La guerra contra las drogas, más que contra las drogas, ha sido una guerra contra las personas, una guerra cuyos costos han afectado de manera diferente a las poblaciones más vulnerables. En el caso particular de las mujeres consumidoras de cannabis,1 la sustancia psicoactiva ilícita más consumida en el mundo (Room et al., 2013), el sistema internacional de control de drogas acentúa las violencias urbanas y rurales que ha instalado y reproducido el prohibicionismo.
Tal como lo han señalado las investigaciones de Guzmán et al. (2013), Uprimny et al. (2017) y la Asociación para los Derechos de las Mujeres y el Desarrollo (AWID, 2019), la guerra contra las drogas ha llevado a las mujeres, especialmente a las afrodescendientes, las madres cabeza de hogar y las empobrecidas, al encarcelamiento y el padecimiento de la vulneración de sus derechos de manera desproporcionada en los países de Latinoamérica, lo cual refleja que este régimen adolece de un enfoque de género y diferencial que refuerza la intersección de patrones de invisibilización y discriminación contra las mujeres consumidoras.
En Colombia, Lanz y Rodríguez (2021), de la organización Temblores, al tomar como referencia el factor de vulnerabilidad de la víctima, muestran que entre los años 2017 y 2019 las personas usuarias de drogas fueron las que más abusos policiales recibieron. Se registró un total de 3214 casos, 15 de ellos correspondientes a jóvenes consumidores asesinados por la policía. Al diferenciar por género, el estudio muestra que las mujeres consumidoras se encuentran entre las personas más violentadas por la policía, con un total de 344 casos. La mayoría de estos casos se presentaron en lugares públicos y evidencian cómo la represión policial no solo limita el libre desarrollo de la personalidad, sino que también se convierte en un obstáculo para el goce del derecho a la ciudad por parte de quienes ejercen su derecho al consumo mínimo de sustancias psicoactivas en los espacios públicos.
Por otro lado, un estudio de Pereira et al. (2021) profundiza en la experiencia de mujeres usuarias de drogas que se encuentran en condiciones socioeconómicas desfavorables, desde una perspectiva territorial y feminista que coincide con los hallazgos de Mata (2020), Espinosa (2016) y Pérez-Floriano (2018), al plantear que las mujeres consumidoras de marihuana se enfrentan a una estigmatización con una carga simbólica más fuerte, pues reciben mayor censura, descalificación y condena social.
Ante este panorama de criminalización y violencia, en Colombia la sociedad civil se ha organizado para resistir, y cada vez son más las mujeres que se animan a proponer cambios en las políticas de drogas y a defender los derechos que el activismo judicial ha reconocido a través de varias sentencias, como la Sentencia hito C-221 de 1994, que despenalizó la dosis de consumo mínimo. De ahí que para este trabajo sean de gran aporte los estudios de Salgar (2015), Borja et al. (2017), Triana (2017) y Restrepo (2017; 2018), quienes abordan el activismo cannábico en ciudades como Bogotá, Cali, Manizales y Medellín, para evidenciar la manera en que el movimiento cannábico viene contrarrestando la estigmatización y fortaleciendo “la capacidad ciudadana de participación de las personas usuarias de marihuana en defensa de sus derechos humanos” (Triana, 2017, p. 4) mediante diversas acciones colectivas llevadas a cabo desde las bases y el sistema institucional. Sin embargo, en ninguna de estas investigaciones aparecen preguntas que permitan profundizar en el tema de las mujeres activistas, ni tampoco se hace alusión al derecho a la ciudad.
Ahora bien, sobre el derecho de las mujeres a la ciudad, las investigaciones de Montoya (2012a y 2012b), Gómez (2016), Toro y Ochoa (2017), Arroyo y Álvarez (2018) y Zapata (2018) coinciden en la importancia de visibilizar las violencias que se ejercen contra ellas, utilizando los componentes y el potencial de la categoría del derecho a la ciudad, y entendiendo esta última ligada a un escenario para el disfrute de todos los derechos humanos, pero que debe pensarse de manera diferencial en relación con las condiciones de hombres y mujeres, ya que las experiencias y las relaciones que se tejen culturalmente en el territorio son complejas y no han sido homogéneas, por lo que persisten brechas y desigualdades que es necesario desmontar.
Así pues, ninguno de los estudios revisados para el desarrollo de esta investigación aborda el derecho a la ciudad de las mujeres consumidoras de cannabis, pero sí dan cuenta de la posibilidad de conectar estas categorías, por un lado, para develar las violencias y los obstáculos que limitan la realización de los derechos humanos en el contexto urbano y de prohibicionismo, y, por otro lado, para exaltar los ejercicios de incidencia política y activismo, especialmente de las mujeres que usan esta planta. Por eso, resulta interesante adentrarse en el significado que tiene para las mujeres consumidoras de cannabis ver materializado este derecho colectivo en constante construcción.
Las raíces del concepto de derecho a la ciudad se encuentran en Lefebvre (1968), quien fue el primero en proponerlo y popularizarlo como el derecho a la vida urbana, transformada y renovada, que exige de las y los habitantes urbanos una lucha paralela por el derecho a la participación real y activa, y el derecho de apropiación del espacio público en la cotidianidad. Asimismo, Gnecco (2020), a partir de los postulados de Lefebvre, explica que se trata de un derecho emergente que se construye lentamente, y aunque en muchos ámbitos no cuenta con el reconocimiento formal, “esta circunstancia no le quita su fuerza u obligatoriedad. Por el contrario, la incita a que debe ser reclamado o conquistado” (p. 12).
