política, la primera es con mucho la menos importante, y en el estado de naturaleza no ejerce casi ninguna influencia (Petrucciani, 2008, p. 113-114).
El del estado de naturaleza rousseauniano no es un hombre perverso; es, contrariamente, un buen salvaje, un pacífico salvaje, no un actor/reactor de ningún tipo de violencia salvaje; dueño de sí, preocupado por sí, sin egoísmo ni egocentrismo, confiado ante el eventual encuentro con el otro, sin maldad ínsita. Al respecto, y sin forzar en lo mínimo el contexto de sus apreciaciones, Susan Neiman (2012) hace esta referencia:
El mal surgió en el mundo a lo largo de un lento desarrollo durante el cual los seres humanos se enajenaron de su propia, auténtica naturaleza. Así pues, el mal es extrínseco, no intrínseco a lo que somos e implica precisamente concentrarse en lo externo más que en lo esencial. El buen salvaje sabe quién es y qué necesita sin tomar en cuenta las opiniones ni las necesidades de los otros [...]. La caída no estuvo presente en el proceso social mismo. La historia comenzó en aislamiento. Los salvajes recolectaban alimentos, se encontraban ocasionalmente para copular, y se desperdigaban de nuevo sin más emoción que la capacidad para la lástima, que toma el lugar de la benevolencia activa [...]. Ese aislamiento radical, imaginó Rousseau, era roto de vez en cuando por un incidente natural (p. 79).
Para Rousseau (1993, p. 25) la política no es disuasión, prevención, del conflicto, sino persuasión, convicción, del consenso: la política no puede ser prolongación de la guerra por otros medios,15 la política no está, no puede estar, al servicio de la violencia, ni para promoverla ni para detenerla, porque no es garantía de intereses opuestos, sino de lo que de convergente tienen estos intereses. En el segundo libro de El contrato social, recuerda que la legitimidad y la racionalidad de la institución estatal no vienen dadas por la simple necesidad de salir del estado de naturaleza, sino en virtud del consenso, cuya finalidad es procurar el bien o el interés común. Los intereses particulares y las apetencias individuales no son argumentos en favor de la insociabilidad, cuya expresión es la violencia, sino que, muy por el contrario, son los motivos del pacto de unión en el que se concilian y se hacen solidarios.
Los sujetos de la política son pares, amigos entre los que la violencia no tiene lugar. Schmitt, asumiendo como ingenua la postura rousseauniana, comete una inteligencia de la política como una relación entre amigo y enemigo, en la que el conflicto, lejos del consenso, la violencia, no la paz, la tentación de la violencia, no la ilusión de la tranquilidad (Agustín prefiere tranquilitas a pacis), la opción por la violencia, no la decisión del acuerdo, permean de modo permanente todo cuanto implica el encuentro con el otro.16
La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducir-se todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo […]. El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo. En último extremo pueden producirse conflictos con él que no pueden resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero "no afectado" o "imparcial" (Schmitt, 1998, p. 57).
Bajo el marbete de realista inflexible, como Maquiavelo, Schmitt, tal vez justificado en su militancia fanática en la causa del nacionalsocialismo y en su profesión de fe más ortodoxa al credo pangermánico de Haushofer, radicalizó con vehemencia la premisa de que lo que, por esencia, define la política es la relación amigo-enemigo, enfrentados en un conflicto sin tregua ni fatiga, que no precisa resolverse ni por vías jurídicas, ni convencionales, ni de mediación, sino por caminos contundentes, entre ellos, por supuesto, la violencia.
La visión schmittiana de la consideración de la política como escenario del poder, del dominio, de la fuerza, del conflicto, de la violencia, ha animado numerosas reflexiones, oposiciones y controversias, así como ha precipitado los argumentos más enfebrecidos para auspiciar y sostener ejercicios de poder excesivos, alinderados tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, fascistas y socialistas. También, llama la atención, por ejemplo, que voces de víctimas y sobrevivientes del programa totalitario del nacionalsocialismo, pensadores y artistas judíos, se ubicaran en las antípodas schmittianas: la ya citada Hannah Arendt, apenas elemental, Hans Jonas, Emmanuel Lévinas, Primo Levi, Vladimir Jankélévitch, Simone Weil, Eric Voegelin, Hermann Broch, Thomas Mann, Hans Kelsen, predecesor de su cátedra en Colonia... Para sus amigos, mucho menos para sus enemigos, utilizando sus categorías de ismos, se constata, Schmitt no es indiferente.
Schmitt comete una apología de la política como conflicto sin cuartel, que tiene como núcleo más irreductible el dominio y que, por sí solo, canoniza la violencia como medio para obtenerse y como fin para mantenerse. El conflicto schmittiano desborda la domesticación y el sometimiento a las reglas del derecho y la democracia, porque el derecho, y en particular la constitución,17 está para servir al gobernante, juez constitucional, y la democracia, con su institución parlamentaria, no es más que un sofisma de atomización del poder. Parlamentarismo, no; decisionismo, sí. De hecho, es la decisión autónoma (dictum) de la autoridad soberana, concentrada en uno, no la decisión debatida (parlamentum) del parlamento, dispersada en muchos, el fundamento que funda el orden y da la orden.
Schmitt opone la organización social a la organización política. La primera es el resultado de la superación del conflicto, mientras que la segunda solo es posible por la frecuencia de la espiral del conflicto: la organización social es una comunidad de amigos; la política, de amigos-enemigos: amigos-enemigos internos, cuando el poder policíaco estimula, no resuelve los conflictos; amigos-enemigos externos, cuando el poder diplomático solo está para mantener unas relaciones cordiales con los otros estados soberanos, frente a los que hay que mantenerse en estado de desconfianza.
Cierto deje de una antropología cainita se percibe en el discurso sch-mittiano, de una visión pesimista y desconfiada, envidiosa y competitiva:
El Hombre -toda expresión con el carácter formal de esta generalidad es siempre un aventurarse- se encuentra como poder en lucha por su ser, esto es, en la oposición entre lo confiable y lo extraño, entre amigo y enemigo. El otro no es mi hermano, no es mi prójimo, no es mi próximo. ¿Dónde está tu hermano? ¿Soy yo, acaso guarda de mi hermano? [...]. La relación amigo-enemigo se conceptualiza en Schmitt como la constitución esencial del hombre, porque ella se distancia de toda determinación concreta, y de esta manera, asume al ser humano como una cuestión abierta, como poder (Serrano, 2002, p. 25).
Para Schmitt el otro, hostis, hostil, enemigo, debe ser reducido, sometido, aniquilado. La violencia es una bandera al servicio del soberano y el aparato jurídico no aparece más que como una especie de lecho de Procusto, cuya medida son las necesidades y las apetencias del soberano en relación con sus súbditos: se alarga cuando se precisa, se acorta cuando es menester.
De la visita a Schmitt (2013), obligatoria para dibujar el respectivo acápite de la política como horizonte de la violencia, vuelve a quedarme la sensación de una significativa paradoja, que no creo admita justificación, en la apología que hace del partisano: el único enemigo a quien hay que acompañar y estimular es al que se levanta contra el poder invasor. ¿Qué, si no un poder invasor, fue la Alemania nacionalsocialista a cuya causa se entregó? ¿Qué, si no invasiva, es toda forma autoritaria de ejercicio del poder?
Para cerrar, vale incluir una última anotación: mientras que para Arendt la política de la violencia que lleva al consenso pasa por la revolución, para Schmitt la política de la violencia que sostiene el conflicto perpetúa la guerra.
Amparándose en la teoría contractualista que da cuenta del origen del Estado, teniendo como principio el pacto y como finalidad la concentración y el ejercicio exclusivo de la fuerza, Weber (2012, p. 664) define este como la asociación que mantiene con éxito el monopolio de la violencia legítima. ¿Mediante cuál instrumento el Estado no solo se hace titular, sino que también dispone del aparato y el uso de la violencia legítima? Mediante el derecho.
No es difícil, entonces, colegir que, desde la mirada weberiana, el derecho tiene un carácter eminentemente mediático, en cuanto está al servicio de la causa de la legitimación de la violencia estatal, la única autorizada, la única reconocida. ¿Qué se deriva, a su vez, de esta conclusión? Que si el derecho es el argumento instrumental, no racional, que justifica y permite la violencia del Estado, en la medida en que le confiere su monopolio, se debe a que, de suyo, el derecho contiene una inocultable carga de violencia; más aún, la violencia del Estado, legítima y legitimada por el derecho, se realiza mediante la violencia del derecho, legítima, además de legal per se.
Según Weber (2012), existen tres tipos puros de dominación legítima, cuyo fundamento primario puede ser de carácter racional, de carácter tradicional y de carácter carismático. Interesa solo para efectos de la exposición que estoy desarrollando el fundamento de carácter racional, "que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad (autoridad legal)" (p. 172). Ante la aseveración weberiana, pregunta Schmitt: "¿En qué se sustenta, entonces, la legitimidad de la legalidad?":
La legitimidad de la legalidad se basa en la autoridad, en su capacidad de generar y mantener las condiciones "normales" que hacen posible la vigencia del derecho: auctoritas non veritas facit legem. El control monopólico de los medios de coacción es, por tanto, una condición no necesaria (no suficiente) para adquirir el monopolio de la decisión última, gracias al que se crea el orden que permite distinguir entre lo legítimo y lo ilegítimo. Porque cada orden se basa en una decisión [...]. También el orden legal, como todo orden, se sustenta en una decisión y no en una norma [...]. Por su parte, la decisión nace, considerada normativamente, de la Nada. La fuerza jurídica de la decisión no es el resultado de la fundamentación (Serrano, 2002, p. 5).
Schmitt concede poca relevancia a la clásica discusión sobre la primacía, tanto cronológica como jerárquica, del derecho sobre el Estado y viceversa. De hecho, Schmitt no es un teórico del Estado, lo es del derecho, de la constitución, teorías de las que se desprende, por necesidad, la imagen de un Estado total (¿totalitario?). Dando por sentada la existencia del Estado, cuya esencia "es la soberanía entendida como el poder supremo que tiene la facultad de tomar la 'decisión' última, es decir, la decisión estrictamente política" (Serrano, 2002, p. 4), le asiste la convicción del recurso al derecho para legitimar (¿legitimidad legal?), para reconocer, el monopolio de la violencia titulado en el Estado. De cuño hobbesiano, como sostuve antes, no obstante, en Schmitt no se residencia ningún contractualista: la existencia del Estado está dada, supuesta, presupuesta, es más, impuesta, sin importar siquiera si devino de un pacto, de un debate, de un consenso.
