No se trata de ir en contra de la verdad o de relativizaria sin más, sino de dejarla entre paréntesis y abrir las puertas a la especulación. Tiempo habrá de regresar al depósito bancario de lo verdadero para validar, con el crédito allí depositado, el resultado de los negocios emprendidos sin cobertura. No me gusta la ingeniería económica, pero habrán advertido que la economía neoliberal ha funcionado más o menos de esta manera durante varias décadas. Es cierto que al final el experimento acabó en bancarrota, pero una cosa es jugar con el dinero, sobre todo si es de los demás, y otra muy distinta apostar por nuestra imaginación con la garantía que ofrece la honestidad intelectual del apostador. En este caso solo puede haber ganancias. Hay que animarse, pues, a pensar, a especular.
La afirmación de que nos encontramos en un momento crucial para nuestro futuro (si aún es posible pensar en el futuro, bajo las condiciones que en este momento son habituales) no expresa una novedad de la que no tengamos noticia. Solo especulo. Aunque resulta evidente que existe una gran cantidad de elementos que confluyen para traernos a este momento crucial, no es este un texto para desplegar esos elementos; antes bien, trataré de enfocarme en un asunto muy particular, pero que reviste la mayor importancia a la hora de pensar en este momento coyuntural, y además intentaré comprender cómo han ganado tanto terreno en términos culturales y políticos las extremas derechas, para vislumbrar las posibles derivas por donde se podría encauzar un posible futuro.
Todo esto tiene que ver con lo que se ha denominado derechización del malestar (Fernández, 2024), que se configura mediante el impulso de neofascismos y, con ellos, del auge (cultural-electoral) de las extremas derechas1 en el mundo, lo cual alienta de manera persistente la utopía neoliberal, que no es otra que el ensamblaje entre vida y capital. Tempranamente, en el siglo XX, Walter Benjamin sostenía que no se podía abordar la cuestión del fascismo sin plantear la del capitalismo. Por eso se hace necesario establecer los vínculos, más bien evidentes, entre este auge y los fascismos históricos, el populismo y las formas o técnicas de comunicación en tiempos digitales.
Si bien es cierto que no hay hoy una continuidad sin trabas del fascismo de las décadas del veinte y del treinta del siglo pasado, pues aquel se ha sabido renovar profundamente después de 1945 (Forti, 2024), sí existen algunos rasgos característicos que permiten reconocer una relación en términos de los principios y valores sobre los que se asienta, y la proyección de un modelo de vida al cual pueden atender. Son visibles algunos elementos generalizables y reconocibles, como el racismo, la xenofobia, el desprecio hacia el Estado de derecho, los ultranacionalismos, los liderazgos mesiánicos y una relación, para nada unívoca y, al contrario, muy compleja y hasta paradójica, entre el neofascismo y el neoliberalismo (Guamán et al., 2019).
Dice Berardi (2024) que nos enfrentamos a una época feroz, que supone exponernos a altos niveles de violencia y a un individualismo extremo, y que esa ferocidad responde, sin duda, a un malestar que se ha venido apoderando de nuestras subjetividades durante los últimos cuarenta años, a partir del despliegue ilimitado (al menos en su pretensión) del semiocapitalismo y de un recetario (que deambula entre el ensayo y el error, sin perder nunca el mando de la situación) creado a la medida del neoliberalismo realmente existente. Una combinación profusa pero altamente peligrosa hace de fortín para incubar y mezclar, en un peligroso cóctel, emociones y sentimientos que surgen del deterioro societal, cultural, económico y político que el neo-liberalismo ha dejado a su paso, canalizando prácticas y discursos que se expanden con suprema facilidad a través del mundo digital.
Estas fuentes han generado cambios profundos, aunque evidentes desde el punto de vista societal y antropológico; y en un nivel mucho más sutil, también han causado cambios psíquicos que han removido las estructuras tradicionales. Pero estas transformaciones no habrían sido posibles sin dispositivos que permitieran un despliegue expedito y casi trepidante temporalmente, y tal vez el más determinante sea el mundo digital, donde se asienta la psicoesfera. Es factible que nunca en la historia humana nos hubiéramos enfrentado a cambios tan abruptos, incluso tan imperceptibles, en periodos tan cortos, como en el transcurso de los últimos veinte años.