De acuerdo con Borja (2005) y Soja (2014), el derecho a la ciudad se contempla como un horizonte de posibilidades que apunta al remplazo total de los sistemas opresores y de desigualdad, dándole a la ciudad un valor de uso y de obra colectiva en la que prima el interés general. Por su parte, Carrión y Dammert (2019) afirman que, en las últimas décadas, el derecho a la ciudad “se ha posicionado como una categoría analítica, de movilización política, de debate público y de principio normativo” (p. 9). En ese sentido, se nutre de las resistencias y reivindicaciones situadas de los movimientos sociales y los sectores más estigmatizados, precarizados y excluidos de la producción social de la ciudad, que aspiran a transformarla en un espacio de rebeldía y esperanza a partir de sus deseos y sus luchas (Harvey, 2008; 2013). En términos de la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad (PGDC, 2016), dicha producción social de la ciudad se sustenta en tres pilares que abarcan y operacionalizan el derecho a la ciudad: 1) su dimensión material o pilar de la distribución espacialmente justa de los recursos, que implica la garantía de espacios públicos inclusivos, seguros y de calidad; 2) su dimensión política o pilar de la agencia política, que está ligado a la posibilidad de que los habitantes sean protagonistas de la construcción de iniciativas que permitan satisfacer plenamente sus necesidades, y 3) su dimensión simbólica o pilar de la diversidad sociocultural, que resulta de vital importancia para esta investigación por el enfoque de género e interseccional, que debe ser reconocido como componente fundamental para el uso y la apropiación de los espacios urbanos sin discriminación. Esta misma plataforma, integrada por diversas organizaciones académicas y de la sociedad civil, entiende el derecho a la ciudad como el derecho de todos los habitantes a usar, producir, gobernar y disfrutar las ciudades entendidas como bienes comunes (PGDC, 2016).
Por otro lado, el estigma frente al consumo de cannabis, que se expresa mediante distintas formas de exclusión y violencias en el espacio público, se entiende, desde los planteamientos de Goffman (2006), como una forma de descalificación y descrédito que afecta la identidad social de un individuo al ponerle la marca moral de un rasgo o un comportamiento considerado socialmente reprochable. De acuerdo con Quintero (2020), este consumo se concibe como una práctica social y cultural que debe ser vista de manera integral con todas sus variables, reconociendo que va a estar determinado por diversos contextos, con propósitos recreativos, medicinales, espirituales, psiconautas,2 entre otros.
Por su parte, Restrepo (2020), al indagar sobre el movimiento cannábico como un nuevo actor político que reivindica al consumidor de marihuana como ciudadano, llama la atención sobre la marihuanofobia, y la define como un odio y un temor infundados, resultado del régimen prohibicionista, que lleva incluso al exterminio de quien consume cannabis. De ahí que quienes consumen esta sustancia en el espacio público suelan ser víctimas de un menosprecio que, de acuerdo con Honneth (1997), se traduciría en la desposesión y la privación de derechos y libertades por parte de la familia, el Estado y la sociedad estigmatizadora, que lesionan la autoconfianza, el autorrespeto y la autoestima.
No obstante, las distintas situaciones de violencia y estigmatización a las que se ven sometidos quienes consumen cannabis activan mecanismos de resistencia, movilización social y acción política (Restrepo, 2020). Tal como lo explica Honneth (1997), la experiencia del menosprecio lleva a una lucha por el reconocimiento. En otras palabras, para el caso en cuestión, las restricciones al uso del espacio público y a la producción de la ciudad reproducen la discriminación y la segregación, que separan a quien consume cannabis del cuerpo social, pero también alimentan la indignación, que será un sentimiento determinante para el desarrollo de repertorios de acción colectiva (Tarrow, 1997) y el fortalecimiento del movimiento cannábico.
Esta investigación partió de la hermenéutica como apuesta epistémica y adoptó el enfoque cualitativo, que, en palabras de Galeano (2020), busca comprender la realidad desde las percepciones y los modos de ser y estar en el mundo de los actores sociales. En ese sentido, con la intención de acceder a la comprensión de la experiencia humana, se realizó una adaptación de la pinh de Quintero (2018), que retoma algunos postulados de Ricoeur (1999 y 2003) y se presenta en cuatro momentos. En el Momento I se transcribieron y codificaron las entrevistas conversacionales a las dos narradoras. En el Momento II se realizó la identificación de los acontecimientos en el relato de cada narradora, para trazar el eje central de la trama narrativa. Luego se procedió a identificar las temporalidades y las espacialidades de las narrativas. En todas las matrices se analizaron el consumo de cannabis, la estigmatización de las consumidoras de cannabis por el hecho de ser mujeres y el ejercicio del derecho a la ciudad. En el Momento III se analizaron las fuerzas narrativas, desde el uso de las metáforas y la expresión de las emociones, y se abordó la matriz de atributos de las participantes, enfatizando en los juicios, las imputaciones y las potencialidades identificadas. Finalmente, en el Momento IV se produjo la fusión de horizontes o triple mímesis, que resulta de la interpretación de los relatos en diálogo entre la voz de las narradoras, los referentes teóricos y el punto de vista del investigador.