El Estado, realidad política, realidad total, está ahí, resultado de una decisión soberana, sin consulta previa, sin acuerdo discutido, sin diálogo precisado; su razón de ser es una toma de postura soberana, radical, apodíctica, imperativa, por parte del soberano, quien sabe qué se ha de hacer, definir y combatir al enemigo, y qué se ha de evitar, entregarse tanto a las simpatías como a las debilidades del amigo, porque eventualmente podría metamorfosearse en enemigo. El Estado es la decisión soberana que mantiene en tensión, sobre la sospecha, sobre la desconfianza, sobre la suspicacia, la relación amigo-enemigo; esto es, el Estado es una suerte de pulsión política porque, por naturaleza, hecho político, no jurídico, está constituido por la propia dinámica de lo político: la reciprocidad amigo-enemigo.
¿Dónde y cuándo el derecho? El derecho, ahí, en el Estado concreto, y en ninguna parte, en la Nada abstracta; el derecho, siempre, en el curso ordinario (normal) de los acontecimientos, y nunca, en el decurso extraordinario (anormal) de los eventos de conmoción, que, en caso de no darse, precisan hacerse dar por el estado de excepción18 que justifica la decisión del soberano sin que un orden jurídico, siquiera, lo limite, entre otras cosas, porque la decisión supone, eventualmente, la instauración de un nuevo orden normativo (decisionismo vs. normativismo).19 Al comenzar su Teología política, definiendo la soberanía, Schmitt (2009) escribe:
Soberano es quien decide sobre el estado de excepción [...]. A él corresponde que su definición no pueda conectarse al caso normal, sino al caso límite [...]. Por "estado de excepción" se entenderá un concepto general de la doctrina del Estado, no un decreto de necesidad cualquiera o un estado de sitio. Una razón sistemática lógico-jurídica hace del estado de excepción en sentido eminente la definición jurídica de la soberanía. Pues la decisión sobre la excepción es decisión en sentido eminente. En efecto, una norma general, la representada, por ejemplo, en un principio jurídico válido normal, nunca puede captar una excepción absoluta ni, por tanto, fundar la decisión de que está dado un caso excepcional auténtico [...]. El caso excepcional, el que no está previsto en el orden jurídico vigente, puede a lo sumo ser calificado como caso de extrema necesidad, de peligro para la existencia del Estado o de otra manera análoga, pero no se puede delimitar rigurosamente. Sin embargo, este caso actualiza el problema del sujeto de la soberanía, o sea, el problema mismo de la soberanía. Ni se puede señalar con claridad cuándo un caso es de necesidad, ni cabe tampoco prevenir rigurosamente lo que en tal sazón conviene si el caso de necesidad es realmente extremo y se aspira a dominar la situación. El supuesto y el contenido de la competencia son entonces necesariamente ilimitados (pp. 13-14).
De la lectura de las observaciones hechas por Schmitt al respecto se concluye que la decisión del soberano, primera o última, decisión política, no jurídica, de hecho, no tiene por qué circunscribirse ni referirse a un orden jurídico (el estado de derecho), ni a un ordenamiento jurídico (la normativa del derecho). Previa al derecho o creadora, justamente, de las condiciones para el derecho, para su existencia y su aplicación, es la decisión soberana, legítima, la que le confiere, a su vez, legitimidad a la legalidad, legitimidad que hace la norma, pero que no se identifica con la norma, ni depende de la norma, porque no es la norma ni se realiza en la norma. La decisión soberana hace al soberano, y soberano es quien decide sobre el estado de excepción: "Soberano es el poder supremo, independiente de la legalidad, primario, no derivado" (Gómez, 1986, p. 211). En el estado de excepción es en el que se manifiesta con la mayor transparencia el ser de la autoridad estatal. Es el estado de excepción lo que hace la diferencia entre decisionismo, decisión, y el normativismo, norma jurídica, como fundamento de la verdadera autoridad: la decisión del soberano, realización de la soberanía, sobre el estado de excepción, que crea derecho, no necesita la existencia de ningún derecho.
Lo novedoso del planteamiento schmittiano es la introducción de la categoría de estado de excepción, mas no el establecimiento del nexo íntimo entre soberanía y decisión, lo que Schmitt (2009) le reconoce a Jean Bodino: "El mérito científico de Bodino, el fundamento de su éxito, se debe a haber insertado en el concepto de soberanía la decisión" (p. 15). Con ello, "claramente se ve ya en Bodino que el concepto -soberanía- se orienta hacia el caso crítico, es decir, excepcional" (Schmitt, 2009, p. 14). Schmitt (2009), a diferencia del resto de los estudiosos que se han dedicado al tópico de la soberanía, hurga en Bodino para ir más allá de su frecuentemente citada definición, "la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república", del capítulo X del primero de Los seis libros de la República. Encuentra que a Bodino lo mueve una pregunta:
¿Hasta qué punto está el soberano sujeto a las leyes y obligado frente a los estamentos sociales?". Esta pregunta, particularmente importante, la responde "diciendo que las promesas obligan porque la fuerza obligatoria de una promesa descansa en el derecho natural; pero, en caso de necesidad, la obligación deja de serlo por virtud de los mismos principios generales del derecho natural" (p. 15).
Para Schmitt (2009), adhiriéndose y exaltando a Bodino,
el príncipe solo está obligado frente al pueblo y los estamentos cuando el interés del pueblo exige el cumplimiento de las promesas, pero no lo está "si la nécesité est urgente" [...]. Lo que es decisivo en la construcción de Bodino es haber reducido el análisis de las relaciones entre el príncipe y los estamentos a un simple dilema, referido al caso de necesidad. Eso es lo verdaderamente impresionante de su definición, que concibe la soberanía como unidad indivisible y zanja definitivamente el problema del poder dentro del Estado" (p. 15).
Pero, ciertamente, en considerable medida, da la impresión de que las raíces del estado de excepción también las encuentra Schmitt (2009) en el mismo Bodino:
Apenas se encuentra hoy un solo trabajo sobre el concepto de la soberanía que no registre las habituales citas de Bodino. Pero ninguno recoge aquel pasaje central de la República. Se pregunta Bodino si las promesas hechas por el príncipe al pueblo o a los estamentos anulan su soberanía. Contesta, refiriéndose al caso de que fuese necesario obrar contra tales promesas, modificar o derogar las leyes, "selon l'exigence des cas, des temps, et des personnes" [según lo requieran las ocasiones, los tiempos y las personas]. Si en tal sazón hubiese el príncipe de consultar previamente al senado o al pueblo, tendría que hacerse dispensar por sus súbditos. Solución que Bodino califica de absurda; pues como quiera, dice Bodino, que los estamentos tampoco son señores de la ley, tendrían, a su vez, que obtener la dispensa de sus príncipes, y la soberanía sería "jouée à deux parties" [se ejercería por las dos partes]: el pueblo y el príncipe serían señores alternativamente, lo cual va contra toda razón y derecho. Por eso la facultad de derogar las leyes vigentes, sea con carácter general o especial, es el atributo más genuino de la soberanía, del que Bodino pretende deducir los restantes (firmar la paz y declarar la guerra, nombrar los funcionarios públicos [sic], ejercer la jurisdicción suprema, conceder indultos, etcétera) (p. 15).
En estado de normalidad prima el principio de legalidad, es decir, el criterio normal de aplicación de la norma; en estado de anormalidad, de excepción, de extrema necesidad, de peligro para la existencia del Estado, el principio de legalidad se transforma en una suerte de principio de legitimidad, sobre el que descansan todas las facultades ilimitadas, excepcionales, de las que se inviste y reviste el soberano para tomar la decisión, primera y última, que se hace norma, y en cuanto legítima, se configura como norma y se connota por su legalidad: "en el caso excepcional, el Estado suspende el derecho en virtud de un derecho de autoconservación" (Serrano, 2002, p. 6), y como no es posible prevenir ni tipificar la excepción absoluta, por su potencia permanente, el poder de la autoridad soberana debe ser, entonces, ilimitado: prínceps legibus solutus est.
Para Schmitt la legitimidad, la decisión legítima del soberano, lleva a la legalidad, como insinué en el párrafo anterior, decisión legítima que se hace norma, pero no en el sentido formal de la ley, vale decir, las normas que se hacen fuentes formales del derecho, que suman dentro del ordenamiento jurídico. Y es el cariz de legitimidad, la decisión de la voluntad que sustenta la validez de las normas en su poder, el alcance político de la ley, lo que define, en el sentido más propio, la violencia, legítima, del derecho.
A través del derecho, y por extensión, de las facultades ilimitadas del soberano, por comprensión de la decisión legítima del soberano, el Estado se autoconserva enfilando a los amigos y aniquilando a los enemigos, en cuanto que, en último extremo, tanto el derecho como el Estado concretan y expresan el más auténtico de los acaeceres humanos, lo político, la relación amigo-enemigo: una tensión que es potencialidad real, no actual, de la violencia, que hace que esta, por tanto, se constituya en la esencia de lo político.
En Schmitt la vocación del derecho es la de la violencia legítima, con la dificultad de superar el escollo que en su planteamiento presenta la contraposición legalidad/legitimidad, que
reflejaría, también, la dicotomía típica del pensamiento schmittiano entre norma y decisión. La legalidad sería característica de un Estado entendido como un sistema de normas generales y abstractas, como una máquina que funciona de acuerdo a reglas de racionalidad formal, mientras que la legitimidad sería elemento propio de una formación política basada en una decisión fundamental unitaria y capaz en todo momento de tomar decisiones políticas, es decir, distinguir entre amigos y enemigos (Gómez, 1986, p. 254).
Agamben (2004) cuestiona el espectro de la violencia legítima del derecho, a cuyo servicio Schmitt pone al derecho, señalando que el estado de excepción, lugar y momento que legitima la violencia legítima del derecho, deja sin piso todas las condiciones de una comunidad, reduciéndolas a una especie de mera existencia sin normas ni principios, y citando a Schmitt, puntualiza:
La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física infligida a otros seres humanos que están al lado del enemigo, todo esto no tiene un sentido normativo, sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en ideales programas o estructuras normativas cualesquiera (Agamben, 2004, p. 121).