Estos cambios profundos y vertiginosos han traído consigo la instauración/imposición de una nueva normalidad, una nueva razón mundo, según Laval y Dardot (2013), que oscila entre la profusión de emociones tristes, el odio fácil y la precariedad de la vida en todas sus manifestaciones. Normalidad que, como sostiene con solidez Fernández (2024), no es ningún refugio que haya que proteger, sino que es precisamente el nido de la serpiente. Porque la normalidad instaurada funciona a la manera de una policía ontológica (Chamayou, 2024) mediante la cual ciertos atributos (valores, imagos, prácticas y discursos de las entrañas del neoliberalismo) sirven como frontera en una particular y muy problemática distinción: nosotros, los buenos, versus ellos, los malos.
Una de las aristas claves para la comprensión de este fenómeno complejo apunta hacia la idealización sobre la apropiación de recursos por parte de los otros/ellos, que de entrada no los merecen, por lo que cualquier cualidad distributiva queda saldada bajo la noción del mérito para el justo acceso a los recursos, lo que supone una lucha feroz de uno a uno, en la que la norma general de conducta es la competencia, y en la que solo sobrevive quien de antemano posee algún recurso que lo ubica en una condición óptima; una sublimación del estado de naturaleza que parece que siempre subyace al contrato social.
Se trata de una determinación que no carece de violencia, para constituir un nosotros absolutamente distinguible, como propósito de las extremas derechas que promueve una cerrazón de las propias convicciones y los propios principios, los cuales deben proteger mediante una securitización permanente de la existencia, obliterando cualquier posibilidad de participar de una existencia común en la diferencia, conducidos por una influencia muy fuerte sobre el estado anímico colectivo, que en una sociedad hipermediatizada consiguen con suma facilidad los canales (redes sociales y mass media mainstream) a través de los cuales es posible identificar los afectos y reconducirlos como malestar, para enfrentarlos de manera virulenta contra los otros que se invisten de diferencia.
Los afectos son hoy un botín muy preciado en términos de capacidad de movilización y de creación de cuestiones tan conflictivas como el sentido común o la opinión pública, que si se miran detenidamente, se producen para generar un ambiente hostil frente a quien se aparte de ellas. Y ello porque hoy es más fácil influir en los afectos de los individuos a través de imágenes que no necesitan mayor explicación, solo algún eslogan que las acompañe y que tenga como objetivo penetrar nuestra subjetividad, no buscando legitimidad para su puesta en escena, sino abriendo posibilidades para replicarlo, como idea propia, frente al resto del mundo; eso constituye de manera cuasi espontánea amores, odios, esperanzas, displaceres, objetos de rechazo y admiración, que se despliegan en medio de interacciones facilitadas por el mundo digital, a la vez que condicionadas por este, lo cual determina de manera directa nuestro lugar en el mundo y las instituciones que legitiman los acuerdos materiales para que estas se impongan, produciendo una relación circular con los sistemas sociales en los que habitamos y por medio de los cuales interpretamos y justificamos lo que (nos) sucede (Nunes, 2024).
Así, los afectos sirven estratégicamente para librar una guerra que las extremas derechas pretenden dar sin tregua, como los cruzados, con el fin de imponerse en la batalla cultural, en los universos simbólicos en cuanto imaginarios aspiracionales y en los asuntos electorales. Estrategia política que ya había planteado, desde la segunda década del siglo XX, Walter Lippmann, uno de los ideólogos del neoliberalismo (Stiegler, 2023). De ahí la importancia de construir un nosotros, como atalaya imprescindible para imponerse. Un nosotros que es también trinchera y vindicación de las emociones tristes, por el cual se canalizan las conductas y se influye en los afectos:
Nosotros también significa nuestro nosotros, que no es el de ustedes. Sabemos que ustedes dicen "nosotros", pero no lo dicen como nosotros. Lo sabemos por nuestras prácticas, por nuestros usos y por nuestras ideas, que son diferentes de las suyas. Eso es el nosotros: la posibilidad de ser todo el mundo, la promesa vaga, en el lenguaje, de una pertenencia universal, a la vez que asignación concreta a una identidad particular, a aquello que nosotros somos y ustedes no, aun cuando, a su manera, ustedes digan también "nosotros" (García, 2021, pp. 9-10).