Es preciso señalar que en este trasegar se tuvieron en cuenta las correspondientes consideraciones éticas para el cuidado y el respeto de las dos narradoras. Por eso desde el inicio se les comunicó cuáles serían los objetivos y los alcances de la investigación, y ambas firmaron el consentimiento informado para autorizar que en las publicaciones que surgieran a partir de este estudio aparecieran sus nombres reales, como un mecanismo para dar cuenta de sus posicionamientos éticos y políticos, y expresar que no hay razón para avergonzarse por el consumo de cannabis en la adultez. Igualmente, ambas pudieron revisar la versión final del artículo y hacer devoluciones que fueron muy valiosas.
Para dar cuenta de los hallazgos es fundamental empezar por presentar a las narradoras que participaron en la investigación. Ellas son dos mujeres jóvenes: Fernanda Barajas, abogada egresada de UNAULA, y Lorena Montoya, administradora de empresas del Colegio Mayor de Antioquia, ambas habitantes de la ciudad de Medellín. Fernanda relata que su primer consumo de marihuana ocurrió en compañía de una amiga, cuando tenía trece años, y que volvió a consumirla cuando ingresó a la universidad.
El acontecimiento principal que atraviesa la narrativa de Fernanda está ligado a su vinculación al Semillero Cannábico, escenario en el que empezó a adquirir conocimientos y a plantearse reflexiones que dieron paso a un proceso de concientización y le permitieron asumir posicionamientos críticos frente a lo que implica el consumo responsable de cannabis, como la importancia de cultivar sus propias plantas de marihuana y de participar en diversos repertorios de acción colectiva, tales como la Marcha Mundial de la Marihuana (en adelante, Marcha Cannábica) y el Círculo de Mujeres Cannábicas del Valle de Aburrá.
Por su parte, Lorena relata que consumió marihuana por primera vez en el 2015, a la edad de diecinueve años, y desde entonces participa anualmente en la Marcha Cannábica. El acontecimiento que se identifica en su narrativa se presentó cuando ella, al interesarse por colectivos de autocultivo, empezó a percibir que eran pocas las mujeres que participaban y lideraban procesos en el movimiento cannábico, y entonces tomó la decisión de fundar el Círculo de Mujeres Cannábicas del Valle de Aburrá. Para Lorena, es emocionante y satisfactorio saber que “hay muchas mujeres que se están empoderando y se están apropiando de espacios cannábicos”, y que ella ha contribuido a que esto suceda.
La reflexividad, el liderazgo, la actitud participativa y reivindicativa de las luchas a las que tanto Fernanda como Lorena se vinculan son algunos de los rasgos que se identifican tras el análisis de los atributos de las narradoras, pues en sus relatos ellas dan cuenta de valoraciones y razonamientos que están en el marco de la pluralidad, en el sentido de pensar su vida en relación con otros y otras, y bajo su propia autonomía, exigiendo el respeto por sus elecciones, pero también generando alternativas para promover un consumo de cannabis responsable.
Las narrativas de Fernanda y Lorena hacen alusión a distintas situaciones en las que se sintieron violentadas por ser mujeres consumidoras de marihuana. Al analizar la matriz de las espacialidades expuesta en la metodología de la PINH, sus relatos confirman que la mayoría de las veces los insultos, las humillaciones y los demás vejámenes contra ellas fueron propinados en el espacio público. Y es que la falta de regulación y las contradicciones jurídicas alrededor del consumo de drogas hacen que los espacios públicos se conviertan en plataformas de disputa en las que, por un lado, se encuentran las personas usuarias del cannabis, quienes en ejercicio de su plena autodeterminación tienen derecho a consumir y a habitar la ciudad, y, por otro lado, la fuerza pública, que busca mantener el orden, reprimir y aplicar sanciones administrativas, en muchos casos desproporcionadas, a quienes deciden consumir en determinados lugares.
Es así como el ocultamiento de este consumo se presenta como una estrategia con la que las narradoras han buscado evitar el señalamiento, el rechazo y otras formas de menosprecio que suelen enfrentar las mujeres tachadas como marihuaneras. Por esta razón, Fernanda dice que prefiere los lugares privados o parques solitarios a la hora de consumir cannabis: “Casi siempre fumo en mi casa o hay un parque que se llama La Asomadera”. Por su parte, Lorena expresa que evita consumir en el trabajo y que cuando consume en espacios públicos por lo general lo hace después de las seis de la tarde: “Preferimos hacerlo en esos lugares. Uno es Carlos E., siempre después de las tardes, seis, siete de la noche; uno sabe que es un lugar de tolerancia”. “En Ciudad del Río también, pero pues obviamente después de las seis de la tarde, cuando uno ya sabe que no hay familias o niños presentes”. Según lo que expresa Lorena, el hecho de ser mujeres duplica el nivel de estigmatización: “Como mujeres consumidoras de cannabis, sufrimos dos estigmas; bueno, muchísimos. El consumir cannabis y el ser una mujer fumando cannabis”. Esta queja encuentra eco en el relato de Fernanda, quien también percibe esa doble estigmatización en los comentarios que ha escuchado sobre ella cuando la han visto fumando en la calle: “Ay, usted tan bonita y fuma. ¡Ay, parece una gamina! Ay, ¿pero no ve cómo la pone la marihuana?”. Lo mismo ocurre con los comentarios que les ha oído a otras mujeres consumidoras que se han vinculado al Círculo de Mujeres Cannábicas y que se han sentido rechazadas por realizar esta práctica:
Las mujeres se han visto opacadas, en el grupo donde estamos, que es donde conversan varias chicas, llega una y nos dice: “Ay, me están rechazando, que una mujer no hace eso, que una mujer no está destinada para eso” […]. ¿Por qué la sociedad nos sigue diciendo que no estamos hechas para consumir? ¿Por qué la sociedad nos sigue juzgando porque consumimos? (Fernanda).
