La fuerza manejada por otros se impone sobre el alma como el hambre extrema, puesto que consiste en un poder perpetuo de vida y de muerte. Y es una imposición tan dura, tan fría como si fuera ejercida por la materia inerte. El hombre que se siente en todas partes el más débil, está en el centro de la ciudad tan solo o más solo de lo que pueda estar un hombre perdido en medio del desierto (Weil, 2005, p. 22).
Cuando decimos sacerización proponemos deliberadamente imágenes-un poco fractales- en las palabras para mostrar al menos dos lentes de lectura que pueden hacerse sobre un subyecto agonizante tras el declive del poder del demos: una, sujeción y desolación (si se la mira con los ojos del subalterno menor y desprotegido que instaló el liberalismo decimonónico, y que debe ser ayudado por su padre: el Estado); otra, potencia (si, en cambio, se la mira con los ojos del pueblo oculto -en la nuda vida-), una vez que ha logrado emanciparse y salir de la excepción, lugar al que el poder -de todos los tiempos- le ha confinado. Solo así podrá desplegar como sujeto colectivo que está arribando a su mayor grado de intolerancia con el uso y el abuso de su poder usurpado.
Esta reflexión, crítica y sin esperanza, se alza desde una múltiple conexión entre dos palabras modernas: sacerización y democracia, que, aunque aparentemente sin conexión alguna, están estrechamente ligadas, como veremos, en un imposible discernimiento, porque ¿cómo discernir la agonía del demos en tiempos de reyezuelos electos?
No hay forma alguna de abordar sacerización sin seguir los pasos de Agamben (2001), cuyas búsquedas, sobrevivientes de Auschwitz, no bastan para rescatar al subyecto de su destino moderno y mercantil.
Para abordar la sacerización se recomienda usar una especie de lente espiral que puesto sobre lo plural, lo diverso, pero también lo único: humano, nos ayude a pensar sobre cómo, desde la política, el pueblo es excluido y su poder usurpado (lo político) y reemplazado por grupos de bandidos -de toda laya-, que han aprendido y sofisticado el fraude económico, la expropiación de la vida (en tanto forma-de-vida) y toda clase de felonías, condenando a seres humanos y a comunidades a la nuda vida. Un tal poder autodenominado legislativo.
Nos referimos a la llamada soberanía legislativa (y más estrictamente parlamentaria) instaurada en Inglaterra en 1688 a través del Bill of Rigts - Carta de Derechos-, reafirmada en las trece colonias del norte de América en 1776 e instaurada en la Constitución de 1787 bajo el más fino y obsceno eufemismo: “We the People”.
Es la misma soberanía legislativa de la Francia de 1789, que instaura el concepto nación en las falsaciones argumentativas del abate Emmanuel Joseph Sieyès, quien estructuró impunemente en su opúsculo ¿Qué es el tercer Estado? la razón del poder parlamentario para impedir el ascenso del poder constituyente originario a su propia expresión soberana.
Es factible que la ligazón descosida entre sacerización y democracia, solo alcance a designar lo que comenzó en el siglo VXIII con la idea absurda de las luces y la adoración a la razón. Aunque parezca una contradicción, la razón al servicio del capital es un despropósito que Locke maquilló detrás de su muy citada obra Ensayo sobre el gobierno civil, en la que instala la idea de que el primer derecho humano es la propiedad…
En nombre de la democracia representativa y de ese derecho civil, la mentira funda Estados nación a partir de su instauración como dispositivo maquínico (a la manera de Foucault y, por supuesto, de los llamados despectivamente postmodernos: grandes disidentes que expresaron su identidad a través de signos despreciados por unos y seguidos por otros, con la misma fruición) e instala el capital como fórmula expedita para el latrocinio que constituye la sociedad de consumo, en la que el hombre y su forma-de-vida es artículo de intercambio hasta su consumación, a lo sumo; aunque, como ahora, la mayoría de las veces, dejado al vaivén de la muerte en vida o, dicho de otro modo, convertido en homo sacer.
Pueblos sometidos a la sacerización y que están en la miseria: Tayikistán (64%), Burundi (68%), Sierra Leona (68%), Suazilandia (69%),Mozambique (70%), Angola (70%), Surinam (70%), Guatemala (75%), Liberia (80%), Haití (80%), Moldova (80%), Chad (80%), Zimbawe (80%), Zambia (86%)… Malawi, Rwanda, Nigeria, China, India, Bangladesh, Indonesia, Etiopía, República Democrática del Congo, la República Árabe Saharaui Democrática; continentes como Asia y África… Sin contar los que no cuentan. Esta es apenas una “muestra” mínima de la sacerización que viene desde todos los tiempos y se agudiza en este presente histórico.