Uno de los más conspicuos pensadores del siglo XX que abordaron con mayor conciencia y énfasis la relación entre el derecho y la violencia fue Walter Benjamin. Entre admirado y vilipendiado, sus reflexiones sobre el tema confluyen en su paradigmático ensayo Zur Kritik der Gewalt, Para una crítica de la violencia (Benjamin, 1999; 2007b; 2020; 2022), elaboradas entre 1920 y 1921, año de su publicación, una época en la que los fragores de las revoluciones espartaquista en Alemania y bolchevique en Rusia todavía se percibían con todos sus furores. Tal vez la fuerza con la que se percibía en el ambiente el eco de estas fue la que movió a Benjamin a darse a la tarea de profundizar en la reflexión sobre la legitimidad/legalidad de la violencia derivada del doble proceso de juridificación de la Alemania weimariana, posterior a la Gran Guerra, y de la Rusia poszarista y presoviética, y de respuesta armada a las insurrecciones socialistas. La tragedia de la Europa que despierta del cándido sueño de la Belle époque a la pesadilla aterradora de la Primera Guerra Mundial hace que Benjamin apueste por una muy particular comprensión de la violencia, de muy difícil catalogación en la teoría del derecho, por la reivindicación de su lugar entre la justicia que persigue como fin y su moralidad aceptable en cuanto medio, la teoría política, por los nuevos espectros del parlamentarismo y tendencias del republicanismo que se fueron imponiendo tras la disolución de los imperios alemán y austro-húngaro después de 1918, la filosofía de la historia, por el desvanecimiento de los grandes ideales ilustrados que terminaron, solo ejemplificando desde las trincheras de la muerte, por demostrar, a guisa de Goya, que, en efecto, el sueño de la razón engendra monstruos, y la filosofía de la religión, por la afirmación del carácter eminentemente sacrificial de las tradiciones del judaísmo y del cristianismo, que hacen de la violencia sagrada la causa primigenia para fundar y conservar. Es bien puntual la anotación de Honneth (2009):
Como muchos textos de Walter Benjamin, también este artículo es de una sutileza que confunde profundamente, porque parte de una cuestión objetiva, directamente académica, y en el transcurso de la argumentación se produce un pasaje casi imperceptible hacia las especulaciones religiosas. Escrito entre fines de 1920 y principios de 1921, en un momento en que el autor, que tenía entonces 28 años, todavía estaba muy influido por la lectura de El espíritu de la utopía de Bloch, el estudio parece abocarse a una cuestión que inquietó y ocupó a muchos contemporáneos inmediatamente después de las revoluciones en Rusia y Alemania: ¿a qué tipo de legitimidad podía aspirar la violencia -ese fue el principal desafío de la teoría del derecho y la filosofía política en los comienzos de la República de Weimar- que había estallado en los levantamientos revolucionarios más allá de todos los contextos de fiindamentación del derecho público? Pero Benjamin no se atiene al círculo restringido de los problemas que toca esa pregunta, todos más o menos relativos a la filosofía del derecho, sino que lo trasciende después de unas pocas páginas en dirección a una problemática muy distinta, que él llama de "filosofía de la historia". Es evidente que su verdadero tema no es el lugar de la violencia en el derecho moderno; tampoco se dedica en lo que sigue simplemente a la cuestión de la violencia del derecho, cuestión que más bien da por respondida en sentido afirmativo; en rigor, le preocupa una fuente y forma de la violencia que es de una índole tan subversiva que puede poner fin a la institución violenta del derecho en su conjunto. Para Benjamin, como causa y origen de esa violencia transformadora solo entra en consideración -como pronto lo revelará el texto- el dios de la tradición monoteísta, de la tradición judeo-cristiana; por eso es que también el artículo "Para una crítica de la violencia", igual que muchos escritos anteriores y posteriores, es un tratado de filosofía de la religión (pp.101-102).
Pero, además de los eventos de la posguerra, la violencia desenfrenada que se vive con ánimos revanchistas, el estallido y el fracaso de la revolución de 1919, las huelgas obreras, la cuestión de Palestina y la debacle financiera provocada por el capitalismo pauperizador en ciernes y las sanciones económicas que Versalles impuso a la Alemania derrotada, fraccionada y vigilada, entre otros acontecimientos que crearon y delimitaron el escenario histórico-político en el que escribió Benjamin Para una crítica de la violencia,20 ¿qué lo llevó a concebir y producir el texto? En el período que va de 1915 a 1920, Benjamin es un lector consumado de Péguy, el ya citado Sorel y Unger, de quienes adquirirá conciencia del dramático momento histórico que atraviesa:
En las cartas que dirigió regularmente a sus amigos Gershom Scho-lem y Ernst Scholem entre 1918 y 1921, además de obras literarias y El espíritu de la utopía de Bloch, se mencionan otros tres autores cuya esfera de acción estaba más o menos en el área de la teoría política: Charles Péguy, George Sorel y Erich Unger. Si este último ha quedado prácticamente olvidado en la actualidad, los escritos de los otros dos tienen hasta hoy una importancia que no es solo histórica [...]. La tendencia a mantener el concepto de política lo más lejos posible de toda idea de prosecución de un interés para poder dotarlo del potencial de la producción radical de nuevos órdenes intelectuales y morales aúna el círculo de libros de estos tres autores que Benjamin leyó con entusiasmo [...]. Se puede afirmar que los tres autores, a pesar de todas las diferencias, coinciden en un "antiutilitarismo" que intenta comprender lo político más como expresión de una moral visionaria que como medio para un fin; y tiene que haber sido esta intención común de desenganchar la política del esquema de medios y fines lo que despertó tanto interés en Benjamin tras el fin de la Primera Guerra Mundial (Honneth, 2009, p. 104).
Desde las primeras líneas del texto se percibe que no se trata de un simple debate que quiere abrir y mantener Benjamin sobre los dilemas de la sociedad moderna, con quienes presentan diversas posturas frente a estos, desde los más radicales en el orden político hasta los menos hegemónicos en los usos y costumbres de la vida cotidiana que los nuevos órdenes de las cosas van canonizando. Es claro que Benjamin, en una especie de vocería que asume por los de su generación, mucho más allá de una mera toma de partido personal, pretende trascender los acontecimientos históricos desde una doble mirada, espiritual y redentora (mesiánica), para superar su materialidad buscando las causas de la progresiva degradación europea, para hallar sus posibles soluciones en otros lugares.21 Pero ¿qué lugares? No es fácil precisarlo.
En su estructura general, Para una crítica de la violencia es, ante todo y sobre todo, el manifiesto por la necesidad de un encuentro de la dimensión inmanente y la dimensión trascendente de la historia, un encuentro que, en su momento final y extremo, permite una contemplación simultánea: la inmanencia en la trascendencia y viceversa; entonces, "al contemplarse una y otra se vuelven hacia sí convirtiéndose en una y misma cosa: la Historia -tarea de la libertad humana- tan inmanente como trascendente" (Fersini, 2018, p. 33).
En la tarea de pretender y en el esfuerzo por expresar este encuentro, Benjamin configura, como lo observa Derrida, dos pares conceptuales, algo así como una lógica binaria: por un lado, una violencia que funda, acompañada de una violencia que preserva; y por otro lado, una violencia mítica que implica, al tiempo que opone, una violencia divina. Esta dualidad conceptual, que Benjamin requiere como condición para hacer posible su crítica, no es simplemente una diversidad que, en cuanto tal, plantea y mantiene dos formas como distintas y contrarias; es, también, una identidad ilegítima ya que, como diferencia, hace uso de su opuesto para hacerse explícita, y al referirse a él lo incorpora, creando una unidad que debía mantenerse distinta. Todo el discurso benjaminiano gira en torno a algo que luego, de repente, sin quererlo, toma la forma de otra cosa:
Estas oposiciones benjaminianas, por tanto, parecen más que nunca estar deconstruidas; se deconstruyen a sí mismas, incluso como paradigmas de deconstrucción. Lo que digo es absolutamente conservador y antirrevolucionario. De hecho, más allá del discurso explícito de Benjamin, propondré la interpretación según la cual la violencia misma del fundamento o posición del derecho (rechtsetzende Gewalt) debe implicar la violencia de la conservación del derecho (rechtserhaltende Gewalt) y no puede romper con ella [...]. El hecho de que llame a la repetición de sí mismo y establezca lo que debe ser preservado, preservable, prometido a la herencia y a la tradición, al compartir, pertenece a la estructura de la violencia fundacional (Derrida, 1997, pp. 83-84).
¿Cómo leer, entonces, Para una crítica de la violencia? Sería simplista limitar el texto a los estrechos espacios de análisis de la teoría política y la teoría jurídica, lo que intenta superar Derrida. De igual manera, sería riesgoso leer el ensayo solo en clave filosófico-religiosa, lo que proscribe Derrida, limitándose a ver en el fundamento de la violencia una imagen del Dios de la tradición monoteísta del judeocristianismo:
Está bastante claro que la verdadera cuestión no era el lugar de la violencia dentro del derecho moderno; Benjamin tampoco pretendía responder a la simple pregunta sobre la posibilidad de violencia contra la ley (a la que, muy probablemente, habría respondido afirmativamente). Lo que atrajo su interés, sin embargo, fue tanto el origen como la forma de la violencia, características que le confieren tal capacidad de trastocar las relaciones reales que podría provocar el fin de todo el sistema de instituciones jurídicas. Como pronto revela el texto, según Benjamin el fundamento y principio de una violencia transformadora como esta solo podría ser el dios de la tradición monoteísta judeocris-tiana. Por eso se puede decir que el escrito Para la crítica de la violencia, no muy diferente de otros escritos antes pero también después, es un ensayo filosófico-religioso (Honneth, 2009, p. 102).