El doble estigma del que hablan las narradoras se hace presente también en el propio movimiento cannábico. Al respecto, Lorena señala que para ellas ha sido un reto constante aprender juntas en el Círculo, sin depender de otras organizaciones cannábicas de la ciudad, en las que por lo general participan más los hombres y en las que muchas veces se han sentido invisibilizadas:
El Círculo permitió resolvernos todas esas dudas que nosotras no le hacemos a los grandes cultivadores por pena, o porque ¿qué van a decir? Muchos, tristemente, tienen la mentalidad de que por ser mujer no lo vas a hacer tan bien […]. Incluso en eventos cannábicos, uno a veces como mujer se siente demasiado estigmatizada (Lorena).
Las narradoras dan cuenta de prejuicios y estereotipos de género que se ven reflejados en la subvaloración de sus capacidades y potencialidades, y que se convierten en barreras frente a la posibilidad de participar en diferentes escenarios, incluso en la misma comunidad cannábica, en la que predomina el liderazgo masculino. Además, el machismo y la violencia de género se evidencian cuando Fernanda y Lorena hablan del ciberbullying y del temor a consumir con hombres por el riesgo de sufrir abuso sexual, asuntos en los que valdría la pena profundizar en futuras investigaciones, pues no se debería continuar normalizando este tipo de situaciones.
Es importante señalar también que las distintas formas de menosprecio y de rechazo contra las mujeres consumidoras no solo se dan en razón del género. Precisamente, los relatos de Fernanda y Lorena dan cuenta del entrecruzamiento con otros factores, como la condición juvenil, las expresiones estéticas y el entorno socioeconómico, pues sus experiencias suelen ser distintas dependiendo de la hora en la que decidan consumir en determinados barrios o parques que varían en su estrato social.
Por ejemplo, el siguiente enunciado del relato de Fernanda permite apreciar otros factores que influyen en la discriminación: “Al marihuanero que está parchado en Ciudad del Río, con gorra y una camisa ancha, un pantalón ancho, a ese le van a llegar. Todavía estamos en una sociedad que nos juzga es por esa carátula”.
Esto último permite observar una conexión entre el derecho a la ciudad y la interseccionalidad, en la medida en que, de acuerdo con los relatos de las narradoras, hay situaciones de discriminación que se cruzan y se sobreponen debido a la pertenencia a distintas categorías sociales, lo que a la vez provoca y acentúa otras formas de violencia. Este es un factor que emerge con fuerza y deja entrever que la contienda por el derecho a la ciudad implica movilizar diversos desafíos colectivos en aras de reivindicar diferentes formas de producción y apropiación del espacio público.
Es importante resaltar que muchos consumidores de cannabis no cuentan con espacios privados para realizar esta práctica. Según Lorena, “hay personas que desafortunadamente no pueden consumir y eso es una realidad para todos, o para muchos; no es fácil consumir en una casa”. Por este motivo, van morando en espacios públicos que se constituyen en espacios de protección y de refugio, para evitar los conflictos familiares que se presentan en gran medida por el mismo desconocimiento y por la influencia que tienen los discursos prohibicionistas en muchos hogares.
Uno de esos lugares de habitual consumo que aparecen en el relato de Fernanda es el Parque del Periodista, que está ubicado en el centro de la ciudad de Medellín y es constantemente frecuentado por consumidores de marihuana, lo que genera una carga simbólica que va marcando y segregando no solo a quienes lo habitan, sino también al territorio:
Siempre al consumidor de cannabis se le juzga, “¿Y este de dónde salió?, allá fuman”, “¿Ay, este estaba en ese parque?, allá fuman”, “¿Ay, usted estaba en el Periodista?, allá fuman”; Entonces ¿no puedo ir a ese lugar, si no soy consumidora? (Fernanda).
Por su parte, Lorena señala que el hecho de que algunos espacios se hayan destinado al consumo de cannabis no elimina el riesgo de ser perseguida o violentada mientras está allí: “Siento que, en cualquier lugar, por más concepto que uno tenga de que son tolerantes, no lo son, porque en algún momento va a llegar la policía, y te va a hacer ir, o te va a tratar mal”. Precisamente, uno de los asuntos que aparece con fuerza en los relatos de Fernanda y Lorena, cuando hablan del temor a consumir marihuana en los espacios públicos, es la persecución policial de la que han sido víctimas. Fernanda señala que se trata de una criminalización que se acrecienta por ser mujeres, y utiliza la siguiente expresión metafórica para hablar del asunto: “A las mujeres nos echan más el ojo, como que ¡ay, le voy a llamar a una policía y que la requise!; nos echan más el ojo. Tenerse que enfrentar uno a que lo requisen es la cosa más horrible”.