Los estudios científicos sobre la pobreza, que solo son uno de los dispositivos (en tanto control del discurso) de sacerización y que se presentan bajo diversos ropajes, todos en común, están guiados por el capitalismo -afirmación suficientemente documentada-. Así podríamos llenar enormes bibliotecas que, como las de antiguos monasterios (usadas para el afianzamiento de la fe como única salvación) sirven a los intereses económicos del liberalismo y, por tal razón, son insuficientes, cuento menos, a nuestra búsqueda.
Los extremos se tocan cuando enunciamos sacerización, de modo que es posible que en cuanto se pronuncia un frío, un vacío, una ausencia que se hunde en los tiempos nos recorra, si estamos de este lado de la vida: forma-de-vida; si del otro, entonces, la satisfacción para aquellos que sirven al interés (en toda la acepción de la expresión) de haber logrado altos objetivos tendientes a la perpetuación de los grandes poderes económicos. Porque esos porcentajes sin duda “oficiales” no dicen la angustia, el desaparecimiento paulatino y fantasmático de sus destinatarios, los procedimientos de sumisión, la “cosificación” de la vida, la nuda vida.
Por sí misma, la expresión sacerización reúne al menos dos sentidos que se complementan distanciándose. Esto es, por una parte, sacerización refiere (en sentido restringido) a “políticas públicas” de empobrecimiento -con toda la carga semántica que ello supone- de los pueblos como sujeto colectivo; por la otra (en sentido amplio), a fenómenos instaurados por los mismos poderes, tendientes al enfrentamiento entre poblaciones hermanas en que matar al otro (a la otra) se convierte en regla por excelencia, a través del derecho como excepción. Yugoeslavia, la antigua URSS… o aquellos territorios que están estrechamente relacionados con el mantenimiento de sistemas totalitarios o con la producción de subjetividades políticas maleables, siempre menores, y toda clase de “políticas” aún en nombre de la tan renombrada democracia representativa, su mejor y más refinada invención: el apoderamiento del principio democrático.
Lo demás llegaría solo: impunidad para los grandes criminales sostenidos por los grandes capitales; corrupción en proporciones insospechadas y desde todas las funciones públicas; asesinatos selectivos, más impunidad, defraudación de las finanzas públicas para desalentar dolosamente el interés del “pueblo” en la res publicae y, de este modo, mantener al sujeto colectivo como un subyecto del poder.
Una vida que no puede separarse de su forma es una vida que, en su modo de vivir, se juega el vivir mismo y a la que, en su vivir, le va sobre todo su modo de vivir. ¿Qué significa esta expresión? Define una vida -la vida humana- en que los modos, actos y procesos singulares del vivir no son nunca simplemente hechos, sino siempre y sobre todo posibilidad de vivir, siempre y sobre todo potencia (Agamben, 2010, p. 14).
Esa posibilidad es la que pone en juego el vivir mismo en la felicidad y esto constituye para el autor al que venimos siguiendo la forma-de-vida política en que sus actos (de las distintas formas del vivir humano) no son nunca ordenados o prescritos por la biología e incluso por la necesidad, y en cuanto es el ser humano un ser de potencia, es la felicidad la que le está irremediable y dolorosamente asignada.
Llegados a este punto, es necesario anotar, entonces, que cuando usamos la expresión sacerización no puede estarse sino frente al fenómeno político del sometimiento del ser humano al poder soberano usurpado en el poder legislativo; es decir, frente al declive del principio democrático y al ascenso del homo sacer, que es aquel “ser” privado de sus más mínimas condiciones humanas, aquellas necesarias a su propia forma-de-vida, de modo que le condena a la nuda vida, a la vida desnuda de toda posibilidad de forma-de-vida.
Así, la conexión sacerización-principiodemocrático parece indisoluble; en tanto, a mayor sacerización (como en estos tiempos), menor posibilidad de libertad política y ejercicio pleno de la autonomía. En este punto, se afirma que la libertad es primero y la autonomía después, pero este es un asunto de hondo calado que dejaremos pendiente.
Notas de conclusión, nada concluyentes
En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor o de todo artesano, y en general de todos los que tienen una obra o una función, el bien propio parece consistir en este ergón, así debería ser también para el hombre en cuento tal, si se admite que hay también para él, un ergón, una obra propia. ¡O bien se deberá decir que, mientras el carpintero y el zapatero tiene una obra y una función propias, el hombre no tiene ninguna, que es, pues, por naturaleza argós, sin obra? (Aristóteles, 1097, pp. 22 y ss.).