Se proponen un influjo y una necesidad imperiosa de constituir ese nosotros y generar un profundo sentido de pertenencia que se encuentra permanentemente en peligro de ser asaltado por los otros, guardianes de una diferencia insalvable que hay que corregir o extirpar a como dé lugar; un régimen identitario que muestra su faz violenta y reaccionaria, presupuestaria de los neofascismos -cercanos al fascismo desplegado en la primera mitad del siglo XX-, producto de la imposición del consumo y, con ello, de la agresividad y la frustración generada por la obediencia a un orden social o modelo de vida al que no todos pueden pertenecer (Fernández, 2024).
Los listones que emplazan la trinchera ideológica de las extremas derechas se configuran a partir de una serie de elementos que juegan un papel histórico importante a la hora de establecer relaciones entre sí (en tanto sirven para la construcción del otro/enemigo dentro del fascismo histórico), que responden a estragos y horrores causados por estas doctrinas en diferentes momentos de los últimos cien años.
Pueden agruparse los siguientes elementos: el conservadurismo social (defensa dogmática de la familia heteropatriarcal, el matrimonio, la religión, las normas sociales establecidas); la economía de libre mercado (individualismo propietario, contratos, desregulación, reducción de la intervención del Estado, impulso del emprendimiento, idolatría por el mercado); el populismo (retórica virulenta contra las élites políticas tradicionales, conocidas como la casta, a las que responsabilizan de la crisis, promesas de una verdadera "representación" de la gente común y de soluciones de mercado para la crisis); el autoritarismo (liderazgo fuerte y centralizado, especie de mesianismo, poder ejecutivo robusto, debilidad en la separación de poderes, procesos de seguridad violentos frente a las resistencias populares); el nacionalismo (superioridad y defensa de la nación frente a cualquier amenaza interna o externa, preservación de la identidad nacional, cultura, tradiciones); la antinmigración (la percepción del inmigrante como una amenaza no potencial, sino actual, atenta contra el trabajo, los recursos y la identidad nacional).
Otro elemento que podría incluirse, aunque suele ser más difuso, es el de un escepticismo frente a la globalización (al menos frente a un tipo de globalización neoliberal que promovió procesos de deslocalización industrial, así como la flexibilidad en materia migratoria). No planteo un listado exhaustivo, ni afirmo que estos elementos tengan un orden jerárquico inamovible; simplemente señalo que estos elementos heterogéneos son constitutivos de las extremas derechas y que cada una de ellas y sus máximos representantes estructuran un orden dinámico de carácter estratégico para agruparlos según los contextos político-económicos en los que pueden emerger. Su consolidación supone un fuerte carácter moral con el que se presentan, cuyo principio rector es la libertad individual en el contexto del mercado, limitando de manera definitiva una discusión racional sobre sus efectos a nivel colectivo.
Esta moralización de lo político radicaliza un fenómeno, la polarización, que si bien no es nuevo, sí se ha visto exacerbado por la implementación de una dicotomía (nosotros/ellos) entre buenos y malos, zanjando y reduciendo la infinita complejidad humana en unos imagos y marcos interpretativos que suponen una definición inamovible, no solo de la realidad, sino de aquello que tomamos por naturaleza humana. Esta moralización no deja de ser ambigua si tenemos en cuenta que el operador discursivo de las extremas derechas no es la verdad, sino la instauración de los hechos alternativos que dan origen a la posverdad,2 que hace que las teorías de la conspiración se asuman como una religión secularizada y, con ello, que el asunto de la verdad sea algo en última instancia irrelevante (Abadi, 2023), ya que además entronca muy bien en la presentación de esos hechos alternativos y en la fuga de la confrontación racional bajo algún marco de regímenes de verdad (la verdad como correspondencia que durante la modernidad tuvo un estatuto epistemológico altamente reputado).
Asimismo, la polarización exacerbada permite observar de mejor manera cierta inclinación de la cultura occidental por la destructividad, que además de estar institucionalizada está incorporada psíquicamente (Fernández, 2024), lo que facilita el establecimiento de una frontera en la que se despliegan con total facilidad una adhesión y una devoción por la fuerza bruta como posibilidad de restablecimiento del orden (capitalista) y una indiferencia o crueldad hacia los otros, superfluos y prescindibles, por una aparente diferencia o frontera ontológica que los hace problemáticos y, por ello mismo, expuestos a la supresión.