Ambas narradoras mencionan algunas detenciones arbitrarias realizadas por la policía en situaciones en las que se evidencia la persecución por el hecho de consumir en la calle. Estos relatos permiten apreciar la forma en que el prohibicionismo se convierte en el eje central que justifica los cuestionamientos, las requisas, las detenciones y la imposición de vallas y cerramientos, entre otros dispositivos de control policial, para perseguir a quienes consumen marihuana en parques, escenarios deportivos y vías públicas de la ciudad. Fernanda considera que el asunto de los abusos policiales se debe sobre todo a un proceso cultural y educativo, pues muchos de los agentes de policía son personas con prejuicios e imaginarios instalados culturalmente, en diversos espacios de socialización y a través de los medios de comunicación, que han sido útiles para promover el discurso de la guerra contra las drogas.
Las narradoras han buscado entonces evitar los enfrentamientos con la policía y para eso han elegido los espacios privados, la oscuridad de la noche o algunos territorios cannábicos de los que se han apropiado las consumidoras y los consumidores. Estas espacialidades se van configurando como lugares de encuentro, disfrute y apropiación de la comunidad cannábica. Sin embargo, el estigma termina por descalificar más fuertemente a las mujeres cannábicas que frecuentan esos lugares, pues allí la masculinización no es ajena al sistema patriarcal que rige en toda la ciudad.
Además, se infiere que justo el hecho de que estos espacios sean reconocidos como zonas de tolerancia o de libre consumo propicia la persecución, la represión social y el estigma del entorno comunitario, ya que las personas que residen en sus alrededores no quieren que el sector sea desacreditado con la asociación a estos consumos. De manera que muchas veces son las personas que habitan los lugares colindantes con estas zonas quienes amenazan con llamar a la policía o efectivamente acuden a ella o a los combos3 para que ejerzan control: “Son los mismos vecinos los que te tiran la policía, los que llaman a estos manes, y son como que ¡ve, allá están fumando marihuana! Entonces es exponerse, es exponerse demasiado” (Lorena).
Es así como las narrativas de Fernanda y Lorena permiten apreciar que el estigma no solo recae sobre quienes consumen marihuana, sino también sobre los lugares en los que moran estas personas. En ese sentido, se configura un estigma territorial, porque con el prohibicionismo se han creado diversos sesgos, prejuicios, estereotipos e imaginarios sobre las consumidoras y los consumidores de cannabis, y estos se extienden por los territorios. De este modo, el estigma impuesto a este grupo social termina por afectar la configuración simbólica de los lugares en los que es habitual el consumo y de los que la comunidad cannábica se ha ido apropiando. Además, esas marcas sociales negativas cobran un sentido espacial y se asientan en estos lugares como expresión de un mal que es necesario combatir.
Las narradoras, desde su experiencia como activistas cannábicas, dan cuenta de la marihuanofobia, que evidencia el odio y la exclusión que se genera frente a quienes usan el cannabis. Se trata entonces de un rechazo que está presente en todos los escenarios de actuación de la comunidad cannábica y que, por consiguiente, representa muchos obstáculos para las y los activistas en la realización de sus actividades. Lorena habla de eso y lo ejemplifica al mencionar las dificultades que ha tenido con el préstamo de espacios:
Me di cuenta estando en el Círculo de que es muy difícil en Colombia, en Medellín, armar un parche cannábico, para por ejemplo estar en un espacio alquilado. Entonces es como que quiero hacer un evento, pero apenas digo que va a ser un evento cannábico, los dueños como que… Mmm, no [hace gestos de negación con la cabeza].
Por su parte, Fernanda hace alusión a la estigmatización que percibió en su etapa universitaria, cuando formó parte del Semillero Cannábico, pues en algunas ocasiones sintió que las directivas querían ocultar esa iniciativa, ubicando a los participantes en espacios poco accesibles de la universidad:
Somos enemigo número uno de la universidad. Nuestros eventos y lo que tratábamos siempre de hacer para sensibilizar a las personas casualmente se nos cruzaban con otros eventos formales de la Universidad; nos hacían en un espacio donde nadie nos viera.
Situaciones como las que relatan las narradoras evidencian algunas de las formas en las que opera la marihuanofobia; por un lado, las dificultades para acceder de manera igualitaria a espacios públicos y privados, como se aprecia en el caso del Círculo de Mujeres Cannábicas, y por otro lado, la invisibilización del Semillero Cannábico, que según Fernanda limitó su posicionamiento en la comunidad universitaria. De esta manera, la exclusión y la negación de oportunidades entorpecen la acción política del movimiento cannábico en la esfera pública, y vulneran su derecho a la ciudad.
En primer lugar, es preciso decir que Lorena define el derecho a la ciudad como “estar en lugares en donde se respetan los derechos humanos, estar bien en la calle” Agrega también, poniéndose en el lugar de una consumidora de cannabis, que para ella “es estar libremente en espacios en los que no se nos vulneren nuestros derechos, el derecho al consumo mínimo, la dosis mínima”, lo que podría interpretarse como el deseo de que haya más respeto por los derechos alcanzados gracias al activismo judicial y de que en algún momento la ciudad cuente con espacios regulados, en los cuales se garanticen estos derechos.