Existen tanto variadas opciones de lectura como múltiples claves hermenéuticas desde las cuales es posible acceder al texto, y cada una de ellas constituye un medio heurístico, creativo, válido: 1) desde la tradición jero-solimitana-ateniense, que permite oponer la violencia divina correcta (de origen judío) a la violencia mítica (de tradición griega) (Derrida, 1997, p. 82); 2) desde el tema de la aniquilación del derecho y la preocupación por la protección de los derechos humanos; 3) desde la crisis de la democracia burguesa, liberal y parlamentaria; 4) desde el encuentro entre el lenguaje de la revolución marxista (donde Adorno ubica a Benjamin, 2001) y el de la revolución mesiánica (donde Scholem sitúa a Benjamin, 2020); 5) desde el problema del origen y la experiencia del lenguaje, aunque esta última solo encuentra espacio en los sótanos del discurso de Benjamin sobre la violencia (Derrida, 1997, pp. 69-70).
En la reflexión que Arendt ofrece sobre la violencia, dos categorías ciceronianas, que hacen parte del acervo jurídico de la Res publica romani, ocupan un lugar significativo. La primera, la de potestas, entendida como ejercicio dictatorial del poder,22 es la razón de la fuerza, su criterio; la segunda, la de auctoritas, comprendida como voluntad de ser gobernado, y cuando la fuerza de la razón permea su ejercicio. El poder potestas se impone, el poder auctoritas se reconoce. Con cierto sabor weberiano, la auctoritas remite a la doble dominación legítima "tradicional", que
descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los señalados por esta tradición para ejercer la autoridad", y "carismática", que "descansa en la entrega extraordinaria a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ellas creadas o reveladas" (Weber, 2012, p. 172).
Sin forzar en demasía la observación, bien puede sostenerse que el soberano schmittiano es la encarnación del poder potestas: la decisión última y definitiva que salvaguarda el Estado en el estado de excepción es la expresión de una voluntad soberana, omnipotente, cuyo recurso a la violencia legitima el orden violento del derecho, decisión que no puede adjetivarse como arbitraria en cuanto el peso de su misma legitimidad le confiere la carga de su legalidad. Vale destacar que, para Schmitt, como se desprende de La dictadura (1999), entre el poder soberano y la dictadura existen connotados y muy fluidos elementos diferenciales.
En Para una crítica de la violencia, un texto que data de 1921, cuando la recién creada república weimariana ya empieza a mostrar tempranas fisuras, momento también que, fungiendo como avisador de incendio, a la manera kafkiana, profetiza el fantasma del desvanecimiento del Estado de derecho que recorrerá Alemania y se cernirá sobre Europa, a poco más de una década, Benjamin hace una aproximación al derecho a partir de tres planos muy individualizados, pero conectados entre sí: el derecho como violencia desde el iusnaturalismo y el iuspositivismo; la correlación derecho-violencia, medio, y justicia, fin; y la diferenciación entre la violencia mítica (creadora) y la violencia divina (redentora), en la que la fuerza de la ley descansa sobre un fundamento místico, retrotrayendo el discurso de Derrida en sus tanteos benjaminianos (1997).
La empresa de Benjamin, al acuñar y proponer la categoría violencia divina, apunta hacia la determinación de las arenas convergentes y divergentes entre la violencia culpabilizadora y expiatoria, que se impone por el derecho, y de ahí la posibilidad de sostener la fundación tanto del derecho como del poder por la violencia, y la violencia destructora y redentora, que lleva a la asunción del derecho como un fardo persuasivo que fractura el vínculo tradicional que ata al derecho con la violencia, porque no posee ninguna fundamentación institucional ni se arroga, para presumir, origen mítico alguno. Han (2020, p. 38), en lo mínimo cercano a mis afectos y respetos académicos, pseudointelectual de pasarela de la industria editorial, lector surcoreano con gafas simbólicas de la más dura tradición conceptual alemana, acierta en su apreciación sobre las posibilidades: rechazar todo orden legal por estar ligado a la violencia, y los límites: considerar la imposibilidad del fin absoluto de la violencia, de la noción benjaminiana de marras.
Los trazos de Benjamin no son de fácil digestión intelectual. Benjamin es un judío ortodoxo instalado en la doble prosapia del mesianismo escatológico hebreo y en la tradición crítica del marxismo. ¡Qué exótico el híbrido! En relación con la primera de sus herencias, asume que, solo tocada con la semántica adjetiva de la divinidad, la violencia, descomposición purificadora, destrucción redentora, tiene como finalidad la reconciliación con el orden creado; de ahí que sea incuestionable por lo inescrutable de los designios de su titular, no propiamente el sujeto divino, sino la realidad de la divinidad. En lo que tiene que ver con la segunda, solo Benjamin y, más tarde, tímidamente, Adorno y Horkheimer ponen en cuestión por qué el "programa" violento de la revolución que se infiere de la lectura y de la interpretación de Marx no tiene coma máxima imperativa, conminatoria, aquella que sí aparece en el Decálogo: ¡No matarás! (Biblia de Jerusalén, 1991, [Éx. 20, 13; Dt. 5, 17]). Mientras que la violencia mítica, fundadora, del derecho, legal, mata para castigar, para condenar, para sancionar, la violencia divina, increada, más allá del derecho, hiere para redimir, para absolver, para dispensar.
Anoté arriba que el primer estadio en el que se detiene Benjamin (1999) es el del escrutinio de la violencia desde el iusnaturalismo y su correlato, el iuspositivismo. Para la corriente del iusnaturalismo
hay tan poco problema para la utilización de la violencia para fines justos, como para toda persona que siente el "derecho" de desplazar su cuerpo hacia una meta deseada. Según esta concepción, la misma que sirvió de fondo ideológico al terrorismo de la Revolución francesa, la violencia es un producto natural, comparable a una materia prima, que no presenta problema alguno, excepto en los casos en que se utiliza para fines injustos (pp. 23-24).
La concepción y la justificación, por motivos y fines "justos", de la violencia que tiene el derecho natural, además de situarse en cierto contrato racional, intrínseco al contrato social, encuentra respaldo probatorio en el biologismo darwinista de modo dogmático, el que
solo reconoce, además de la selección natural, a la violencia como medio primario y adecuado para todos los fines de la naturaleza. La filosofía popular de Darwin, a menudo dejó constancia del corto paso que separa este dogma de la historia natural con uno más burdo de la filosofía del derecho; por lo que esa violencia, prácticamente solo adecuada a fines naturales, adquiere por ella también una legitimación legal (Benjamin, 1999, p. 24).
Por su parte, la comprensión que de la violencia tiene el iuspositivis-mo se halla en la esquina opuesta: no se trata de un dato natural que justifica medios legítimos con la justicia de los fines, sino de una convención artificial que garantiza la justicia de los fines con la legitimidad de los medios: "La teoría positiva del derecho parece aceptable [...], promueve una distinción básica entre las diferentes formas de violencia, independientemente de los casos en que se aplica" (Benjamin, 1999, p. 25). La cuestión de la crítica de la violencia en la órbita del derecho positivo, centrada en la ponderación de las distintas formas de violencia, según sean históricamente reconocidas, sancionadas o no, es la indagación, más que por la utilización, por la apreciación de la violencia; es su sentido lo que interesa: "el criterio establecido por el derecho positivo como legitimación de la violencia solo será susceptible de análisis exclusivamente a partir de su sentido, si la crítica de la esfera de su aplicación se hace a partir de su valor" (Benjamin, 1999, p. 25).
Para Benjamin (1999) la correlación derecho-violencia, medio, justicia y fin está dada por el más sutil de los matices de énfasis entre el derecho natural y el derecho positivo con respecto al asunto en cuestión, medio/fin:
En tanto el derecho natural es capaz de juicios críticos de la violencia en todo derecho establecido, solo en vista de sus fines, el derecho positivo, por su parte, establece juicios sobre todo derecho en vías de constitución, únicamente a través de la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legitimidad lo es de los medios (p. 24).
En un sentido práctico, más que como si se tratara de una entelequia o de un mero deseo que mueve a la instauración y la puesta en marcha de las instituciones jurídicas, su operatividad, el fin del derecho, a saber, la justicia, en último término no viene dada por los fines o las consecuencias de una acción, una conducta relevante para el derecho y, por tanto, susceptible de calificación jurídica, legal o ilegal, sino por la ley de sus medios: "no debe juzgarse la violencia de una acción según sus fines o consecuencias, sino solo según la ley de sus medios" (Benjamin, 1999, p. 37).
Finalmente, Benjamin se detiene en dos inquietudes. La primera es la crítica de la violencia legal, en cuanto la figura de la ley es aquel espectro que se encarna, tanto de la manera más eficaz como efectiva, en el derecho, límite cultural de la violencia. Se trata de una suerte de paradoja que sorprende por la irresolución del problema que plantea: la ley como límite de la violencia, pero la ley como posibilidad, más aún, realidad institucionalizada de la violencia; es la misma ley que se hace contención, neutralización y prohibición de la violencia personal, la que se hace canonización, normalización y normativización de la violencia estatal. Y la segunda es la situación de la vida humana ahí, arrojada, desde la enciclopedia heideggeriana, hasta la intemperie; la vida desnuda, inerme, indefensa ante la violencia y el derecho, la vida humana como nuda vida: "la vida que reduce su sentido al impuesto por el derecho" (Ruiz, 2013, p. xii).
En la fundación hobbesiana de la soberanía, la vida en el estado de naturaleza se define solo por el hecho de estar incondicionalmente expuesta a una amenaza de muerte (el derecho ilimitado de todos sobre todos) y la vida política, es decir la que se desarrolla bajo la protección del Leviatán, no es otra cosa que esa misma vida expuesta a una amenaza que ahora se halla únicamente en manos del soberano. La puissance absolue et perpétuelle que define el poder estatal no se funda, en último término, sobre una voluntad política, sino sobre la nuda vida que es conservada y protegida solo en la medida en que se somete al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley [...]. El estado de excepción, sobre el que el soberano decide en cada ocasión, es precisamente aquel en que la nuda vida, que en la situación normal aparece engarzada en las múltiples formas de vida social, vuelve a plantearse en calidad de fundamento último del poder político. El sujeto último al que se trata de exceptuar de la ciudad, y, a la vez, de incluir en ella es siempre la nuda vida (Agamben, 2010, p. 15).