Y esa frontera es problemática por diversos motivos, pero esencialmente por dos: en primer lugar, reduce la infinita complejidad de la vida humana, y con ella, la de las posibilidades relacionales mediante las que aquella se despliega, en un contendor de carácter moral que supone de manera inmediata una falaz superioridad de unos sobre otros; y en segundo lugar, una vez consumada esta brutal limitación/reducción, se asienta esa policía ontológica mediante una violencia exasperada y expandida que obstruye cualquier posibilidad de discusión pública o común sensata, en la que de antemano se imponen los valores y marcos interpretativos fijos, más allá de los cuales no existe lo posible. Arendt (citada por Stanley, 2018) sostenía que el fascismo se manifiesta de manera más fácil en una sociedad atomizada, en la cual sus integrantes no encuentran la posibilidad de relacionarse más allá de sus diferencias; precisamente, una sociedad como la actual.
De esta manera, la revolución antropológica que conlleva el capitalismo en su fase actual (neoliberal) se empapa de múltiples elementos del fascismo clásico y refuerza algunas actualizaciones gracias a los dispositivos emergentes propios de nuestra época (digital), que facilitan este proceso habilitando nuestras pasiones tristes y promoviendo el odio y el resentimiento como afectos necesarios para sobrevivir a la crisis, lo que hace que el neofascismo opere como un gran poder de atracción sobre nuestra economía libidinal, pues simplifica la existencia humana gracias a que entendemos lo mucho que valemos frente a los otros, sacrificables y prescindibles; pero también se aprovecha de la debilidad humana, ya que nos insta a creer que nuestro sufrimiento es soportable siempre y cuando aquellos a los que despreciamos sufran más (Stanley, 2018).
Asistimos al nacimiento y al avance de un neopopulismo reaccionario que es una prolongación aterradora del "There is no alternative" o TINA tatcheriano por otros medios (Zabala, 2021), y a la consolidación sin ambages de un neoautoritarismo de mercado que se muestra como elemento constitutivo de los neofascismos (Guamán et al., 2019), como se puede observar recientemente en América Latina con los ejemplos de Bukele y Milei, sin olvidar a Bolsonaro ni los períodos de Álvaro Uribe, que lograron apalancar los procesos de seguridad como nodo embrionario del orden social que se pretende ¿constituir?, ¿imponer?, ¿defender?, ¿restablecer?, ¿todas las anteriores?, por parte de las extremas derechas, lo que demuestra de manera fehaciente que el capitalismo en su fase actual (¿la última?) no requiere de la democracia, y que puede funcionar sin ella.
El caso de Grecia3 es un clarísimo ejemplo de ello. Pero no es el único. Cabe recordar el 6 de enero del 2021 por el asalto al Capitolio, en Washington, por parte de seguidores de Trump y aupados por conspiracionistas a la cabeza de QAnon; o el 8 de enero del 2023, cuando seguidores de Bolsonaro asaltaron la Plaza de los Tres Poderes (Congreso, Presidencia y Supremo), en Brasilia. No era la democracia lo que defendían o querían restaurar, sino un proyecto político, forjado por un liderazgo mesiánico que propone la solución a la crisis desatada por la política tradicional y el sistema que lo soporta, y que, según ellos, los excluye, y quiere imponerse de manera violenta, incluso sobre lo que queda del ocaso democrático.
El nuestro es un tiempo en el que convive un sentimiento difuso de que, por diversas razones, las cosas no pueden continuar como están (y que, si continúan, es simplemente porque quienes se benefician de ellas tienen la fuerza necesaria para imponer su voluntad); y la sensación de que las cosas no podrían ser de otra manera, apoyada en el hecho de que la forma como vivimos, nos relacionamos y nos entendemos está completamente atravesada por dispositivos como el consumo, el individualismo, la competencia, el "emprendedurismo de sí", el punitivismo. Si [...] las promesas de buena vida del capitalismo contemporáneo parecen cada vez más sospechosas, nuestra "servidumbre pasional" sigue profundamente arraigada al estado actual de cosas, incluso entre aquellos que se oponen conscientemente (Nunes, 2024, p. 19).