Por otro lado, según Fernanda, este derecho se materializaría en varios sentidos. En primer lugar, “que uno diga: bueno, me vendieron cannabis de forma segura, no tiene ninguna adición, sé qué me van a vender, sé qué voy a consumir, sé qué porción me van a suministrar, se cuánto me van a suministrar”. Según ella, hay una relación directa entre el derecho a la ciudad y la posibilidad de incidir en la regulación de este mercado para que brinde mayores estándares de calidad y salubridad a las consumidoras y los consumidores, por lo que concluye que “como consumidora, no siento que tenga un derecho a la ciudad”. Además, puntualiza que el derecho a la ciudad se materializaría si
pudiera ir a un parque, a un lugar, a una manga, no sé, a cualquier lugar, sintiéndome segura, sintiéndome protegida, sintiendo que no tengo que estar con otra persona para que de pronto un policía no llegue y vaya a vulnerar mis derechos […]. Encontrar un lugar designado o un lugar apropiado donde yo pueda consumir.
En ese sentido, puede apreciarse que Fernanda propone una concepción del derecho a la ciudad desde su dimensión material, que se vislumbra en esa ciudad imaginada que cuenta con espacios públicos o privados abiertos al público, en los que puede sentirse tranquila ejerciendo su ciudadanía. De la misma manera, Fernanda señala que disfrutar del derecho a la ciudad representaría “no sentir la presión, ese juzgamiento de la sociedad; que yo vaya pasando y digan: ¡Ay, mire, ahí va la marihuanera!”. La narradora considera entonces que el derecho a la ciudad también tiene que operar desde su dimensión simbólica, ligada a la posibilidad de que la ciudad brinde un entorno de respeto por la diversidad sociocultural, para lo cual se requiere el desmonte de la estigmatización y la exclusión, y el reconocimiento pleno de las diferencias, especialmente en materia de género, lo que implica que las mujeres consumidoras usen los espacios urbanos sin discriminación.
Un momento imborrable en la memoria de quienes consumen marihuana de forma habitual se presenta cuando se toma la decisión de “salir del clóset cannábico” o “salir del clóset psicoactivo”.4 Esto es, asumirse como consumidor públicamente, dejando el ocultamiento y enfrentando con coraje el estigma y la criminalización. Sin embargo, dar este paso no es nada fácil, y las narrativas de Fernanda y Lorena lo confirman: “Siento que, para todas las personas, o para la mayoría de consumidores, ya sea recreativos o medicinales, es un proceso superteso decir en la casa” (Lorena). “Fue difícil decir en la casa, fue difícil enfrentarse a la familia y decirles ‘yo consumo cannabis’” (Lorena). “Lo hablé con mis papás… Ellos no aceptan el hecho de que yo sea consumidora, pero ya me respetan, tanto mis cosas personales, mis candelas, mis pipas, si tengo marihuana o cosas así, ya lo respetan” (Fernanda).
Fernanda resalta que su vinculación al Semillero Cannábico la incentivó a cultivar marihuana en su casa, lo que llevó a que sus padres se dieran cuenta de que ella consumía cannabis: “Desde que llegué al semillero prácticamente salí del clóset, como se podría decir”. Su participación en este espacio la llevó no solo a salir del clóset cannábico, sino también a vincularse a otras plataformas de activismo y ciberactivismo, para lo cual estudió más sobre el tema y apoyó la realización de diferentes eventos universitarios y de ciudad. No obstante, también logró impactar su entorno más cercano, sensibilizando a sus amigos y familiares para que reconocieran los imaginarios y los estigmas que mantenían frente a estos consumos. Fernanda tiene la convicción profunda de que “el problema de las drogas es que a los ciudadanos no se les educa frente a ellas”.
De modo que salir del clóset cannábico es una decisión consciente y valiente por parte de las narradoras, pues les permite superar y aprovechar la indignación, y reafirmar su activismo para irrumpir en la lucha cannábica. Por consiguiente, como se verá a continuación, salir del clóset se hace necesario a la hora reclamar el derecho a la ciudad, pues este derecho requiere de la articulación de juntanzas y la movilización de las poblaciones más estigmatizadas y marginadas -en este caso la comunidad cannábica-, que aparte de ejercer determinadas territorialidades urbanas, se inmiscuyen en prácticas performáticas que implican mostrarse frente al mundo de forma militante, para cambiar los sistemas de opresión y discriminación múltiple que operan en la ciudad y en el mundo.
Podría decirse que la Marcha Cannábica es una forma de apropiación del espacio público y de reivindicación del derecho a la ciudad. Se realiza como un acto de protesta con el que el movimiento cannábico exige la liberación de la planta de marihuana, con el propósito de reivindicar no solo su uso recreativo, sino también su uso medicinal, ancestral, espiritual y ritual. Desde 1999, la marcha se lleva a cabo cada año en el mes de mayo, en varias ciudades del mundo, entre las que se encuentra Medellín, donde se realiza desde el 2008, por iniciativa del considerado primer activista cannábico del país, Olmes Ortiz.