"La utilización de la violencia sobre vida y muerte refuerza más que cualquier otra de sus prácticas, al derecho mismo", es el colofón de Benjamin (1999, p. 31). La violencia, que es constitutiva de la fundación del derecho, violencia mítica, es también fundadora del poder. El derecho no es renuncia a la violencia, no lo podría ser en la medida misma en que su esencia es la violencia. Si bien en la teleología del derecho aparece la idea de su mediación instrumental para resolver conflictos sin recurrir a la violencia,
debe precisarse que de un contrato de derecho no se deduce jamás una resolución de conflictos sin recurso alguno a la violencia: el origen de todo contrato, no solo su posible conclusión, nos remite a la violencia. Aunque su violencia fundadora no tiene por qué estar inmediatamente presente en el momento de su formulación, está representada en él bajo forma del poder que lo garantiza y que es su origen violento, y ello, sin excluir la posibilidad de que ese mismo poder se incluya por su fuerza como parte legal del contrato. Toda institución de derecho se corrompe si desaparece de su conciencia la presencia latente de la violencia (Benjamin, 1999, p. 30).
En relación con la ley, la violencia tiene una doble función: es condición para su generación y es condición para su conservación. Esta intelección se torna, si no difícil de asimilar, sí bastante problemática. ¿Por qué? Porque al tiempo que la violencia aparece como un mecanismo de subversión del orden jurídico, también lo hace como dique que represa la posibilidad de rediseñar las relaciones entre los hombres a partir de formas inéditas de la ley. La violencia que, como garante del derecho, lo funda y lo conserva, es también obstáculo para el derecho, porque la comprensión que hace de los vínculos sociales entre los hombres tiene como punto de arranque el presupuesto de su existencia, bien latente, bien patente, de lo que se desprende que la antropología del derecho es una antropología definida, en su esencia, por la violencia, y mediada, en sus formas, los órdenes y los ordenamientos jurídicos, por la violencia. Al tiempo que contiene la violencia, el derecho catapulta la violencia: no es posible comprender al hombre, para quien se crea y se pone en marcha el derecho, por fuera de las relaciones de violencia. Se trata de un principio determinista que arrastra, en sí, a la violencia misma. Fuera de la violencia no es posible el derecho, y a su vez, dentro del derecho, solo la violencia: violencia legal, violencia monopolizada por el Estado, que sanciona la violencia ilegal, imponiendo, contrastantemente, su propia violencia, violencia legal:
El derecho positivo, aun cuando es conceptualmente capaz de reconocer la constitución histórica de la ley, queda atrapado en su tendencia a la conservación, movimiento que lo conduce a hegemonizar el control de la violencia, haciendo que la medialidad de esta última solo resulte válida dentro de los marcos de la ley en vigencia, de modo tal que la renovación del derecho resulta anulada en tanto la irrupción de una nueva violencia fundadora es rechazada al ser catalogada como impropia dentro del orden establecido. La enajenación de la violencia por parte del derecho positivo se traduce en que la condición de contingencia e indeterminación de la ley se ve anulada, dado que, para la propia ley, sería amenazante reconocer que su origen dependió de una violencia previa a su entrada, acontecimiento fundante que problematiza la validez de la violencia legal puesta al servicio de la conservación del orden jurídico. La problemática contingencia de la ley es cancelada por medio de una singular torsión de la conciencia de la ley sobre sí misma, ya que el derecho, para poder perpetuarse, se sirve de un recurso que se opone precisamente a la indeterminación del evento que lo funda: "El sentido más profundo de la indeterminación del orden del derecho se hará patente más adelante, cuando se considere la esfera del destino de donde deriva" (Benjamin, 1999, p. 31). La ley apela, para autorizar su uso de la violencia, a un orden "fatalmente necesario", el cual Benjamin hace equivaler al destino. La introducción del destino como validación de la violencia funciona como un principio de predestinación que paraliza la crítica histórica de la violencia y borra cualquier opción de pensarla en una relación diversa con la ley, es decir, más allá de su carácter fundador y conservador (Cabrera, 2019, p. 109).
¿Qué tiene de legal la violencia del derecho? Para comenzar, nada hay más ilegal que la violencia, porque es la conducta humana que hace que el derecho nazca para proscribirla: la fuerza de la violencia precipita la aparición del derecho y justifica al derecho para que este haga uso de su fuerza, más que para prevenirla, para castigarla. Propia del derecho, su coercitivi-dad. ¿Qué hace el derecho? Ilegaliza la violencia ilegal y legaliza la violencia legal: solo en el momento en que el derecho priva a los particulares de su derecho de violencia, despojándolos a su vez del derecho de venganza, la violencia se torna ilegal, y es el momento concurrente en que la violencia del derecho se hace violencia legal. Pero ¿que el derecho autorice la violencia radicada en el Estado, de lo que se obtiene el monopolio que hace de ella, la hace legal? La pregunta se vuelve a encarar con la aporía benjaminiana: legalidad, medio, justicia, fin. ¿Justifica el derecho el uso de la violencia, como medio, para alcanzar su fin, la superación de la violencia, que concreta el reino del fin llamado justicia?
Legalizar la violencia no quiere decir que la violencia sea legal, y ello no implica que el orden del derecho, además de legal, sea garantía de un orden justo de pacífica convivencia. La nota de legalidad de la violencia del derecho supone, en Benjamin, una imposible comprensión de la inteligencia humana para discernir entre lo legal y lo ilegal, más aún, entre lo legítimo y lo ilegítimo, y por tanto, se hace menester remontar tal marca de legalidad a una especie de voluntad divina, mesiánica. ¿Qué más ilegal que la pena de muerte, aunque esté consagrada en el orden legal? Con una inocultable impronta de misticismo, Benjamin (1999) establece que
hay un lazo ineludible que une ley y violencia y si bien la razón es incapaz de decidir sobre la legitimidad de los medios y la justicia de los fines, siendo más bien una violencia fatal la que los determina, por encima de ella, lo hace Dios (p. 38).
Este es el último recodo del camino benjaminiano en su crítica de la violencia, donde asalta la postrera de las especulaciones que efectúa: violencia mítica, creadora y conservadora del derecho, violencia divina, que escapa a la suerte del derecho, como una especie de metaderecho.
La violencia mítica es una manifestación de la voluntad sagrada que actúa en el momento fundante de la ley y que se perpetúa en ella para sostenerla, para conservarla, para mantenerla (Derrida, 1997, p. 82). Esta ley así fundada, castigadora, caracterizada por su incuestionabilidad y formulada en términos más descriptivos y punitivos que preventivos, regula el conflicto neutralizándolo e intentando contenerlo, incluso atenuarlo, pero no desde mecanismo alguno de intervención, que no trae, ni siquiera sugiere, sino desde el perfil y el contenido sustantivos que le son propios: es ley paradigmática del castigo ejemplar y ejemplarizante. Así es la legislación penal: previa a la imputación de la conducta violenta, que lesiona y pone en peligro, bien de manera consumada, bien de manera tentada; el derecho san-cionatorio tipifica la falta (nullum crimen sine lege), establece la modalidad de culpabilidad (dolo, culpa, preterintención), estatuye y tasa la pena, y ejecuta el castigo (nulla poena sine praevia lege). Se obtiene de Benjamin que la violencia mítica es el argumento apodíctico de alegación para la incontestable y convertible reciprocidad derecho violento-violencia jurídica (Bruna, 2011, p. 12). Cuestionar la legalidad de la violencia del derecho equivale a sospechar del fundamento sagrado de la ley (tan instalado en las mentalidades babilónica [Hammurabi], persa [Ciro el Grande], hindú [Manú], hebrea [Moisés], griega [Zaleuco]...):
el pretender develar la estructura ficcional de la ley, es decir, la construcción fantasmática de su soporte místico, es lo que da cabida y precisamente autoriza a realizar una crítica de la violencia desde su relación con el derecho y la justicia (Benjamin, 2021, p. 172).
Como Benjamin quisiera establecer un imposible diafragma definitivo entre violencia y derecho, y es consciente de que la categoría de violencia mítica lo refuerza, recurre, entonces, a una noción que permita la liberación del derecho de la violencia, la exclusión de la violencia del derecho. Llega, así, la violencia divina. Desligada de todo ordenamiento legal y fundación mítica, no establece ningún tipo de relación de poder ni de dominio, "escapa a toda gestión, a toda interrupción, a todo circuito, a toda economía, a todo cálculo, a toda técnica" (Han, 2020, 38). Es incruenta y redentora. Es ante la vida desnuda, ante la nuda vida, ante la que la legalidad de la violencia del derecho, violencia mítica, más acá de la violencia divina, se decide:
La resolución de la violencia mítica se remite, y no podemos aquí describirlo de forma más exacta, a la culpabilización de la mera vida natural que pone al inocente e infeliz viviente en manos de la expiación para purgar esa culpa, y que, a la vez, redime al culpable, no de una culpa, sino del derecho (Benjamin, 1999, pp. 41-42).
Parodiando a Honneth (2009), en relación con "la argumentación compleja, sumamente difícil de Benjamin" (p. 107), queda una pregunta irresoluta, que tal vez encontraría luces en Vida y violencia, el texto que Benjamin escribió a continuación de Para una crítica de la violencia, según el testimonio de Scholem (2020, p. 41), y que nunca se halló. Una pregunta principal que gira en torno a qué comprensión tiene Benjamin del derecho, y que a su vez demanda, exige y vincula otra de manera inevitable, que indaga por la legitimidad de la violencia del derecho; más bien, de las violencias del derecho, la violencia que instaura el derecho o violencia obrante (schaltend) y la violencia que conserva el derecho o violencia administrativa (verwaltend), violencias que se explican y justifican en la filosofía de su propia historia humana y en camino de ser superadas y resueltas por una violencia pura o violencia reinante (waltend), violencia en la tensión mesiánica de un futuro no especificado, el del ya pero todavía no de la apocalíptica paulina (Biblia de Jerusalén [Ef. 5]), violencia que se explica y justifica en la escatológica redentora de la metahistoria divina, que de seguro Benjamin asumió a partir de sus lecturas del idealismo alemán, subjetivista de Schelling y objetivista de Fichte.