Tal vez sea este sentimiento difuso el que ha sabido capturar a las extremas derechas para configurar un proyecto político-antropológico que saca provecho de la crisis político-económica, mientras no hace más que profundizar la crisis civilizatoria, porque poner en el centro neurálgico de sus propuestas a la libertad no hace más que desnudar sus miserias, ya que la enfrenta de manera directa y violenta contra otras formas de vida que escapan no solo a su comprensión, sino también al pilotaje al que se verían sometidas y que produciría su exclusión, no solo imaginaria, sino también material. Emerge la figura de Alain de Benoist (integrante del Grupo de Investigación y Estudio sobre la Civilización Europea, GRECE, por sus siglas en francés), para quien "ya no se trata de tomar el poder, sino de dotarlo de un alimento ideológico, filosófico y cultural capaz de orientar (o contradecir) sus decisiones" (citado por Forti, 2024).
No es osado entonces plantear que después del ocaso democrático asistimos a un nuevo régimen, el de la libertad de empresa, que sustituye de manera lapidaria la idea que teníamos de democracia, según la cual la vida pierde su valor (mediante los procesos de seguridad, la guerra permanente, el punitivismo) y de lo que se trata es de la mera supervivencia, en una versión terrorífica de darwinismo social y del hundimiento definitivo del proyecto de la modernidad (según el lugar desde donde se le mire), que ha tenido un papel fuerte en el canon occidental.
Las extremas derechas han sabido acoger elementos propios de la teoría crítica y desvincularlos de las posibilidades emancipatorias para construir su propia retórica y marcos discursivos, adelantándose en gran parte del mundo a las posiciones de la izquierda tradicional (Forti, 2024). Por ello, han desarrollado, como el fascismo histórico, la capacidad de apropiarse de todo aquello que para bien o para mal ha fascinado a la gente, y lo han elevado a instancias hasta hace poco impensables, porque han sido capaces de "leer los climas emocionales de rechazo, de daño, de resentimiento, poniéndolos al servicio de proyectos que los intensifican" (Fernández, 2024, p. 107).
Es a través de un secuestro semántico que han hecho suyas actitudes de transgresión, rebeldía e inconformismo que les han servido para imponerse en la opinión pública, ganando adhesiones en medio de "un espacio ideológico confuso" (Corcuff, citado por Forti, 2024), en el que el sentido de pertenencia y el afianzamiento de un rol identitario que conforma un amplio Nosotros, carente de reflexión pero allanado por la cercanía de los afectos, se presenta como suficiente y genera una especie de marco general de violencia para la defensa de ese Nosotros inconmovible. Todo un marco ideológico que exalta el individualismo propietarista, el neodarwinismo social, la figura del emprendedor, la radicalización de los privatismos familiar y profesional, el consumo de masas mediante el endeudamiento y el rechazo al "perverso" Estado del bienestar (Ruitort, 2021) se ha hecho sentido común.
Esta configuración ruda del rol identitario, agrupada en un Nosotros heterogéneo, interclasista e incluso caótico a su manera (la gente de bien en Colombia o el ciudadano de bien en Brasil, por traer un par de ejemplos concretos), alimenta una idea peligrosa que se extiende con la misma facilidad con que se originan el odio y la hostilidad entre diferentes, según la cual la radicalización y la polarización son los canales conductores de afectos y pasiones, no de ideas ni argumentos, y encuentran la materialización a través de la figura de la guerra civil. Ya se ha escuchado en Colombia, con un grito furioso ultranacionalista/anticomunista contra el gobierno actual de izquierda; se escuchó y mantiene ecos latentes en Brasil tras la derrota de Bolsonaro en su intento por reelegirse; se ha escuchado en España, en la voz de los furibundos prosélitos de Abascal; resuena con fuerza en Estados Unidos como amenaza si Trump no logra la victoria en las próximas elecciones de noviembre. Y así, podría enumerar otros ejemplos en los que las extremas derechas auguran una guerra civil como devenir y solución a los tiempos que corren.