Fernanda cuenta que la primera vez que asistió a la marcha estaba cursando décimo grado en el colegio, y describe la experiencia de la siguiente manera: “No tenía la dimensión de cuántas personas en Medellín fumaban marihuana, y pues uno ve ese mar de personas que se reúnen ahí, precisamente a decir sí, ese es mi derecho y yo fumo marihuana”. Luego, en el 2020, asistió por tercera vez, después de muchos años. Su trasegar había dado un giro, pues para ese momento estaba a punto de graduarse como abogada, había tenido la oportunidad de participar en el Semillero Cannábico y estaba incursionando en colectivos con otras mujeres, a quienes admira por sus iniciativas y la seriedad con la que ejercen su activismo:
Yo nunca, nunca, había visto círculos identificados, organizaciones o personas que se reunían a hacer reconocimiento de esto. Entonces vi que las chicas mandaron a hacer unas pancartas hermosas, y ahora, después de muchos años, es que empiezo a ver que en realidad van existiendo organizaciones serias y círculos o colectivos que se han encargado de que la visualización del cannabis se vea desde otro punto (Fernanda).
Lorena, por su parte, ha participado desde el 2016, y en las últimas marchas ha asumido un rol de liderazgo, al ser una de las fundadoras del Círculo de Mujeres Cannábicas, lo cual ha incrementado su nivel de conciencia frente a la importancia de estas movilizaciones: “Más o menos a los diecinueve años lo empecé a tomar con seriedad, empecé a ir a estas marchas. Creo que son supernecesarias” (Lorena).
Por otro lado, el Círculo de Mujeres Cannábicas se constituyó a partir de un repertorio de acción colectiva organizativo, gestado en el 2019, y le permitió a Lorena asumir una nueva etapa en su activismo:
Un día vi una convocatoria a un encuentro y era un encuentro feminista, un Círculo de Mujeres Cannábicas […]. Solamente llegamos cuatro, nos dimos cuenta de que de verdad estamos desunidas, de que no había algo que nos convocara a estar juntas, a conocernos, a trabajar en red, y en ese momento Shhorai nos dijo: Quiero que nosotras cuatro empecemos este proyecto, quiero saber si puedo contar con ustedes, y las cuatro dijimos sí.
Lorena sabía entonces que se trataba de un proyecto feminista; lo aceptó y desde ese momento se sume desde ese lugar, pues entendió que en nuestra sociedad existen brechas y desigualdades de género, y que, aunque el feminismo ha ayudado a disminuirlas, aún falta mucho para que desaparezcan.
La vinculación de Fernanda al Círculo de Mujeres Cannábicas se dio posteriormente, a mediados de noviembre del 2020, mientras realizaba su trabajo de grado para optar al título de abogada: “Cuando empecé a hacer mi proyecto de investigación, me encontré con estas chicas del Círculo de Mujeres Cannábicas”. Fernanda, en equipo con otra compañera del Semillero Cannábico, entrevistó a las fundadoras del Círculo, entre las que se encontraba Lorena, y la percepción que le dejó este proceso es que “son mujeres que se están posicionando y se están haciendo notar dentro de la comunidad cannábica”. Además, les asignó atributos y potencialidades vitales para su activismo, que dan cuenta de la construcción de subjetividades políticas en torno a estos nuevos escenarios feministas relacionados con el cannabis: “Estaba hablando con mujeres muy empoderadas, mujeres muy puestas en su sitio y que saben para dónde van”.
Así pues, ambas narradoras acudieron al llamado a participar en estos repertorios de acción colectiva, motivadas por sus vivencias como consumidoras, al evidenciar la invisibilización de las mujeres activistas y el dominio que ejercían los hombres en el movimiento.
Mediante el análisis del tiempo humano que propone el método de la PINH, se evidencia de manera contundente lo que ha significado para las narradoras la experiencia de participar en dichas acciones colectivas, pues les ha permitido reconocer la importancia de promover esta forma de resistencia, así como de sentirse parte de las bases de un movimiento que de manera seria y decidida le plantea a la sociedad la necesidad de revisar las políticas prohibicionistas y buscar alternativas de regulación desde el enfoque de los derechos humanos, la justicia social y la reducción de daños y riesgos, que según Aguirre y Muro (2020) “tiene el objetivo de mitigar las consecuencias negativas de salud, sociales y económicas del uso de sustancias psicoactivas legales e ilegales” (p. 47).
Las narrativas de Fernanda y Lorena permiten reconocer sus experiencias de estigmatización y comprender por qué son expresiones de violencia urbana en el marco de la guerra contra las drogas en Medellín. Los resultados de este estudio muestran que, tal como lo plantea Falú (2014), aunque se consideren los logros de las mujeres en la conquista del espacio urbano y en ámbitos políticos y económicos, persiste una reproducción de los estereotipos que tiene como consecuencia la limitación de los espacios comunes. En este caso, el miedo a la policía y los señalamientos sociales que se les suele hacer a las mujeres consumidoras de marihuana las llevan al ocultamiento de esta práctica o a preferir la noche y los espacios privados para realizarla, con lo cual se les niegan el acceso, el uso y el disfrute de la ciudad. No obstante, las vivencias de menosprecio y estigmatización no desincentivan su lucha por el derecho a ser ellas mismas, disfrutar del espacio público y participar en la construcción de la ciudad.