¿Qué comprensión tiene Benjamin sobre el derecho? Benjamin opone derecho y moral, ontológica y teleológicamente. En El rescate de lo sagrado desde la filosofía de la historia. Sobre la "Crítica de la violencia" de Benjamin,Honneth (2009) estima que mientras el derecho, con sus fines y medios utilitaristas, y con su carácter abstracto y su formalidad vacía, no es más que un medio de legitimación del poder que solo sirve para la preservación del orden social, la moral posee validez en sí misma en cuanto no está tras la consecución de ningún fin. Influenciado por Sorel, Benjamin percibe la brecha insalvable entre el derecho y la moral, entre la universalidad de las leyes y la pretensión de la justicia: seguramente, "esto hizo madurar en él la convicción de que el derecho como medio de organización social constituye una institución problemática, incluso patológica, a la que le es aneja la violencia" (Honneth, 2009, p. 115).
¿De quién es la visión negativa que del derecho tiene Benjamin? Primero, de Sorel:
el derecho no es más que una institución útil para preservar el orden social que se intensifica aún más por la conexión con la naturaleza egoísta del ser humano [...]. El derecho representa una institución corrompida, es decir patológica, porque remodela las condiciones de vida sociales con un esquema de medios y fines que en definitiva sirve a los intereses egoístas del individuo (Honneth, 2009, p. 117).
Segundo, de Rudolf von Ihering (2011), quien con la publicación de El fin en el derecho, en 1877, pretende dar por sentados los fundamentos de la ciencia jurídica, limitando el derecho a un mero esquema de medios y de fines. Benjamin, aunque no lo cita, da a entender que lo ha leído:
Cada vez que en su estudio Benjamin se interna en cuestiones jurídicas teóricas en sentido estricto, parece haberse basado en esta obra clásica: si bien no adopta en toda su extensión las series argumentativas de Jhering, si bien por supuesto que no comparte con él la concepción en general afirmativa del derecho, las coincidencias son tan notables en la elección de los conceptos y en las definiciones básicas que casi no hay lugar a dudas. En Jhering no solamente se encuentra en El fin en el derecho la tesis básica de que todo el derecho sirve al fin de "asegurar las condiciones de vida de la sociedad", con respecto al cual la elección de los medios legítimos constituye un factor subordinado; allí no solo se puede encontrar, formulada de manera ligeramente distinta, la distinción entre "fines naturales" y "fines jurídicos", a la que Benjamin recurre en un lugar central para fundamentar sus especulaciones; y por último no solo es dable encontrar allí casi coincidiendo textualmente la misma definición del rol de la violencia en el derecho que Benjamin pone en la base de su estudio cuando introduce las dos formas de la violencia, la que funda el derecho y la que lo conserva. Sobre todo, Jhering también anticipa en su libro la idea, seguramente decisiva para lo que se propone Benjamin, de que en las condiciones de vida de los seres humanos es posible encontrar una alternativa sin dominio a la institución coercitiva del derecho, planteada en el altruismo voluntario y en el intersubjetivismo de la "moralidad"; las prácticas morales que Jhering tiene en mente, igual que Benjamin, son los modales moderados del decoro y la cortesía (Honneth, 2009, pp. 116-117).
En la base del derecho, porque le sirve para su instauración y su conservación, está, pues, la violencia.23 El derecho no es más que un acuerdo de principios para regular y mantener a límite las apetencias naturales y egoístas del ser humano (como indican Hobbes y Hegel). Mientras que las normas jurídicas son acuerdos violentos, las morales son acuerdos no violentos. Así, y siguiendo a von Ihering, para Benjamin el orden del derecho es muy inferior al de la moral, en relación con la fuerza moral y la autenticidad: "aquel solo es capaz de servir al fin de evitar los conflictos con el auxilio de la fuerza autoritaria, mientras que este es en sí expresión orgánica de la disposición moral del ser humano" (Honneth, 2009, p. 117).
¿Qué legitima la violencia del derecho, violencia legal? ¿Cómo procurar el tránsito de la violencia que instaura (obrante) y la violencia que conserva (administrativa) hacia la violencia pura (reinante)? La respuesta, imposible por enigmática, arcana, críptica, oscura, tal vez la ofrezca el mismo Benjamin (1999) en el extenso párrafo final de Para una crítica de la violencia:
La crítica de la violencia es la filosofía de su propia historia. Es "filosofía" de dicha historia porque ya la idea que constituye su punto de partida hace posible una postura crítica, diferenciadora y decisiva respecto a sus datos cronológicos. Una visión que se reduzca a considerar lo más inmediato, a lo sumo intuirá el ir y venir dialéctico de la violencia en forma de violencia fundadora de derecho o conservadora de derecho. Esta ley de oscilación se basa en que, a la larga, toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles [...]. Esta situación perdura hasta que las nuevas expresiones de violencia o las anteriormente reprimidas llegan a predominar sobre la violencia fundadora hasta entonces establecida y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas. Sobre la ruptura de este ciclo hechizado por las formas de derecho míticas, sobre la disolución del derecho y las violencias que subordina y está a la vez subordinando, y en última instancia encarnadas en la violencia del Estado, se fundamenta una nueva era histórica. De resultar cierto que el señorío del mito se resquebraja desde una perspectiva actual, entonces, la mencionada novedad no es tanto una inconcebible huida hacia adelante como para que un rechazo del derecho signifique inmediatamente su autoanulación. Pero si la violencia llega a tener, más allá del derecho, un lugar asegurado como forma limpia e inmediata, se deduce, independientemente de la forma y posibilidad de la violencia revolucionaria, a qué nombre debe atribuirse la más elevada manifestación de la violencia a cargo del hombre. Para el ser humano no es ya posible sino urgente decidir cuándo se trata efectivamente de violencia limpia en cada caso particular. Es que solo la violencia mítica, no la divina, deja entreverse como tal con certeza, aunque sea en efectos no cotejables entre sí, porque la fuerza redentora de la violencia no está al alcance de los humanos. De nuevo están a disposición de la violencia divina todas las formas eternas que el mito mancillara con el derecho. Podrá manifestarse en la verdadera guerra de la misma manera en que se manifestará a la masa de criminales en el juicio divino. Desechable es, empero, toda violencia mítica, la fundadora de derecho, la arbitraria. Desechable también es la conservadora de derecho, esa violencia administrativa que le sirve. La violencia divina, insignia y sello, jamás medio de ejecución sagrada, podría llamarse, la reinante (pp. 44-45).
Con una extensión cercana a las doscientas páginas, en la primera parte de su Metafísica de las costumbres,Kant (2018) se ocupa de elaborar una teoría del derecho de la que llaman la atención tres aspectos: 1) su particular definición de este: "el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad" (p. 39); 2) su exposición en relación con la paradoja jurídica entre lo fáctico y lo posible, es decir, entre lo permitido en cuanto no está mandado, pero tampoco está prohibido; 3) las tres condiciones de posibilidad, características del derecho, que establece para su existencia: validez, eficacia e idealidad. Glosándolo, Robert Alexy (2007) sostiene que su validez se da en razón de la exigencia de una acción, bien sea a priori mediante la mera razón (legislación interna), bien mediante el arbitrio de otro (legislación externa), y su eficacia está determinada por su cumplimiento a través de la coerción; mientras su idealidad la concreta su pretensión de corrección moral: "un ordenamiento social que no eleva siquiera a una pretensión de corrección moral no es un sistema jurídico" (p. 392):
de lo que dice a la dimensión de idealidad del derecho, se obtienen tres consecuencias: 1) el derecho está necesariamente vinculado a una pretensión de corrección, que incluye una pretensión de justicia; 2) cuando el derecho positivo contradice el derecho natural, es un derecho jurídicamente defectuoso: un derecho tal es, desde luego, derecho, pero no es un derecho que satisfaga las exigencias del concepto de derecho; 3) siguiendo la "fórmula de Radbruch" (Radbruchsche Formel), "el Derecho extremadamente injusto no es Derecho", en caso de una extrema injustica al derecho se le sustrae su validez jurídica (Alexy, 2007, p. 394).
A lo largo de las páginas anteriores ha quedado establecido que el conflicto y el derecho conservan entre sí un vínculo de reciprocidad, casi de implicación mutua: dirimir el conflicto es una de las finalidades del derecho. Estar al servicio de la resolución del conflicto es principio y fin del derecho, es su vocación primera y última, es el lugar del que parte y al que llega. Por la activación de la fuerza y el uso instrumental de las armas el conflicto deviene violencia, según la aseveración de Arendt (2006, p. 10). La garantía de un orden justo de pacífica convivencia es también función del derecho. Cuando el conflicto deviene violencia, "siempre injusta por su propia naturaleza" (Sofsky, 1996, p. 33), entonces, la función y el lugar del derecho se mudan hacia la contención de la violencia, hacia su neutralización a través de un orden normativo que puede hacer uso de una violencia legítima hecha legal por la fuerza del derecho (Bourdieu y Teubner, 2000), por su capacidad de coerción. ¿Qué se colige? El imposible diafragma violencia/derecho, los sin término embates y combates entre la legitimidad de la violencia y la legalidad del derecho que la legitima, la sin solución de continuidad relación coerción/derecho.
He realizado en este trabajo de grado un rastreo enciclopédico, desde la perspectiva metodológica comprensivo-hermenéutica que lo ha guiado, de las narrativas que sobre el tópico de la violencia les son comunes a la tradición sacrálico-sapiensal judía, con su deriva teológica cristiana, y a la herencia trágico-política griega, con su recepción jurídica romana, los pilares culturales de Occidente, ocupándome de lo que denominé como una teológica y una trágica de la violencia, en el primer capítulo, así como de una sacrálica y una política de la violencia, en el segundo. Asumiendo que lo anterior apenas constituía una exigencia elemental para acercarse a la teoría de Schmitt y a la crítica de Benjamin, finalmente he de llegar a tres conclusiones a las que lleva la constatación, desde los antiguos y míticos ceremoniales prejurídicos, hasta las modernas y artificiosas razones jurídicas, que desde Botero se confunden con las ragione di Stato, del contubernio íntimo violencia/derecho, donde el segundo legitima a la primera porque la hace legal, amparándose en el viejo sofisma, tan afecto a los totalitarismos, de que todo lo legal, por estar dentro de la ley, es legítimo.