Esta idea, por su animosa peligrosidad, debería servir como revulsivo para desertar de ese gélido Nosotros, los buenos; pero el malestar ha sido tan profundo para muchos que la promesa de guerra civil se convierte en un aliciente y en la realización moral de hacer no solo lo justo, sino además lo necesario. Un telos fabricado mediante la conducción de los afectos, el ensalzamiento de las pasiones tristes, las fake news, la posverdad, la providencia del mercado, la divinización del derecho de propiedad, los procesos identitarios y la simplificación de la plural, diversa e infinita condición humana.
Hace falta más que un llamado a la contención electoral de las extremas derechas a nivel mundial, donde han crecido en términos de representación en diversas instancias. No se trata de caer de manera desprolija en la batalla cultural que proponen, replicando las técnicas comunicacionales (del grito al grito, del insulto al insulto), ni descalificando de manera abrupta un fenómeno y a un grupo de personas que se recogen y sienten una poderosa afiliación a un Nosotros de cara al desamparo en el que las ha dejado el capitalismo como orden social y como sistema económico. Apurar una gran transformación, un cambio social importante, depende también de un deseo alternativo, no sometido al capitalismo libidinal que no deja de ser atractivo, poderoso e incluso depredador, como el que hoy nos cobija (Fernández, 2024).
Es necesario comprender el fenómeno del auge de esta (im)postura política atendiendo a un proceso de sensibilización, de recuperación de una sensibilidad que permita la aparición de una inteligencia colectiva para luchar contra un fenómeno intolerable, como sostiene Dardot (citado por Fernández, 2024). Una vez ganado un horizonte de comprensión amplio, se debe apostar por la imaginación política como compuerta que se abre al reencantamiento del mundo mediante la sensibilidad, entendida esta como "una cualidad esencialmente receptiva, que no busca dominar, forzar y conquistar, sino acoger, escuchar y dejarse afectar por los fenómenos del mundo" (Fernández, 2024, p. 95). En última instancia, las soluciones no están a la vuelta de la esquina, hay que construirlas; y no hay mejor manera de hacerlo que de forma colectiva, apropiándonos de nuestros afectos y deseos, y configurando una sensibilidad común que permita elaborar las respuestas a este peligroso fenómeno. Las apuestas son altas, pero hay que animarse a pensar, a especular.
Forti, S. (2024). ¿La extrema derecha otra vez de moda? Metapolítica, redes internacionales y anclajes históricos. Nueva Sociedad. https://nuso.org/articulo/310-extrema-derecha-otra-vez-de-moda/.
S Forti 2024¿La extrema derecha otra vez de moda? Metapolítica, redes internacionales y anclajes históricosNueva Sociedadhttps://nuso.org/articulo/310-extrema-derecha-otra-vez-de-moda/
[2] Hablo de extremas derechas en plural para hacer un énfasis comprensivo en el hecho de que no todas las derechas (extremas) ni sus líderes más representativos acogen de manera uniforme y homogénea los imagos, principios y valores que son consustanciales a ellas, sino que cada una organiza jerárquicamente y dependiendo de sus intereses y sus contextos esos elementos constitutivos para movilizar los afectos y generar la adhesión a un nosotros que se presenta como hostil y violento contra todo aquello que no recoja sus intereses.
[3]Tras su elección en el 2016, Trump lanzó una serie de afirmaciones que resultaron falsas (afirmó, por ejemplo, que había ganado el voto popular, que había tenido la mayor victoria electoral desde Reagan y que la multitud que lo acompañó a su posesión fue la más numerosa de la historia). Kellyanne Conway, funcionaria del gobierno de Trump, aclaró esta última afirmación sosteniendo que "la mayor multitud de la historia" no se trataba de una falsedad, sino de un hecho alternativo (Abadi, 2023). Esta "anécdota histórica" sirve como origen de toda una estrategia comunicacional política que está en el corazón de la posverdad.
[4]El 5 de julio del 2015 se llamó al pueblo griego a un referéndum (soberanía y voluntad popular, estratos constitutivos de la modernidad política) con el cual se decidía si se aceptaban los términos de pago por parte de Grecia a sus acreedores principales (Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europeo y, sin mucha vergüenza, el Banco Central Alemán como direccionador del pago inmediato). Ganó el No en el referéndum; no obstante, estas instituciones económico-políticas internacionales desconocieron el resultado de una decisión democrática y presionaron de manera más fuerte para que se efectuara el pago de la deuda.