Según las narradoras, su incursión en escenarios de activismo como el Semillero Cannábico de UNAULA y el Círculo de Mujeres Cannábicas las motivó a salir del clóset cannábico, lo que en términos de Goffman (2006) representa la revelación, una etapa propia del estigma, en la que se pasa de ser una persona desacreditable a ser un sujeto consciente desacreditado. Este giro se considera un paso importante para el agenciamiento político que van a requerir en la lucha cannábica por su derecho a ser incluidas en la producción social de la ciudad, tal como lo indica Restrepo (2020), para quien la salida del clóset cannábico conduce a las consumidoras y los consumidores a la acción pública, que se expresa en el vislumbramiento de un arcoíris cohesionador de “los repertorios organizativos, online, offline y emocionales de los activistas cannábicos” (p. 179).
Por eso es importante señalar también el sentido que ha cobrado para las narradoras la Marcha Cannábica, ya que en con esta acción se genera una apropiación performática y política de las calles, al alzar la voz en señal de indignación y de protesta, para promover la liberación de la planta de marihuana y hacer visibles discursos que respaldan un cambio de paradigma en las políticas de drogas.
Los lugares en los que es habitual el consumo de cannabis se constituyen en espacios contradictorios de refugio y de conflicto, y generan un entorno disruptivo, en el que pese a que se avanza en los procesos de apropiación y en la resignificación que se quiere hacer de los mismos, en general se mantiene el estigma, pues de acuerdo con Wacquant et al. (2014), suscita emociones negativas ligadas al miedo y la repugnancia. En ese sentido, los autores advierten que la estigmatización territorial “es una forma significativa y perjudicial de acción mediante la representación colectiva centrada en un lugar determinado” (p. 236). Es así como un espacio puede representar la pérdida de los valores morales y la justificación de distintas formas de violencia y menosprecio, para rechazar, reprimir y encausar a los sujetos que lo habitan, reduciéndoles el disfrute de sus derechos.
En lo concerniente a los sentidos que le han otorgado las narradoras al derecho a la ciudad, sus relatos muestran que, aunque ellas consideran que es un concepto novedoso que apenas se está construyendo, se trata de la posibilidad de disfrutar la ciudad y de ejercer sin miedos sus derechos humanos en el espacio público. Este es pues un derecho que, en clave interseccional, permite reconocer diversos sistemas de opresión que se imbrican y afectan los cuerpos de las mujeres mediante distintas formas de dominación (Viveros, 2016). En ese sentido, el derecho a la ciudad requiere una mirada holística e integral que posibilite su entendimiento, su concreción y su exigibilidad. Además, las narradoras desde su rol de activistas consideran que este derecho tiene que ver también con la posibilidad de hacerse escuchar cuando se toman las decisiones sobre la ciudad y se definen los usos del suelo y los demás bienes, y permite abrir la discusión sobre la regulación del mercado del cannabis en el ámbito local, de tal manera que se pueda hacer un consumo más seguro y menos estigmatizado, y se logre mantener la sana convivencia en el espacio público.
Por tanto, es necesario seguir ahondando en este debate, para que en el Congreso de la República avancen los proyectos de ley que regulan el consumo de cannabis y otras sustancias psicoactivas ilegalizadas, y que en los concejos municipales se concreten los proyectos de acuerdo para reglamentar el uso de sustancias psicoactivas en lugares públicos, tal como lo ha indicado la Corte Constitucional en recientes sentencias. Esto con el fin de avanzar en la implementación del punto 4, “Solución al problema de drogas ilícitas”, del Acuerdo Final de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que contempla como uno de los compromisos del Estado transformar su visión actual en materia de drogas (Alto Comisionado para la Paz, 2016) por una visión que ponga en el centro a las comunidades y los territorios, incluyendo de manera decidida la voz de las mujeres.
Vale decir que estos cambios que se están impulsando se encuentran en sintonía con los hallazgos y las recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que en su Informe Final propone nuevas políticas frente al consumo, que contribuyan a disminuir las violencias contra las consumidoras y los consumidores, expresadas por ejemplo en el fenómeno de la “limpieza social”, documentado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH, 2015) y que ahora la Comisión de la Verdad propone llamar “crímenes por discriminación”, los cuales recaen con fuerza sobre los consumidores de marihuana, principalmente los jóvenes y las mujeres en contextos de pobreza y vulnerabilidad.
Resultaría entonces muy valioso continuar con estas conversaciones y avanzar en la comprensión y la consolidación del derecho a la ciudad en Medellín, aportando otras narrativas sobre prácticas y consumos que generan múltiples riesgos y atraen formas de menosprecio, partiendo de relatos no hegemónicos y de las subjetividades y las experiencias de las poblaciones más estigmatizadas y excluidas de la producción material, política y simbólica de la ciudad, para aportar en la construcción de agendas y políticas públicas que permitan fomentar la cultura política y el reconocimiento de
estos y otros derechos emergentes.
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[1]El cannabis o marihuana es una sustancia psicoactiva o psicotrópica nombrada y producida de múltiples formas. Al contener la molécula de THC o tetrahidrocannabinol, tiene la capacidad de disminuir o alterar las capacidades del sistema nervioso central.
[2]El consumo psiconáutico es un concepto que se utiliza para describir el uso consciente de sustancias psicoactivas con el objetivo de explorar el estado de la conciencia o realizar estudios científicos sobre sus efectos.