Primera: si el derecho legitima la violencia, entonces, y por eso la referencia a Kant y la cita de Alexy, la idealidad, condición kantiana para la existencia del derecho, se desvanece porque el derecho carece de la corrección moral alexyana: la violencia, incluso como justificación para alcanzar la justicia, el dilema benjaminiano, será siempre inmoral, aunque tal cuestión permanecerá siempre irresoluta: "La cuestión de si la violencia es en general moral como medio para alcanzar un fin seguirá sin resolverse" (Benjamin, 1999, p. 23).
Segunda: tres estatus deben asistir al derecho, el regulador, el emancipador y el crítico. El estatus regulador para garantizar el orden justo de pacífica convivencia, más que para controlar la sociedad y sancionar conductas. El estatus emancipador para acometer la mayor de las batallas jurídicas: la de conciliar el arbitrio propio con el arbitrio del otro bajo la ley universal de la libertad. El estatus crítico para, en un examen de conciencia, revisarse y superar toda pretensión de coercitividad en que se fundamenta y ampara. ¿Dónde están los estatus emancipador y crítico del derecho? El derecho fracasa cuando su sola razón de ser se concentra en el control social y en la sanción de las conductas, sanción que es punición, punición que se torna violencia: el derecho al servicio de la violencia, la violencia como justificación del derecho:
Mientras que en la tradición moderna toda organización social encuentra su límite en la "violencia" y tiene en cambio su punto de partida legítimo en el "derecho", Benjamin, con su "crítica", intenta nada menos que invertir exactamente los polos de ambos conceptos en cuanto a su significado, de modo que la "violencia" aparece como fuente y base y el "derecho", en cambio, como término de la organización social (Honneth, 2009, p. 107).
Tercera: frente al énfasis del estatus regulador del derecho, la violencia legítima del derecho hecha legal por la sola fuerza de la ley. Y frente a la violencia incontestable que se arroga el derecho, la nuda vida, la vida desnuda que el derecho puede tomar a su merced y a su placer. El derecho, que contiene la ley, pero que, al tiempo, desborda la ley: "¿El derecho? La ley con puertas: figuras del poder, instancias de justicia, defectos y excesos" (Lanceros, 2012, p. 11).
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[1]Este trabajo de grado es un homenaje a Walter Benjamin, el más cultivado de los intelectuales alemanes de la generación inerme que, cometiendo un bello oxímoron, armada con la fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza, cruzó la frontera del retorno de la civilización a la barbarie, de la inteligencia a la estupidez, de la sensatez a la insania, cuando la patria de Lutero y Bengel, de Bach y Beethoven, de Humboldt y Goethe decidió entregarse a los falsos redentores del resentimiento y la frustración, de la venganza y el odio, de la destrucción y la purificación étnica. Benjamin, profeta y poeta de la Ilustración, aquel prospecto del progreso de la humanidad, la victoria de la cordura y el tránsito de la minoría a la mayoría de edad del conocimiento y la sabiduría; Benjamin, mártir y héroe de la contrailustración, aquel programa planificado cuya ideología hizo devenir en monstruos los sueños de la razón, que sacralizó al ídolo con pies de barro, en cuyo vientre ardía un horno crematorio, y que hizo de Auschwitz la talanquera para las posibilidades futuras de la teología, la filosofía y la poesía, tal como con acento dramático y magnífico lo sentenciaron Horkheimer y Adorno (2018). Fue en el año 1992, cuando apenas iniciaba mi trasegar por la filosofía, después de abandonar los estudios de derecho que había comenzado en la Universidad Pontificia Bolivariana, en 1990, cuando me encontré en la vida, con motivo de la celebración de su natalicio centenario, el 15 de julio, con Walter Benjamin, "el filósofo que extinguió su vida mientras se fugaba de los esbirros de Hitler" (Adorno, 2001, p. 11). Desde entonces no he dejado de leerlo, pensándolo y glosándolo, ni de sorprenderme con lo imponderable de su producción y, sobre todo, con su disciplina y su inconmensurable y abigarrada suma de escritos, "de carácter esotérico y sistemático los primeros y aún más oscuros y fragmentarios los posteriores, tan fascinantes ambos que no dejan otra alternativa que la atracción magnética o el rechazo temeroso" (Adorno, 2001, p. 11). Con escasos cuarenta y ocho años de edad, Benjamin se suicidó en Portbou, en el cruce catalán entre España y Francia, en 1940. Como si se tratara de algo así como una conspiración de los dioses en mi favor, también me resulta coincidente la fecha de su muerte, un 26 de septiembre, con la de mi padre. El hijo de mi único hermano, así como Heidegger, señor de mis navegaciones ontoteológicas, y el papa Montini, Pablo VI, a quien juzgo de la más cimera estatura, nacieron un 26 de septiembre. Pero más allá de estas confesiones personales, de bienaventuradas imágenes, pasajes en la enciclopedia benjaminiana, he de sostener que el tema de esta monografía, matriculado en el contexto de la filosofía del derecho, aparece, pues, como una especie de reconciliación, en la que Benjamin funge como celestino, entre mi amoriño primeiro, a la manera del doctor místico, san Juan de la Cruz, el derecho y su siempre y fiel competidora, la filosofía. Tal vez noveles estudiantes de derecho y filosofía, atenazados por mordientes y calcinantes inquietudes iusfilosóficas, se acercarán a Benjamin para beber en la fuente inagotable de sus decires, sobre las líneas, y sus sugerencias, entre estas, desafiando con temeridad su estilo críptico de no muy fácil acercamiento y de bien difícil traducción a un código lenguájico nítido y corriente. Desnudo de vanidad alguna, si estos escarceos benjaminianos llegaren a resultarles de algún valor, aunque de ligero peso, me daré por bien servido, y esta memoria de Benjamin que me hace dichoso, y este recuerdo de Benjamin que me colma de alegría, cuyas evidencias se instalan en estas páginas, habrán cumplido a cabalidad con el amoroso propósito de honrar a Walter Benjamin.
[2]El título del autor alemán de origen surcoreano, casi de obligatoria referencia, más por su éxito editorial y el consiguiente esnobismo que ha despertado, que por la profundidad de sus reflexiones, que abordan todos los lugares comunes posibles, tiene una estructura de particular configuración que remite, de modo inevitable, al diccionario de palabras y de cosas de Michel Foucault. La primera parte, macrofísica de la violencia, trae en su segundo acápite la denominada arqueología de la violencia, mientras que a la segunda la llama microfísica de la violencia.
[3]No es temerario desprender de El origen de las especies, publicado en 1859, que el naturalista inglés Charles Darwin (2009), al exponer la selección natural como el mecanismo mediante el cual, en un lento proceso evolutivo, las especies más fuertes vencen a las más débiles por una suerte de puja, no solo en términos de capacidad de adaptabilidad al medio, sino también de "medición de fuerzas", presupone la violencia como un fenómeno connatural a la condición humana. En una dirección paralela se instalan las investigaciones y conclusiones paleogenéticas que Svante Pääbo (2015), galardonado en 2022 por el Instituto Karolinska de Estocolmo con el Premio Nobel de Medicina, presenta en El hombre de Neandertal.
[4]Tal como aparece en el apartado introductorio del capítulo 1, "La violencia, ¿sino de la condición humana?", y en el contexto de una aproximación a la dimensión simbólica de la violencia, se hace menester referirse a Sigmund Freud, sobre todo en los textos que aparecen en la nota al pie 9. Pierre Bourdieu (2000, pp. 65-73) utiliza la categoría de violencia simbólica asociándola con el ejercicio del poder, sosteniendo que los tres grandes sistemas simbólicos, a saber, el arte, la religión y la lengua, en cuanto "estructuras estructurantes", en sus procesos de gestación y consolidación traen anejos ejercicios de dominación que implican formas de imposición violentas, porque toda producción simbólica es un instrumento de dominación.
[5]En sus Principios de filosofía del derecho, G. W. F. Hegel (2004, p. 198) sostiene que la violencia, consustancial a la condición humana, determina el estado de naturaleza como momento fundacional de la política, a partir del cual se hace un tránsito al estado civil.
[6]El sociólogo francés Michel Wieviorka (2018), en su texto La violencia, ha elaborado una categoría: la era de las víctimas. Despojado de pudor y con cáustica ironía, cuestiona la tendencia, muy en boga después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo después de los juicios de Núremberg, a connotar con palabras de minusvaloración, con sentimientos de compasión y con dádivas de reparación económica a los afectados por la violencia: "en cuanto categoría sociológica, esta se obtiene de la obra de muchos autores, quienes constatan la proliferación de esta figura, la víctima, antaño identificada con mártires y héroes y recluida a ámbitos, si no marginales, sí excepcionales: consecuencias no deseadas del progreso, guerra, pacientes de atentados y persecuciones [...]. En definitiva, ciudadanos que dejan de serlo por los efectos sobre ellos y sus vidas de una situación siempre excepcional, siempre violenta" (Wieviorka, 2018, pp. 48-49).
[7]Influenciado por la crítica marxista, en su consideración del derecho como instrumento de dominación, para Sorel "el derecho solo tiene importancia en la medida en que se lo presenta como el medio formal de legitimación del que se sirven en cada caso las clases dominantes para reasegurarse y ampliar en un acto legitimador el orden social que les es útil: la traducción de los intereses de poder al lenguaje aparentemente neutro de las fórmulas jurídicas significa dotarlos de una pátina moral de universalidad que les confiere prestigio y capacidad de persuasión justamente entre los estratos oprimidos" (Honneth, 2009, p. 115).
[8]En términos conclusivos de la lectura de Papacchini, en el "Postfacio" del libro, el historiador Armando Martínez Garnica (2023) se refiere a Colombia, en un tramo aleatorio y conmemorativo (1887-2002, los ciento quince años de El Espectador), al modo de una historia de la violencia: "Al cumplir 115 años de su fundación, el diario colombiano El Espectador —uno de los pocos de circulación nacional— publicó una separata de 56 páginas (domingo 24 de marzo de 2002) que, bajo el título de 'Testigos de la historia', ofreció una selección de los acontecimientos cuyas fotografías habían marcado 'la realidad' de este país entre los años 1887 y 2002. Descontando los hechos relativos al propio periódico, la distribución de los 112 acontecimientos seleccionados asignó el 54,5 % de ellos a los que estaban directamente relacionados con expresiones sociales violentas: las guerrillas y las guerras civiles, los asesinatos, las muertes por accidentes, desastres o suicidios; los narcotraficantes, los atentados criminales [...]. Según esta visión de uno de los diarios colombianos de mayor circulación dominical, más de la mitad de los acontecimientos históricos que marcaban la realidad nacional fueron episodios violentos" (pp. 311-312).
[9]"Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. —Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y solo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: —Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que este es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, solo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si solo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. —¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable. —Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: —Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla" (Kafka, 2022, pp. 222-224).
[10]Son varios los textos en los que, de manera directa e indirecta, Freud se ocupa de la violencia, siempre vinculándola con la pulsión de muerte; entre los más destacados se encuentran Tótem y tabú (1912-1913); Lo siniestro (1919); El porvenir de una ilusión (1929); Moisés y la religión monoteísta (1937). En este último desborda el horizonte de la violencia personal para considerar la violencia institucional y la finalidad de esta en la formación, la consolidación y el mantenimiento de formas de asociación religiosas y políticas.
[11]Ricœur no solo hace una consideración de la relación mal-violencia en términos morales, desde la finitud y la culpabilidad, sino que también se asoma, para leer e interpretar, muy a su manera, la relación mal-violencia en términos sicoanalíticos, de lo que da cuenta en Freud, una interpretación de la cultura (1985).
[12]Para vincular lo que estoy planteando con lo que vendrá más adelante, cabe recordar que Benjamin (1999) escribe en Para una crítica de la violencia: "El moderno principio, según el cual la ignorancia de la ley no exime de castigo, es un testimonio continuado de ese sentido del derecho —violencia legal por infracción aún no estipulada—, así como indicador de que la batalla librada por las entidades colectivas antiguas a favor de un derecho escrito, debe entenderse como una rebelión contra el espíritu de las prescripciones míticas" (p. 41).
[13] Bernstein (2015), además de señalar que la mayoría de las reflexiones actuales sobre la violencia giran en torno a las propuestas de estos teóricos, apuesta, de manera esperanzadora, por la posibilidad de superar la violencia: "Quisiéramos pensar que la violencia es algo lejano y remoto, pero en realidad es parte y da forma a la vida cotidiana de millones de personas. Y, sin embargo, existe una inquietante paradoja respecto a la violencia. Estamos saturados de discursos, textos y especialmente de imágenes sobre la violencia con las que somos bombardeados a diario. Existen numerosos estudios sobre los distintos tipos de violencia. Sin embargo, a pesar de (o quizás debido a) esta abundante literatura hay una enorme confusión respecto al significado de la violencia, los diferentes tipos de violencia, la manera en que se relacionan entre sí, y la relación con la no-violencia. Mi objetivo en este libro es modesto, pero, al mismo tiempo, importante. En él analizo cuidadosamente la obra de cinco pensadores que han reflexionado profundamente sobre el significado de la violencia: Carl Schmitt, Walter Benjamin, Hannah Arendt, Frantz Fanon y Jan Assmann. Cada uno de ellos es provocador, polémico e influyente. Un buen número de las discusiones contemporáneas sobre la violencia se apoya en uno de estos pensadores. Mi pregunta es sencilla y directa: ¿qué podemos aprender de ellos sobre el papel de la violencia en la vida humana? En primer lugar, muestro que, a pesar de los brillantes análisis de Schmitt, existen aporías y tensiones no resueltas en el corazón mismo de su concepción sobre 'lo político' y su famosa distinción entre amigo y enemigo. Schmitt nos enseña el camino hacia los problemas políticos y normativo-morales que debemos enfrentar si queremos evitar la violencia absoluta e ilimitada, pero, al mismo tiempo, socava la posibilidad misma de enfrentarlos seriamente. En mi discusión sobre el ensayo de Walter Benjamin 'Para una crítica de la violencia' me concentro en lo que él entiende por 'violencia divina' y examino varias interpretaciones de este concepto enigmático. La importancia del ensayo de Benjamin radica no en las respuestas que ofrece, sino en las preguntas que nos obliga a hacernos sobre la violencia y la no-violencia. Por su parte, Hannah Arendt nos ofrece un acercamiento muy diferente, uno que se basa en la aguda distinción entre el poder y la violencia. El tipo de poder que a ella le interesa es aquel que surge cuando el pueblo actúa en conjunto: el empoderamiento. El poder y la violencia son antitéticos. La violencia puede destruir el poder, pero jamás crearlo. Arendt fue una crítica implacable de la influencia de Los condenados de la tierra de Fanon y de lo que a sus ojos era una creciente celebración de la violencia [...]. Jan Assmann se ocupa de la violencia religiosa y su relación con lo que él llama 'monoteísmo revolucionario', es decir, el tipo de monoteísmo para el cual solo hay una religión verdadera y todas las demás son falsas. La lección que nos enseña es muy importante: la violencia religiosa es una posibilidad siempre latente que puede conducir a violaciones, asesinatos, tortura y genocidio. Esta es la razón por la cual debemos estar atentos a la violencia religiosa y oponernos a ella. A lo largo del libro también discuto el trabajo de otros autores que se han apoyado en las reflexiones de estos cinco pensadores, incluyendo a Jacques Derrida, Judith Butler, Simon Critchley y Slavoj Zizek. Por último, intento integrar sus puntos de vista en una comprensión dialéctica de la relación entre la violencia y la no-violencia. Aunque debemos estar comprometidos ética y políticamente con la no-violencia, existen circunstancias excepcionales en donde se justifica el uso de la violencia. Lo que no existen son principios o criterios abstractos para determinar cuándo la violencia es permisible. Cultivar comunidades comprometidas donde se estimule y promueva la discusión y el debate sobre la violencia es una tarea práctica permanente (Aufgabe). La violencia desenfrenada triunfa allí donde el espacio de discusión público y comprometido se desvanece" (pp. 15-16).
[14]"Entiendo en este caso por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla. Esta disposición reside, a las claras, en la naturaleza del hombre. El hombre tiene una inclinación a entrar en sociedad; porque en tal estado se siente más como hombre, es decir, que siente el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una gran tendencia a aislarse; porque tropieza en sí mismo con la cualidad insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera, naturalmente, encontrar resistencia por todas partes, por lo mismo que sabe hallarse propenso a prestársela a los demás" (Kant, 1978, pp. 46-47).
[15]Está casi de sobra la manida sentencia de von Clausewitz, "la guerra es la continuación de la política por otros medios", de ordinario trastocada sintácticamente en términos de la política como continuación de la guerra por otros medios.
[16] Stefano Petrucciani (2008) hace la siguiente consideración sobre lo que, sin duda, concluiría Schmitt frente al postulado de Rousseau: "El terreno de la política permanece marcado por un conflicto estructural, en el que la oposición entre los fines de las voluntades rousseaunianas, entre préferences y egalité, es absolutamente inconciliable. Desde el punto de vista conceptual, la superación de los intereses particulares, de las apetencias individuales, en la voluntad general no solo es ardua, más bien, es imposible" (p. 122).
[17]Esta tesis la sostiene Schmitt en uno de sus textos más conocidos, Teoría de la constitución, donde, entre otras cosas, plantea su clásica discusión con Kelsen sobre quién ha de ser el guardián de la constitución.
[18]Pero "la situación de excepción no se debe confundir con las respuestas a las simples alteraciones del orden público que representaban los tumultos y revueltas propios de los tiempos del Antiguo Régimen o del primer constitucionalismo inglés, ni tampoco cabe identificarla con los estados de excepción positivizados en las constituciones contemporáneas [...]. La situación de excepción equivale a una crisis radical del orden sociopolítico existente y, por consiguiente, también del ordenamiento jurídico vigente. La radicalidad de la crisis del orden social que la situación de excepción implica se pone de manifiesto precisamente en el hecho de que las normas jurídicas hasta entonces vigentes no son ya aplicables a esa situación, puesto que la normalidad que reflejaban y para la cual habían sido pensadas se ha quebrado, ha desaparecido. Situación de excepción y supresión o quiebra de la 'situación normal' son una misma cosa. Para un pensamiento político impregnado de la idea de responsabilidad, la situación de excepción exige la restauración de la normalidad previa o la creación de una nueva normalidad" (Campderrich, 2005, p. 29).
[19]Se respira aquí el aire de la otra discusión, distinta del debate por el guardián de la constitución, entre Kelsen y Schmitt: normativismo vs. decisionismo. Mientras que para Kelsen solo la norma, dentro del estado normal de derecho, puede introducir normalidad, para Schmitt la decisión, dentro del estado anormal de excepción, de hecho, apunta al restablecimiento de la normalidad o a la instauración de una nueva normalidad, como aparece al final de la nota anterior.
[20]Para Honneth (2009) no es casualidad que todo el ensayo pueda considerarse como "un compendio de los problemas jurídico-políticos más importantes de la época: el derecho de huelga, el Estado policial, la guerra" (p. 106).
[21]Tal vez las respuestas a muchas de las inquietudes y los problemas que Benjamin plantea en Para una crítica de la violencia encuentren, si no respuesta, al menos sí claridad, en sus Tesis sobre el concepto de historia, que escribe en 1940, a muy pocos días de que la tragedia de la violencia legal y legítima del terror antisemita y totalitario del nacionalsocialismo, el mamarracho del Ángel de la Historia (el Angelus Novus de Paul Klee) se bata sobre él. "Tesis IX": "Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso" (Benjamin, 2022, pp. 71-72).
[22]Es preciso puntualizar que la entrada tiranía (τυρανία) es griega; mientras que dictadura es eminentemente latina. La tiranía griega tiene una connotación más política, mientras que la dictadura latina, una más jurídica, y se instala, exclusivamente, en el contexto histórico de la República romana, entre 509 y 27 a. e. c. En La dictadura, cuya primera versión apareció en 1931, Carl Schmitt (1999, pp. 33-57) esboza una aproximación a este respecto.
[23]Hay una ausencia evidente en la reflexión de Benjamin: no presenta, ni tienta en lo más mínimo, una definición de violencia. Al comenzar el texto, en la segunda oración, plantea una especie de hilo conductor que le servirá para soportar toda su especulación: "Es que, en lo que concierne a la violencia, en su sentido más conciso, solo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto moral" (Benjamin, 1999, p. 23).